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28-02-10 19:23 #4774441
Por:delaheraluis

SEPTIMA HISTORIA SE APANDA EL PUENTE
SE APANDA EL PUENTE

EN LA SESION DEL CONCEJO DEL 10 DE MAYO DE 1914 SE PIDIÓ UNA SUBVENCION PARA EL CAMINO VECINAL Y EL PUENTE NUEVO. SE INGRESAN LAS 50 PTS PARA EL ESTUDIO Y SE NOMBRA A LUCAS MONGE REPRESENTANTE PARA LOS TRAMITES. EL 28 DE MAYO DE 1914 SE DESESTIMA POR SER MUY GRAVOSO Y FALTAR UNA PESETA EL 11 DE MAYO DE 1918 SE SOLICITA E INGRESA EL DINERO 50 PESETAS PARA EL ESTUDIO. EL 23 DE MAYO EL PUEBLO EN CONCEJO DICE SI .PERO EN EL AÑO 21 CUANDO LLEGA EL ESTUDIO SE DESESTIMA POR NO HABER FONDOS Y SER MUY COSTOSO.

La primavera por estas tierras, casi siempre se retrasa.
Abril, en sus comienzos tenía días hermosos y en calma, con el sol comenzando a dar anticipos de que cada vez, calentaría más. Los días, se iban alargando sin prisas al igual que las faenas.
Las gentes del pueblo, vivían pendientes de las noticias que, con retraso, llegaban de la guerra.
De tarde en tarde, cuando llegaban noticias de algún hijo del pueblo, que estaba en el frente. Se corría la voz. Se daban las novedades. Se rezaba y se esperaba que todos los que fueron a dicha desventura volviesen enteros. Cuantas tardes, después del rosario en casa del cura, don Melecio, se pasaban algunos vecinos a oir “el parte nacional”.
Aquel 8 de abril de 1937, el pueblo tuvo que vivir otra tragedia, distinta a la guerra pero no menos penosa y además, cercana y familiar. Había amanecido con un cielo limpio y claro, con más calor del que era habitual por aquellas fechas. El invierno, lleno de nieves y más largo que de costumbre había provocado con aquellos primeros calores un rápido deshielo, y el Carrión, bajaba bravo. O como decimos por aquí ;” se la habían hinchado las narices”. Aguas turbias y violentas que arrastraban a su paso toda la maleza acumulada en sus orillas.
Era un día hermoso que se vistió de negro
Muchas veces, la naturaleza y la vida no caminan a la par.
Cierto, que no era la famosa riada “del nueve” y el pantano de Camporredondo regulaba en parte las aguas del río. Pero el rio Besandino, al llegar la primavera, muchas veces ,recordaba lo que era.
A las diez de la mañana, don Benigno, el maestro, abrió la escuela como tantos días. Ya había en el pórtico esperando algunos niños, otros iban llegando. Maximino, Fausto y Placidia eran compañeros de juego y vecinos de los del “Regachín”. Eran de los más pequeños.
Habían pasado la mañana entre soniquetes de tablas de multiplicar, letras en la pizarra y sueños fuera de la escuela. Por eso, cuando se anunció el recreo, aquella liberación se acogió con desmesurado gozo y algarabía. Media hora para jugar libremente por el pueblo. Ir a casa o, en el peor de los casos para quedarse castigado repitiendo cosas o aprendiendo la lección.
Aquel día, tan bueno, invitaba a la ventura más que a quedarse en el patio de la escuela jugando al marro, el castro, los cartones, las tabas o lo que se prestase.
Placidia, Fausto y Maximino se fueron Calzada arriba en busca del espectáculo del agua que el Carrión les ofrecía. Buscar el atractivo de sentirse al lado del río oyendo sus quejas y bravatas, notando su fuerza y como arrastraba todo a su paso.
Hasta se sentían seguros al lado de aquella fuerza natural.
Dos puentes tenía el pueblo, porque dos eran necesarios para pasar a la vega y al monte: El Puentón y El Puentín ,uno sobre el “ rión” y el otro, sobre el “riín” El rión era el Carrión, o río Nubis para los romanos. Río sin engaños, con buen firme y unas truchas que nunca se agotaban y mataban el hambre de medio pueblo. Cuantas veces al final del estío se le podía cruzar saltando de piedra en piedra y casi sin mojarse los pies. El otro, era el riin un brazo de éste que se filtraba quinientos metros arriba y en el que desembocaban algunas fuentes .Era un lugar propicio al que acudían la mayoría de las mujeres del pueblo a lavar la ropa y a principios del otoño se ponían los sacos de los altramuces, por aquí llamados “chochos” ,a que perdiesen su último amargor después de cocer . Y bien es cierto, que algunos de aquellos sacos perdían en el río algo de peso a manos, casi siempre, de la chiquillería.
