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Villalba de Guardo - Palencia

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06-01-10 17:20 #4322836
Por:delaheraluis

QUINTA HISTORIA LA PICATUESTA Y METER EL HUMERO
LA PICATUESTA Y METER EL HUMERO

El final del otoño solía traer al pueblo además de los primeros fríos de verdad y las primeras “moscas blancas” como se llama por aquí a las nieves; “por los Santos nieve en los altos”, que dice el refrán. Los primeros gruñidos desgarradores de los gochos, que inundaban el aire en la fría mañana y anunciaban a todo el pueblo la celebración de una matanza por aquí llamada “picatuesta.”
Las tareas del campo habían remitido considerablemente y el tiempo del bien merecido descanso era llegado, a pesar de que siempre hubiese algo que hacer. Pero no era lo mismo.
Alguien, a partir de los Santos, comenzaba la campaña oficial o en torno a San Martín ( 11 de noviembre). Y no era raro, que en algunas casas, en vez de una, hubiese dos.
Casi siempre, las primeras matanzas eran comenzadas por los menos “pudientes”, aquellos a los que la bodega se les quedaba vacía antes o los que ultimaban primero las tareas del campo.
Aquellos cerdos, por estas tierras llamados generalmente “gochos” y otros nombres. Ya que, según decía el tío Santiagón, era el animal que más nombres tenía de todos. Solían ser adquiridos en la feria- romería de la virgen del Carmen, en la ermita del Cristo en Guardo. Se les había estado cebando con todos los restos de comida que sobraban y con muchos más para que llegasen a pesar, al menos, ocho o nueve arrobas. De ahí en adelante eran unos hermosos ejemplares y si pesaban más de las doce era ya un reto para matarles.
Hasta hubo un tiempo en el que salían a la calle y bajaban al plantío y las lagunas a retozar hasta que, en la sesión del Concejo de fecha 24 de marzo de 1918; siendo alcalde Modesto Salazar Martínez Secretarilo Acacio Martínez y Síndico el tío Gervasio Lobato se les prohibió salir de la “cochinera”, so pena de multa de 0,50 céntimos en papel del estado salvo para cumplir su destino. Todos los desperdicios vegetales iban a parar a la pocilga; hojas de verza, roble o avellano cocidas, mondas de patatas y restos miles. Nada se desperdiciaba. Y hasta, si alguna gallina caía en la cochinera por descuido y era presa del cerdo, pasaba a mejor vida en un santiamén. El gocho era el mejor reciclador y vertedero conocido y además con sabrosos beneficios.
No llevaba el animal en casa mucho tiempo, cuando llegaba el capador. Había que quitarle sus atributos tanto masculinos como femeninos para que su carne fuese más sabrosa, decían, y engordase más rápido. Con una incisión en los testículos o en la zona de la pelvis quedaban extirpados y se les desinfectaba con un líquido azulado. Todo ello a lo vivo y con rapidez. Las criadillas del macho en un sofrito de cebolla y otros condimentos no eran desperdiciadas y estaban muy buenas.
Tenía la “Picatuesta” unos preparativos que comenzaban ya en el verano. De las tierras que tenían el centeno más alto se seleccionaban unos haces a los que previamente se les quitaba el grano, a golpe limpio, contra el cambicio o el aparvadero generalmente y vueltas de nuevo a hacer un haz se guardaba hasta la llegada del momento, ya que con esas pajas secas se chamuscaba la piel del gocho para pelarle mejor y quemarle las cerdas.
La víspera de la matanza se habían picado el pan y las cebollas, con la consiguiente llorera. Se había preparado el arroz, el orégano y los recipientes a usar: baldes, herradas, artesas, el tajo o banco de madera, pesado y sólido, de un medio metro de alto, se afilaban los cuchillos y hasta se había dejado al animal sin cenar y a veces hasta sin comer para que su aparato digestivo estuviese más limpio, y, finalmente, se avisaba a la familia y si no era suficiente a los vecinos para que ayudasen y hasta al “matarife” si no había alguien en la familia con el suficiente valor para matar al gocho..
Llegado el día, y una vez acabadas las tareas de ordeño y cuidado del resto de los animales, entre las 9 y 10 de la mañana comenzabas la faena y, … antes de la misma, estaba “ la parva”, es decir, coger fuerzas con las que hacer frente al animal. Se comían unas galletas y sequillos o rosquillas caseras acompañadas o mojadas en orujo, a veces arreglado, otras sin arreglar y se comentaba la estrategia a seguir. Quién sería el ejecutor, y lo que el animal tardaría en morir, signo inequívoco de su pericia, e incluso se cruzaban apuestas sobre el tiempo de muerte y la sangría.
