Foro- Ciudad.com

Villaescusa de Haro - Cuenca

Poblacion:
España > Cuenca > Villaescusa de Haro
17-03-08 22:58 #760098
Por:Luz gonzalez

Historias: La curandera
La Hermana curandera.
Cantó un gallo y supo que eran menos de las cinco de la mañana, A esa hora se levantaba el vecino a echarle a las mulas y no se había oído aún ningún ruido. Lo más que podían ser, sería las cuatro.
Ya era imposible dormirse.
Se dio otra vuelta en la cama y se tapó hasta la nariz. El edredón le mantenía caliente todo el cuerpo pero la nariz la tenía fría. Cosas de la edad. Cuando era joven no le pasaba eso, aunque hiciera mucho frío todo el cuerpo se calentaba por igual. Y ahora ¡qué cosas! Estaba caliente pero a la punta de la nariz no le llegaba el calor. Lo mismo que los pies ¡lo que tardaban en calentarse! Se había hecho vieja sin darse cuenta.
¡Ay, la vida se le había ido en un suspiro! Se acordaba de como agradecía su madre la teja caliente al acostarse. Ahora ella también dormía con la teja en los pies casi todo el año y no sólo en los meses de más crudo invierno, como hacía antes.
Nada, que no se dormía.
En vez de contar ovejas, se puso a repasar las cosas que tenía que hacer: visitar al chico al que el día anterior le había colocado el hueso del brazo a ver como iba, A darle friegas de alcohol de romero al que le había vendado el tobillo, a masnar a la chica de la Julia que había tenido un dolor, a ponerle las sanguijuelas a la Blasa en la rodilla para que no le doliera el reuma….A ver si venía el buen tiempo y llegaban ya las avispas, nada como la picadura de estos animales para el reuma. Pero como no había…Algo había que hacerle a la Blasa para quitarle los dolores de rodilla. La impresión de las sanguijuelas, al menos la aliviaba de momento…
Siguió con un repaso de las mujeres que estaban a punto de parir en el pueblo. Podían llamarla a cualquier hora. Por eso tenía su cuarto con el ventanillo a la calle y cerca de la puerta de entrada. Antes de que levantaran el asa del llamador ya había oído los pasos que se aceraban por la cuesta. Muchas veces nada más llamar, estaba ya con el refajo y la chambra puestos esperando a abrirles.
-Que la Fulanita está de parto, que venga usted
- Veis calentando el agua. En un santiamén estoy allí.
Tenía el sueño ligero. También eso era cosa de la edad. Su hija, en cambio, dormía como una bendita y no se despertaba aunque aporreasen la puerta, eso que estaban en la misma habitación, una cama al lado de la otra. Algunas noches ni se enteraba de que habían venido a llamarla. Aunque al salir hubiera hecho ruido al tirar de la puerta. Cuando venía por la mañana con el pan fresco la tenía que llamarla para que se levantase a almorzar. Los jóvenes eran así. No tenían preocupaciones que les perturbase el sueño.
Ella sí.
Estaba preocupada aunque no había ninguna embaraza que estuviera a punto de cumplir, ningún trigo en la era al que amenazara la lluvia, ni ninguna cosecha por la que temer al granizo. Tenía una preocupación y no sabía lo que era.
A lo mejor, que su chica ya se estaba haciendo mayor. Era eso lo que le preocupaba. Se había jurado no hacer caso de habladurías de la gente. No podían evitarse, eso lo sabía, no podías impedir que cada cual dijese lo que le venía en gana. Era más sabio estar lejos de lo que pudiera hacerte daño. Cada cual con su lengua y cada cual con sus oídos. Hacer oídos sordos. No dar crédito a lo que no tenía fundamento.
A la gente le gustaba hablar por hablar…Pero ¿y si fuera verdad que su muchacha hablaba con uno? Se dio otra vuelta en la cama y la miró. Desde donde estaba, sólo podía ver el bulto de su cuerpo ovillado bajo las mantas. Podía oír su respiración. El oído, gracias a Dios, no lo había perdido.
Tenía 16 años pero parecía mucho más joven. Era como si tuviera doce de lo inocente que era.
No. No podían ser verdad las habladurías.
Seguía sin poder dormir.
Lo que fuera aquello, le seguía royendo ahí dentro. Intentaba quedarse durmiendo para ver si la almohada le decía algo.
¡Qué verdad era eso de consultarlo con la almohada! Muchas veces, cuando no sabía qué camino tomar con alguna cosa, lo había hecho y, como si no quiere la cosa, le había venido a la memoria algo, algún detalle, que le decía claramente lo que tenía que hacer. Y lo que le había estado rondando en la cabeza mucho tiempo, se resolvía de la noche a la mañana.
Por eso decidió no levantarse todavía. Tenía que saber de qué le venía aquella preocupación.