Ambos puentes eran de troncos, ramas y céspedes que cada cierto tiempo había que reparar. No estaban alomados y carecían de quitamiedos. Poco más anchos que un carro cargado de heno y que a los niños “cobardicas” les imponía respeto y temor atravesar. Haciéndolo corriendo, sobre todo el grande, por su altura y longitud.
Siempre, después de cada primavera y cuando el río volvía a serenarse volviendo a su reposo y las Peñas habían perdido su manto de nieve se convocaba a huebra y se revisaba todo su entramado, reparando y sustituyendo sus desperfectos. En espera siempre de evitar lo que ese día no se pudo.
El azar, siempre suma de casualidades, momentos, decisiones personales y muchas cosas más hizo que ese día y a esa hora, los tres niños se encaminasen a la otra orilla del río entre gozo y alboroto para observar jugar al agua con los pilares del puente y sus riberas. Observar como rompía contra los cimientos del puente donde ya había entrampados árboles, zaldes y diversa maleza. Y hasta alguna nasa de las que se ponían en el puerto para encauzar el río.
Los niños estuvieron un rato contemplando como el río lamía con ansias las orillas, de manera insistente, dejándolas limpias y desnudas. Como inundaba medio plantío y llenaba con su rugido todo el ambiente.
Ya en la orilla, comenzaron a buscar aquellas piedras negras de antracita, brillantes y redondas que el río arrastraba desde las lavaderos de las minas de Guardo y Velilla que servían para alimentar la “placa” de la cocina y calentar el puchero. Pero para ellos, sólo era curiosidad por ver quién encontraba la más rara, brillante y redonda de las arrastradas por el Carrión.
El tío Benito Llorente regresaba de la vega con su yunta de vacas después de acabar la faena, y, fijándose en los niños les lanzó una llamada de advertencia.
-¡Tened cuidado “chiquillos” que baja mucha crecida!- les advirtió.
Fausto, Placidia y Maximino apenas oyeron su mensaje con aquel ruido del agua . Pero cansados de explorar decidieron regresar.
Ya estaba el tío Benito acabando de pasar el Puentón cuando ellos comenzaron el Puentín. Iban alegres y confiados, con el ruido del agua en su cabeza, cada vez más potente a medida que se aproximaban al comienzo del puente. Por un instante, se pararon antes de cruzar. Se les antojaba largo, muy largo, a pesar de que veían su final. Ni siquiera vieron que Luciano con su carro de abono se acercaba para pasarlo y como tenían todo el puente para ellos comenzaron a cruzarlo igual que antes, a toda mecha.
Dos piedras del bolsillo de Fausto cayeron al suelo. Se entretuvo un instante. Se acabó su vida.
Reían Placidia y Maximino al final del puente, pero un ruido seco, como una palmada en el agua, les quebró la risa. Cuando asustados volvieron la vista hacia atrás el puente se había hundido y una nubecita de polvo ascendía en el aire.
El agua cambió su mensaje y sus ojos y todos sus sentidos se abrían de par en par intentando buscar al amigo rezagado que por ningún lado veían.
En el aire cálido de la mañana, ni se veía a su amigo ni nadie respondía a sus llamadas. Aturdidos y nerviosos no sabían que hacer. El tío Benito, tampoco.
Comenzó a llegar más gente que iban congregándose en torno a ellos y ante lo que parecía cierto pero no confirmado se desvirtuó la realidad y las campanas tocaron a muerto con su peculiar cadencia sin haber encontrado aún el cuerpo hasta que el cura lo prohibió.
En la Portillera, el tío Fausto, padre del niño desaparecido, araba una tierra ajeno a su propia desventura. Alguien que regresaba para casa, comentó con él a la orilla del sendero el repique de campana y una frase despectiva, ignorando la tragedia, acompañó el comentario.