Lo primero, con un trozo de soga había que amordazarle el hocico para evitar algún mordisco, no sería el primer caso, ni el último en el que alguno había mordido al personal y dejado su marca en la pantorrilla. Después se le cogía de las orejas y se le ataba otra cuerda a una de las patas traseras y otra a una delantera a la vez que se le cogía del rabo y era empujado a salir de la pocilga para ser conducido hasta el tajo. No siempre estas acciones resultaban sencillas y coordinadas y más de una vez, por falta de personal o pericia el animal se había librado de sus captores y comenzaba la tarea de nuevo. Por supuesto que para aquel entonces todo el pueblo se había enterado por los gruñidos que el pobre animal daba a los cuatro vientos pregonado su matanza y anunciando a todo el pueblo en qué casa había “Picatuesta”.
A veces, el eco respondía de la misma forma, anunciando que no era sólo una, sino más las casas que estaban celebrando la matanza.
Salvado el primer escollo había que llevarle hasta el tajo, que no solía situarse lejos de la porqueriza y allí, al intentar tumbarle se producía el segundo momento más delicado. No era raro, ni sería la primera, ni la última vez que el animal se escapaba. Situado al lado del banco del sacrificio y sin dejar de gruñir, cada vez con más fuerza. Se coordinaba el momento de “todos a una” y a la de tres, como casi siempre se hacía en el pueblo se le tumbaba sobre el tajo. Los movimientos a partir de ese instante eran rápidos y coordinados; la cabeza un poco fuera y haciendo fuerza hacia el suelo. Terminar de trabarle las patas delanteras con la cuerda y entre ambas meter una trasera, y tirar con fuerza hacia atrás y sujetar la otra hacia abajo, los más pequeños tiraban del rabo, para sentirse útiles en el sacrificio y que su autoestima participativa no fuese sólo testimonial sino activa.
Una vez sujeto, se le escuadraba un poco en diagonal para que la sangre al caer lo hiciese en la errada o balde ya preparado con todos los ingredientes de las morcillas y si sobraba se recogía en otros pucheros.
Se tiraba de las patas hacia atrás y se buscaba ese punto al final del cuello y donde comenzaba el pecho para hundir en él el largo, grande y afilado cuchillo que iba a ser el arma del crimen.
El matarife se santiguaba, como para que El Ser Supremo, le diese suerte o santificase dicho sacrificio, costumbres de pueblos, para que acertase a la primera y la faena fuese rápida y limpia. Tanteaba el lugar de pinchar y en un abrir y cerrar de ojos o con un “ allá vamos” la sangre comenzaba a brotar como un grifo desbordado y arrítmicamente acompañada del jadeo del animal y sus latidos, así como de sus gruñidos que se habían elevado de tono en enormemente. En cinco o diez minutos la vida del animal se había escapado a borbotones rojos y brillantes con el vapor de su calor al chocar con el frio de la mañana. Se habían remojado los ingredientes de las morcillas y retirados del lugar. El perro de la casa, participaba también del festín lamiendo la sangre que había caído al suelo y ya estaba coagulada colgando del tajo.
Asegurados de su muerte se soltaban las cuerdas con recelo y cuidado, pues no sería la primera vez que, a algún matarife inexperto, el cerdo había saltado del tajo y había dado algunos pasos por el suelo. En el pueblo se comentaba la anécdota del tío Secundino.
La primera tarea estaba superada.
Se preparaban las pajas para chamuscarle la piel, quemarle el pelo lavarlo y pelarlo. Con una cerilla, o casi siempre con un mechero de martillo y gasolina, se encendían las pajas y se comenzaba a aplicar sobre su piel el fuego que hacía que las primeras ampollas en su piel apareciesen. Chamuscando a golpes acompasados se iba logrando que sus cerdas quedasen reducidas a la nada y su primera capa de piel rascando con viejos cuchillos y guadañas se fuese eliminando hasta quedar rasurado y más limpio que “ un San Luis” Finalmente, con agua muy caliente se le limpiaba y daba el último pase. Jamás el animal había estado tan limpio.
La segunda faena estaba cumplida.
En el pueblo, la chiquillería se había enterado de en qué casa era la picatuesta y acudían raudos, si sabían que allí no había niños, cosa rara, porque pocas eran las familias que no los tenían.
La siguiente tarea, salvo que el tiempo fuese bueno, se realizaba bajo techo, así que se cogía el tajo y su limpia carga y se le metía al interior de la casa, bodega o portalón para proceder a su vaciado.
