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Villalba de Guardo - Palencia

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17-03-11 08:39 #7303513
Por:delaheraluis

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LAS MANZANAS DEL TIO AMANCIO


Es cierto que aquel domingo de finales del verano, Claudio, el hijo del herrero, y sus amigos estaban ociosos, sin saber que hacer.
Por no tener, no tenían ni cuarterón para liar un cigarrillo. Y los “amarraos” se habían acabado en el estanco del tio “Chuchulin”, al comienzo del Caraminchón.
Hacía tiempo se habían saltado la prohibición de fumar. No tenían ideas que llevar a la práctica y eso que por fin se había acabado el permiso dado por el obispo para poder trabajar en domingo.
Eran muchas las faenas del verano como para respetar el descanso dominical y las norma religiosa de santificar las fiestas. Muchas faenas, muchas horas para poco fruto. El trabajo en casa de Claudio, el hijo del herrero, también aumentaba y muchas veces con urgencias.
-Tendremos todo el domingo entero sin nada que hacer- Habían comentado a lo largo de la semana. Y ahora que lo tenían, no sabían que hacer, ni como emplear aquel descanso del que disponían.
Habían pasado la mañana en misa. Escuchando el sermón de Don Eusebio. Alguno recordaba los tirones del pelo de la patilla, cuando siendo más niños les había cogido en alguna travesura o sin saber el catecismo. Después se habían acercado al Pericuete y la vieja tejera para desde aquel balcón natural sobre el río contemplar la vega y ver pasar la gente sobre el viejo puente de palos y, de vez en cuando lanzar alguna piedra hasta llegar al agua. Dejaban pasar el tiempo hasta la hora de comer.
Subieron por el camino de las tierras del Campo y de San Roque y al volver lo hicieron por la orilla del río. Aguantaron mucho en aquella pasividad, cosa anormal en ellos inquietos y traviesos por naturaleza. Ni siquiera algún grupo de chavales hizo que su nervioso ánimo despertase de aquel letargo. Algún que otro lagarto sorbiendo los últimos calores del año, o alguna pigaza tuvieron que huir apresurados al verlos. Hasta la trucha, grande y rubia del Pozón de la tía Lucía se escondió sigilosa cuando percibió sus sombras en la nata del agua. Esperaron un rato en silencio verla aparecer bajo el ribero y al no hacerlo, se volvieron a prometer de nuevo que algún día, aunque fuese con cal viva y en el estiaje del rio, la pescarían. Ya no recordaban las veces que habían hecho aquella promesa y las muchas veces que ellos y otros pescadores habían intentado engañar a aquel hermoso ejemplar que bien a gusto pesaba más de cinco quilos en el decir del tio Paulino, pescador experimentado como nadie en el pueblo. Aquella trucha, debía de saberse todas las artimañas del mundo porque nadie la pescaba. Solamente la que decían que había en la Presa del puerto la superaba en quilos y por ello en astucia.
José, el mejor pescador de los cuatro y el más experimentado, había vuelto a repetirles que para tener ese tamaño y peso debía de tener unos años y debía e ser endiabladamente lista para seguir viva.
-¡Qué merienda se darían el día que la capturasen! Con ella y unos rojos cangrejitos de los del Soto sería un festín.
Quedaron en verse después de comer, a eso de las cuatro, en la fuente del Caño y a esperar que les depararía la tarde porque con la noche no podían contar. Aún no habían ido a la mili, como el hermano de Juan y por tanto, no tenían libertad para salir de noche. Menos mal que a las fiestas de los pueblos vecinos les dejaban ir. A pesar de sus dieciocho años, solo eran mayores para trabajar.
En la solana de la era del tío Santos y a la sombra del negrillo dejaron pasar los primeros momentos de aquella tarde. Tenían el pueblo a sus pies y hasta ellos llegaban las voces de los hombres jugando en el Juego de bolos a ver quién tiraba más y se aproximaba al “miche” sin ahorcar.
Era ésta una de las pocas diversiones que se podían disfrutar las largas tardes del domingo junto a las cartas y el paseo con las mozas por Las Suertes o la orilla del rio. Los bolos al estilo de la montaña contaban con medias bolas y era una diversión más de casados que de solteros y de algún joven que llevaba la cuenta, que se escribía en el suelo o se acercaba a la cantina para traer el cántaro de vino y el escabeche del que todos daban cuenta en el transcurrir de la tarde. El regalo del chico; algo de escabeche y alguna perra gorda o chica de propina.