Poco más tarde aquel toque lastimero y lento se cambió por el de arrebato para congregar a todo el pueblo y comenzar la búsqueda del desaparecido. Se congregó la vecindad a ambas orillas del rio: los del pueblo en el izquierdo, los del molino y aquellos que estaban faenando en la vega en el derecho. Y esta vez, sí que el tío Fausto, como todos, dejó su faena a medio hacer y acudió a la llamada de socorro. Cuando llegó al Molino y divisó toda la gente al lado del puente intuyó los motivos, pero se quedó paralizado, seco, atolondrado, a punto de marearse cuando alguien le dijo que su hijo era el desaparecido. Ni siquiera fue capaz de maldecir, aturdido y con los sentimientos encontrados. No supo reaccionar ni tampoco pudo. Acudían a su desordenada mente sus muertos anteriores: su hija Evangelina, y sobre todo su hija Eustaquia, primera muerte de aquel año en el pueblo. En aquella tarde fría de enero, seis días después de Reyes.
No podía ser. No podía ser. Otra vez no, Señor. – Imploró- en sus adentros.
La esperanza le iba animando. ¿Y si está vivo?- Se preguntaba más con el deseo que con la tozuda realidad.
Para aquel entonces, el tío Acacio y Justo, el maestro, el hijo del tío Eulogio y la tía Daniela ya habían tomado la iniciativa, se habían organizado en partidas y se habían mandado emisarios con yeguas, que a galope tendido llegasen rio abajo, hacia Fresno y a Pino para poner alerta a sus gentes, para que en el puente y el puerto de Fresno se montase guardia , por si acaso.
Patrullas de personas a ambos lados comenzaron un rastreo por las riberas del Nubis, ya bautizado Carrión. Que no quedase una zalde, chopa, ribero o lugar sin ver. Rio abajo y arriba, con insistencia. Cualquier mata, cualquier rincón, palmo a palmo, intensamente.
Un grupo de vecinos comenzaron a mirar bajo el puente y a intentar arreglar parte de la estructura hundida, con lentitud y esfuerzo denodado porque el rio “ se las traía”.
Pasaban los minutos desesperadamente lentos, pasaban las horas y no había novedades.
No había prisa por comer y nadie lo mentaba, el deseo por buscar al niño inhibía toda necesidad. Eran las tres de la tarde y nadie había abandonado la búsqueda, pero una cierta desesperanza se iba adueñando del corazón y el pensamiento de todos. Los hombres más fuertes y experimentados intentaban enlazar las dos partes del puente y mirar bajo sus restos rotos. Incluso se pensó en mandar aviso a Camporredondo para ver si era posible cerrar el pantano y una vez que bajase el cauce facilitar la búsqueda y todos pensaron en Constancio y su bicicleta. El único en el pueblo que la tenía por ser caminero.
El día avanzaba inexorablemente. Las primeras lamentaciones se habían llenado de rezos y súplicas a todos los santos: san Antón, santa Rita, san Antonio, la Patrona del pueblo y el cielo entero. Cada minuto se llevaba una esperanza.
Quedaban pocas ilusiones, por no decir ninguna, cuando unos minutos antes de las cinco, Justo, el maestro, divisó entre los amasijos de troncos, ramas y el agua unos trapos y lo que parecía un cuerpo semidesnudo.
¡Está aquí! ¡Está aquí! Corrió la voz más rápida que el agua impulsada por el viento y creció la agitación y la actividad para arrancar aquel pequeño cuerpo de entre los troncos.
Todos se fueron concentrando en la orilla y se oyó alguna voz maldiciendo el día en que por falta de una peseta, una sola peseta no se pudieron comenzar los trámites para construir un puente nuevo de hormigón.
A las cinco de la tarde todo el pueblo estaba allí, soportando la tragedia que se sumaba a la de la guerra en sus cansados corazones.
Don Andrés, el médico, al que alguien había llamado, certificó la muerte del crio y fue entonces, cuando en la retina del recuerdo de todo el pueblo quedó grabada para siempre la imagen del tío Fausto, padre , cargando , “a cuto” y al lado de su mujer, a su pequeño Fausto hasta casa. Calzada abajo fue con él casi todo el pueblo, otros en el puente seguían lamentando la tragedia y el pueblo entero se llenó de silencio, sólo roto por el lamento de la campana mayor, que ahora sí tocaba a muerto.
El Carrión robaba una vida más en Villalba, que por desgracia no sería la última.
Los histéricos vencejos, ajenos a todo dolor, y que acababan de estrenar la primavera, proclamaban a los vientos su reciente llegada al pueblo. Seguía la vida, a media voz, como en un pacto de respeto no firmado, pero cumplido.
Lejos, muy lejos de allí pero en el suelo de España los fusiles y cañones sembraban la tierra de otras vidas, en una guerra entre hermanos que no conducía a nada.
Placidia y Máximo viven aún hoy, con aquel recuerdo.












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