Puesto el cerdo boca arriba se comenzaba a sajar de adelante hacia atrás por toda su barriga. Tenía lugar en este momento toda una lección de anatomía animal de lo más práctica y pedagógica que los niños íbamos asimilando ya que nos decían que el cerdo y nosotros nos parecíamos mucho en la distribución y tamaño de los distintos órganos.
Iban saliendo los intestinos, el bazo, el diafragma… ¡hilo! Gritaba el estazador hay que atar el principio y final del aparato digestivo para que no se vacíe y ensucie el resto, al igual que el aparato urinario, y algo muy importante, quitar la vesícula biliar sin romper para que no se derramase nada porque su olor era penetrante y ácido.
Un olor característico y el vaho del animal, propio del calor de su cuerpo impregnaba toda la instancia mientras duraba todo el proceso.
La zambomba. ¿Dónde está la zambomba? Esa era la pieza más codiciada por los niños. Dicha pieza no era más que la vejiga urinaria del animal. Una vez en nuestras manos la sobábamos sobre una piedra plana la quitábamos la grasa y después de inflarla y bien atada la rodeábamos de trapos viejos y era un balón de futbol ideal, que duraba unas horas o algún día, dependiendo de la fortuna.
Se extraía después el manto o velo que separaba el aparato digestivo del resto y en verdad que aquella pieza parecía un manto de encaje o velo como los que nuestra madre o hermanas se ponían para ir a la iglesia. Se sacaba toda la asadura y se le acababa de vaciar y dejarle limpio por dentro. Después se le pesaba para ver las arrobas, no los kilos, que pesaba “ en canal” y poniéndole dos maderos a la altura de ambas extremidades para que no se cerrase, se le calzaba y se le dejaba orear uno o dos días hasta que se le estazaba por piezas dos o tres días más tarde y se hacían los chorizos. Momento en el que se sacaban los guerejitos para hacer aquellos roscos al horno, cuando se amasaban, que eran una verdadera delicia al paladar.
La tarea de los hombres terminaba de la misma forma que había empezado con unos dulces y un orujo, generalmente se comentaba la faena y se despedían hasta la llegada de la noche y su celebración festiva..
La tarea de las mujeres, seguía a la de los hombres, a partir de ese momento. Era más frenética y sin tregua e incluso más ingrata. Había que ir al rio a lavar las tripas bien antes de enmorcillar.
Las aguas del Carrión o la de sus cuérnagos en el invierno no son lo que se dice frescas. A mano limpía, porque no había guantes, y de rodillas. Menos mal que la charla y la broma parecían templar un poco el agua.
De vuelta a casa había que comenzar a llenar las tripas coser y cocer las morcillas que unos días después sabían a gloria fritas o cocidas en el puchero con las legumbres.
Toda la cocina se llenaba de vapor y olor a mondongo que alimentaba y despertaba los jugos de nuestro estómago.
Se esperaba la noche con cierta impaciencia y gozo, porque con ella llegaba la fiesta. También los chicos del pueblo habían tomado nota de la casa donde se celebraba la matanza y comenzaban a preparar otra fiesta más particular y arriesgada “meter el humero” o al menos intentarlo.
En casa de tía Paula celebraban la picatuesta. Invitados a ella estaban su hermano Eulogio y Daniela y todos los hijos conocidos en la zona por su estatura, incluso las dos mujeres. Eran “Los del Molino” y si tenían este apelativo por algo sería.
Leandro y unos cuantos más, habían estado preparando la estrategia para meterle el humero a la tía Paula durante toda la tarde.Cada casa del pueblo era bien conocida por el resto. Se sabían hasta los cristales rotos y tapados con cartón porque no había dinero para reponer, las costumbres de cada uno y hasta la distribución interior.
Habían trazado un plan y hasta alguna alternativa por si no se lograba a la primera y en algunos casos había un último recurso por si fallaban los demás y se quería aguar la fiesta de verdad. Este recurso era subirse al tejado, si era lo suficientemente bajo y taparlo con un saco viejo para que el humo al no poder salir llenase toda la cocina y casa y al tener que dejar la puerta abierta para ventilar introducir el humero, claro, que este recurso no siempre podía usarse salvo que el tejado fuese de fácil acceso.
La hoguera que a media tarde se encendía en el plantío tenía ya suficiente rescoldo y era ya lo suficientemente de noche como para ir preparando el caldero de zinc, con algún agujero en el fondo al que se habían ido añadiendo tizones, con desperdicios y plumas que se añadían en el último momento. Aquel amasijo de restos de todo tipo producían un olor pestilente. y nauseabundo , penetrante y difícil de explicar que era lo que se buscaba. Luego había que buscar una buena excusa para acceder a la vivienda y un ser medio artista y embaucador para lograr la confianza y credibilidad necesarias para que abriese la puerta y poder introducir dicho regalo. Leandro, fue el elegido en aquella ocasión y contando con la complicidad de todos y de la oscuridad nocturna intentó el engaño.