¡Oye!-dijo Antonio-¿Cuánto dinero juntamos?
Cada cual, buceo en lo profundo de sus bolsillos y fueron sacando las “perras” que tenían . Entre chicas, gordas y algún real no llegaban a dos pesetas. No eran muchas pero tampoco supieron que hacer con ellas.
-Bueno, yo tengo algo más,-dijo Claudio- pero eso no es para el fondo común. ¿Eh?
¿Y, cuánto es ese algo?-preguntó Juan
Metió mano en el bolsillo de atrás del pantalón y sacó su cartera. Los ojos de la pandilla se abrieron admirando aquella joya rojiza. De piel de toro, como les dijo Claudio, que su padre el herrero le había regalado para su cumpleaños y se la compró en la feria de Las Candelas de Guardo.
¿Esa sí que es una cartera!
¿Qué chulada!
¿Veis?-les dijo Claudio- aquí se pone una foto, sólo llevo una mía hecha el año pasado en la feria del Cristo y con el tiempo llevaré la de mi novia. En estos apartados se ponen los billetes; aquí los pequeños y en éste los grandes.
Parece una cartera de “señorones”-dijo alguien- aunque un poco flaca.
Algún día la llenaré de billetes grandes-respondió. La llenaré de billetes morados de cinco duros y de los verdes de duro que para ellos ya eran lo suficientemente grandes y raros como para verles a menudo.
Solo guardaba tres billetes de los pequeños de color marrón, es decir, de los de peseta.
Además tenía la cartera una pequeña ventana de “pesiglas” donde él había introducido un papel con su nombre y dirección, por si algún día se le perdía.
Aquella cartera, que a todos les había parecido tan bonita, sería la que les iba a traer de cabeza días después. El destino juguetón e imprevisible les iba a poner en aprietos.
Como la tarde declinaba y no había dado mucho de sí, aquella idea de José fue recibida con júbilo e impaciencia. Ir a coger las manzanas al tío Amancio era un reto y una travesura.
Muchas veces la habían hecho y en varios huertos habían entrado a lo largo de sus pocos años. Así que apenas se discutió, como otras veces, el cómo y el cuándo. Tan solo Juan planteó un interrogante.
¿Llenamos los bolsillos, o, algo más?
Después de un breve intercambio de pareceres decidieron coger, algo más. Tampoco mucho pero sí lo suficiente para tener que saborear algún que otro día.
Estaban aquel año los manzanos y perales de invierno preñados de frutos, de “bote en bote” “a reventar” como ellos decían. Era una hermosura contemplar la huerta, en todo su colorido. Brillando los frutos y llenos de color. Con aquel aroma, tan sugerente e incitador. Se les hacia la boca agua.
Algunos árboles tenían hasta horcajas puestas para que sus ramas no se tronchasen de lo cargadas que estaban. Quitar algunos frutos y aligerar de un poco de peso al árbol parecía más bien un deber de auxilio que otra cosa.
Muchas eran las personas que tenían huerta y dos de ellos, también. Pero aquellas manzanas ajenas siempre estaban mejor que las propias. Tenían además la atracción de lo prohibido y era el único reto que el día les había planteado.
No tenían otro, mejor ni peor y el día se iba.
Antes de ponerse en marcha, miraron la huerta y al contemplar los frutos, su boca se llenó de saliva y su estómago les envió un aviso de ansiedad y premura, Esta vez no tendrían que recurrir al truco de quitar el agua para aprovechar y mientras tio Gervasio iba a restablecerla de nuevo ellos aprovechar para cogerlas.
Bajaron por la parte de detrás de la era y dando un rodeo al juego de bolos se adentraron en la cuadra de Juan para coger un pequeño saco en el que depositar el fruto de su travesura y al no haberle pequeño decidieron atar las mangas de algunas chaquetas y almacenarlas allí. Salieron de la cuadra con sigilo encaminándose a cumplir su propósito.
Discutieron por el camino como llevar a efecto su “aventura” y la manera de organizarse. Quien entraba en primero por el agujero del arroyo del riego, afortunadamente sin agua y quien vigilaría mientras tanto. Por si las moscas.
Dieron una vuelta en torno a la huerta para observar el panorama y fueron sorprendidos por las primeras sombras de la noche jugándose a las “pajitas” el acuerdo anterior.
Claudio, cogió una larga hierba seca que partió en cuatro trozos desiguales. Les dio la espalda, y con los trozos igualados en su parte visible, se giró de nuevo y les dijo:
-La grande, guardia. La pequeña, entra el primero.
Cada cual cogió su trozo y fue comparándolo después. A él, le habían dejado la más pequeña y a Juan la vigilancia. Todo estaba dicho. Comenzaron a entrar según lo establecido. Ni siquiera percibieron que no les llegaban ya las voces del juego de bolos que había concluido.
A partir de ahora, ni una voz. Solo la señal, si hacia el caso.
El hueco del regato estaba sin obstáculos, por lo que el acceso no fue difícil. Ya dentro, revisaron la huerta y actuaron según lo acordado. Cada uno a un árbol, el que quisieran. Tirarían las manzanas y más tarde las recogerían entre los tres y a salir pitando de allí.
Con su agilidad de jóvenes, aquellos manzanos no presentaban mayores dificultades, y bajar, con un salto bastaba.
Fueron subiéndose a varios y tirando los frutos sobre la fresca hierba: Ya estaban recogiendo la cosecha, presurosos por salir de allí pitando, cuando de pronto sonó la contraseña convenida en caso de peligro. El canto que imitaba la lechuza que vivía en la cuadra de los “Señoritos” y que alguna noche les había dado algún susto.
Aquel uuuuh, uuuuuuuh, uh, uh, uh entrecortado en los labios de Juan les puso en aviso. Si volvía a oírse, salir con lo que tenían, y si era la tercera, zafarrancho y sálvese quién pueda.
Por si acaso se dieron prisa y cuando sonó el segundo aviso iban ya camino de la salida. Alguien llegaba a la huerta más deprisa de lo esperado. Puede que el amo o alguien que venía a lo mismo, como alguna vez les había pasado. El caso es que Juan se puso nervioso y por más que intentaba dar el tercer aviso, de su boca no salía más que un uh, uh, uh desinflado y opaco que en nada se parecía a lo convenido. Aquello no funcionaba.
Cuando José salió por el agujero, Juan estaba hecho un flan al horno y ni siquiera tuvo fuerzas para ayudarles a salir. Sacaron el jersey con el botín y ante el inminente peligro, Claudio que aún estaba dentro, se puso nervioso y sin pensarlo dos veces se fue corriendo a la otra esquina de la huerta. Apoyó un pie en un montón de tejas apiladas y como si fuese un gato. Saltó la tapia visto y no visto.
Se fue corriendo hacia los demás y amparados en las sombras de la noche ya cerrada, se fueron a la orilla del rio sin pensar en averiguar quién era el que se acercó.
Alguna manzana se perdió por el camino sin que se parasen a recogerla. Esperaron un tiempo prudencial y se dispusieron a probar aquel manjar logrado a pesar del susto y los apuros. Y entre mordisco y mordisco se intercalaban las risas y las bromas, sobre todo a Juan, al que decían:
A ver, imita a la lechuza.
Que graciosos, la próxima vez yo no vigilo y a ver como lo hacéis vosotros- respondió éste.
Después de un rato, cada cual cogió la parte del botín que quiso y escondiendo el resto dieron por finalizado el domingo.
La noche seguía sin luna pero el cielo estaba hermoso y limpio, solo la luz de las estrellas manchaba el azul oscuro de la bóveda celeste. El día se había salvado por fin con un poco de emoción.
Fue al irse a acostar cuando Claudio echó en falta un pequeño-gran detalle. ¡La cartera!
Dio un “respingo” desde la cama al suelo y comenzó ansioso a palpar su pantalón y toda su ropa. En dos segundos se certificó su incertidumbre. Había perdido su amada cartera. Aquella joya, envidia de sus amigos, orgullo propio y a la que profesaba un cariño especial y además con tres pesetas.
No fue capaz de pegar ojo en toda la noche y por más rodeos que daba a sus pensamientos y analizaba la tarde y la noche, siempre sus conclusiones acababan en un punto. En la huerta.
Jamás en su corta vida había deseado tanto que la noche durase tan poco.