Tuvo suerte, pues la puerta aunque cerrada, no lo estaba con pestillo ni cancela, aquello no se lo esperaba y quizás él se sorprendió de tanta confianza, así que lo más sigiloso que pudo introdujo la vieja herrada, y viendo que nadie se enteraba, fue más atrevido que de costumbre e intento dejarla lo más dentro posible de la casa. Aquello fue un error, porque al arrastrarla tropezó con una baldosa más saliente en el suelo y la lumbre se derramó con el consiguiente ruido del balde al chocar contra el suelo. La reacción de Leandro no se hizo esperar, la de los que le esperaban fuera, tampoco, y la de los del interior de la casa fue igualmente rápida. Leandro salió saltando a la calle para salvar el desnivel de la puerta y al llegar a la esquina de la calle, enfiló el Ventanón arriba y luego hacia la Barrancosa, los demás, cada uno hacia donde pudo.
Los hijos del tío Eulogio se fueron persiguiendo cada cual al que quiso o intuyó por donde iba, Eusebio que fue de los últimos se metió por el callejón de la parte norte de la casa que da a la Barrancosa y espero unos instantes. Calle arriba subía Leandro jadeando y sin correr mucho, pendiente de si era perseguido. Eusebio que le vió se agazapó en la esquina y espero su aproximación. Cuando le tuvo al alcance salió se súbito y le agarró por la espalda. El susto de Leandro fue mayúsculo, porque la diferencia de envergadura entre uno y otro era considerable. Nicolás que subía por la calle persiguiéndole llegó a su altura y entre los dos lo llevaron a casa. A pesar de sus quejas y excusas tuvo que pagar con la broma que se había vuelto en contra. Sacaron miel de la bodega, que siempre había, y le embadurnaron sin piedad a la vez que, con las plumas de los pollos que se habían pelado para la cena y estaban aún en el corral le iban adornando todo el cuerpo. Calle arriba, camino se su casa, subió entre lamentos y perjurios sin saber si era un hombre o una especie de rara ave.
Los humeros con “los del Molino” o se hacían bien o se corrían más riesgos que en los otros.
La Picatuesta se animó mucho más y hasta muy entrada la noche, las historias del pueblo, chistes y partida de cartas llenaron las horas de alegría.
El pueblo al día siguiente conocía la noticia y nadie dijo nada. A veces se gana y a veces se pierde.

P.D. Para tí José María, que estás en Suiza. Leandro , el del relato, fue tu abuelo y la casa de la hermana de mi abuelo, la tía Paula era la que tienes al lado en el pueblo hoy es de Petra porque la otra casa de mi abuelo antes de la del molino es la que tienes al norte y es de mi primo Angel






Puntos:
14-01-10 22:38 #4387558 -> 4322836
Por:No Registrado
RE: QUINTA HISTORIA LA PICATUESTA Y METER EL HUMERO
Hola Luis.
Cuantos recuerdos, me traen todo esto que has contado.
Recuerdo cuando en casa de mis abuelos (Manuel y Juanita), mataban el gocho, era por la mañana y si recuerdo bien , a menudo yo todavia estaba en la cama y cuando oia gruñir al cerdo ya me levantaba corriendo para ir a ver lo que pasaba, eso si cuando veia al pobre animal mas la sangre solia marcharme corriendo (y a veces llorando) de nuevo hacia dentro (a la cocina). Eso si era casi un dia de fiesta, ya que se reunia la familia o una parte de ella, ya que matarle mas preparar todo, pues llevaba tiempo , por lo cual , eran momentos tambien de encuentro entre nosotros. Recuerdo que habia, creo que era una tripa o algo asi, que nos daban ya que se podia inchar y jugar con ella a la pelota. Tambien recuerdo y son los mas, ya que cerdos en las casas se mataban uno y tal vez dos, los humeros, esos si que habia muchos je je los haciamos por la noche y era una manera de divertirnos los niñ@s.
Tambien te dire, que ahora que miento la manera de divertirnos, a menudo he pensado y siguo pensando, como nos divertiamos los peques en el pueblo, era en la plaza, (la cual era de tierra je je)y te dire que los recuerdo y incluso dentro de la parte humana, los prefiero a los de ahora, pero bueno ese tema , lo dejaremos para otra vez ja ja
Un saludo desde Ginebra
Jose Maria Alonso Lopez
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