Debía, al amanecer, con disimulo y prudencia, aprovechando cualquier excusa o rato de descanso acercarse por el lugar y probar a la diosa fortuna, a San Antonio y a todos los santos para ver si su cartera aparecía.
Que larga la noche. Aún no se filtraba claridad por las rendijas de su ventana y él, sin dormir nada.
El tío Amancio era un hombre madrugador. A la hora de la “cienda” ya estaba despierto. Subió a la cuadra a soltar sus vacas y antes de volver a casa pasó por la huerta a dar una vuelta y controlar sus frutos. Como en este tiempo cercano a la cosecha hacía, casi un día sí y otro también.
Aquella horcaja inclinada que divisó nada más entrar le hizo sospechar que había tenido “inquilinos” aquella noche. Revisó los frutales y fue haciendo recuento. No parecía que hubiese grandes destrozos y pocas eran las manzanas que había en el suelo. Certificó su sospecha la observación de que las caídas estaban sanas. Le habían robado. Revisó su huerta de arriba abajo, rincón por rincón, cada árbol. Y nunca hubiese imaginado el tío Amancio que la casualidad le fuese propicia en forma de cartera roja en aquel rincón de las tejas.
¡Vaya, no todo se ha perdido!-pensó
Quitó con su torpe mano de regordetes dedos la goma que la sujetaba y abrió la cartera en busca de respuestas.
¡Tres pesetas! No está mal, algo es algo-se dijo- para luego exclamar:
¡Vaya! ¡vaya! Que sorpresa. Esto no me lo esperaba yo.
Sus ojillos grises y vivarachos se encendieron con un brillo de satisfacción.
No tenía entre sus manos una bella cartera con bordes repujados y sus tres pesetas. Además tenía la foto y el nombre de uno de los que aquella noche habían osado ir a coger sus manzanas.
No me precipitaré-pensó. Debo meditar como actuar. Además de cobrarme las manzanas les debo dar un escarmiento que les dure hasta que vayan a la mili. Ya no son unos “chiguitos” para hacer lo que han hecho.
Cerró la puerta de la huerta y se fue a sus quehaceres cotidianos llevando en el bolsillo de su viejo chaleco aquel tesoro, y en su mente, un pensamiento de escarnio más que de venganza.
Claudio se levantó poco después que su padre y su madre con el mismo pensamiento con el que se acostó, por decir algo. En la primera oportunidad que tuvo, a eso del mediodía se acercó al lugar de la correría. Camino de la huerta rezó tres padrenuestros y unas cuantas avemarías en espera de fortuna. No había acabado de hacerlo cuando cerca de la huerta se cruzó con el tío Amancio.
¡Buenos días! -dijo Claudio
¡Buenos días! Le respondieron.
Aquella mirada, con algo de sorpresa mutua y falta de una cierta amabilidad, le hizo pensar que aquel encuentro, no era el de otras veces.
Éste ya sabe lo de las manzanas – se dijo Claudio internamente- seguro.
Éste va en busca de la cartera- presintió el tií Amancio. Menudo chasco
Algo va mal- pensó el uno.
Algo va bien- pensó el otro.
No había sido el saludo de siempre entre vecinos. Cierto que el tío Amancio, no era lo que se dice simpático, pero sí cumplidor, y serio en demasía.
Claudio comenzó a dudar entre seguir o volver. A pesar de todo se dio un paseo disimuladamente por “Las Suertes” y la orilla del río. Aún quedaban por el suelo restos de su aventura. Subió a la era del tío Santos y bajó por el mismo camino de la tarde anterior. Pero nada. Pesimista se volvió a la fragua e intentó disimular y asimilar su disgusto mientras se distraía en sus ocupaciones. Su pensamiento seguía dando vueltas a una misma cuestión...
Era jueves, cuatro días habían pasado y toda la pandilla estaba al corriente de la pérdida de la cartera y del peligro que podía suponer si se había perdido en la huerta. Cada día que pasaba era un buen síntoma para ellos. También el tío Amancio había pensado la lección que quería darles a aquellos mozalbetes “de tres al cuarto” y esperaba impaciente el momento oportuno.
Que se confíen, que se confíen-pensaba repetidamente.
No fue casualidad que aquella tarde del sábado a primera hora se presentase en la fragua. Sabía que ese día y a esa hora no solía haber nadie y los amigos se juntaban para hablar y planificar el domingo. Cuando se asomó a la puerta y vio a los amigos solos pensó:
¡Qué bien se me ponen las cosas!
¡Buenas tardes mocedad! – saludó el tío Amancio-¿ Se trabaja?
¡Buenas tardes! – respondieron ellos, para añadir Claudio. De momento no hay nada de trabajo
¡Oye! ¿no, se os habrá perdido algo hace unos días? – les dijo de sopetón.
Se miraron perplejos, presintiendo lo que les iba a decir.
No sabréis decirme de quién es esta cartera, ¿verdad?
Tragaron saliva y no se sabe cuantas cosas más. De pronto las palabras no querían salir de sus secas gargantas. Pero tampoco les dejaba mucho tiempo para responder.
La encontré el lunes en mi huerta. Es bonita y se me ha ocurrido imaginar que a lo mejor vosotros.
Endiablado viejo, cuantos rodeos y como debe disfrutar- pensaban los chicos.
No siga tío Amancio- dijo Claudio- Ya sabe que la cartera es mía, seguro- aseveró.
Sabía que era tuya, pero no todos tus compañeros de visita a mi huerta-respondió, cambiando el tono anterior.
Fuimos nosotros-dijeron los demás, casi a la vez y con valentía
¿Quiere que hagamos algo?- preguntó Antonio
Estaban pillados, sin salida, acosados, lo mismo que los lagartos que ellos cogían cuando eran críos para hacerles objeto de sus juegos. Ahora comprendían lo mal que los pobres animales debían sentirse en estas circunstancias.
¿Se os ocurre algo?
No sabemos, diga usted
¿Cuántas manzanas cogisteis?
Unos cuatro o cinco kilos-dijo Claudio con el asentimiento de sus amigos
Bien, pues preguntad a cuanto valen y me pagáis seis kilos. Pongamos que... para el próximo sábado a esta misma hora más o menos, me dais lo mío y os devuelvo lo vuestro.
Y sin darles tiempo a responder se perdió por la esquina camino de la huerta.
Sabían lo que tenían que hacer. Menudo aprieto y adiós ahorros. Mantenían la duda de si se lo habría contado a sus padres. Estaban seguros de que aún no lo había hecho, por dos razones; la primera porque no sabía quienes eran todos los intrusos – les dijo Juan, y la segunda porque en aquellos tiempos si lo hubiesen sabido ya habrían sufrido las consecuencias. Algún guantazo o a saber que más les caía encima.
Pero se equivocaban esta vez en su pensamiento y con el tío Amancio. No sabrían hasta años más tarde, ya casados, que éste había hablado con sus padres y estaban de acuerdo en la lección que se les iba a dar.
Tardaron toda la semana en juntar, a seis reales por barba, el dinero que costaban las manzanas, y no esperaron, por si acaso, a que fuese por la fragua a realizar el intercambio.
¿Qué malos días pasaron!
José y Claudio fueron la tarde del viernes, cuando estaba en la huerta a darle el dinero.
Sacó la cartera del bolsillo de su chaleco y se la devolvió. Claudio ni siquiera hizo ademán de mirar el contenido. Daba por sentado que estaba todo.
¿Qué árbol es el mejor de la huerta? Les pregunto de pronto el tío Amancio. Lo que les volvió a sorprender.
¡Aquel de la esquina! El de las royal gala– dijo Claudio- tiene las manzanas mas jugosas de toda la huerta. Y además, huelen de miedo, tienen un color rojizo increíble y brillan como la luna- asintió Juan.
Fue entonces cuando el viejo les volvió a dejar desconcertados.
Pues iros y coged algunas- ¡Ah! Y llevad a los amigos, y la próxima vez me las pedís y os las daré.
José le miró de arriba abajo y con una pícara mirada y en medio de aquel ambiente, ya distendido, le contestó:
¡Pero no estarán tan buenas como las de aquella noche!
Los labios del tío Amancio dibujaron una leve sonrisa y un brillo especial cubrió sus ojos.
Cuando contaron a los otros amigos lo que les pasó, no se lo creían, y menos aún que viniesen con manzanas para ellos. Los viejos tienen a veces salidas que desconciertan. Pero son lecciones que se comprenden con el pasar de los años.
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