Se oyeron los ruidos de las mulas en la cuadra del vecino, el mozo que se levantaba a echarles de comer. Hasta oía remover la paja en el pesebre y mezclarla con la cebada. Se levantó y fue hasta la cocina. Revolvió en las brasas de la lumbre, apartó las cenizas que ya estaban frías, de las que todavía tenían algún rescoldo, y acercó a estas últimas el leño que había retirado a medio arder la noche anterior. Sopló con el fuelle hasta que salieron chispas y puso a calentar la olla del agua. Una olla negra de tres patas que no necesitaba trébedes para ponerla al fuego.
Recogió las cenizas con el badil y la escobilla de pelillo. Acercó la silla a la chimenea y se quedó esperando a que hirviera el agua, cuidando de la lumbre, echándole astillas de tea para que ardiera mejor y colocando la leña ardiente con las tenazas para hacer sitio al puchero del café. Era uno de los gustos que se permitía. Tomarse el café mirando al fuego mientras el pueblo se despertaba.
En seguida se oiría el ladrido de los galgos en los corrales, el cloar de las gallinas, el rebuzno de los burros y las voces de la gente mandando callar a los animales.
Después se sucederían las yuntas de mulas que salían a labrar los campos, los pasos de alguna mujer que madrugaba a amasar el pan y alguna canción mañanera de los mozos.
Solamente los panaderos se levantaban antes que ella. Alguna noche que estaba alguna mujer de parto, si habían necesitado agua caliente con urgencia, había ido allí a por un cubo. También cuando estaba nevando o lloviendo, si le pillaba de camino de vuelta, se había metido en el horno para guarecerse y calentarse un rato hasta llegar a su casa. Y ya se traía el pan de paso. En las casas en las que había pocos de familia no se cocía, se compraba el pan del día, o para dos o tres días.
Ella lo hacía a diario. A su chica le gustaba el pan tierno. Era verdad que se acababa antes. Si el pan era de un día para otro se comía menos y duraba más en la cesta. A ella le daba igual. Le gustaba de las dos maneras. Ponía las rebanadas a tostar encima de los trébedes o directamente en el suelo cerca de las ascuas. Así se lo comía, sin aceite ni nada, si acaso con un poco miel encima. Y si era domingo lo mojaba en el tazón de chocolate.

La hija tenía la desgracia de ser la única chica. Ningún capricho y todas las exigencias. Su madre sabía hacer bien todo y a ella no le salía nada a derechas. Se le caían los vasos de la mano si alguien la miraba, derramaba el aceite si le decían que tuviera cuidado de no derramarlo, si venía de la fuente con dos botijos, uno en cada mano, y notaba que alguien la miraba, tropezaba y se caía rompiendo los botijos. Lo único que había aprendido de su madre era a hacer ganchillo. Eso era lo único que hacía mejor que ella, pero porque su madre no tenía tiempo ni se ponía a hacerlo bien. Le gustaba más hacer punto.
Su madre tenía mucho genio. La quería, pero le tenía mucho miedo. Si se enterase de que tenía novio, la mataba. Pero no podía remediarlo. Es que no podía decirle que no. Las chicas de su edad ya hacía tiempo que tenían alguien que las pretendiera. Parecía que a ella eso no le iba a pasar nunca. Nadie se había fijado en ella y no le importaba mucho. “Es que eres muy cría”, le decían. A lo mejor por eso. Y porque sabía que su madre no quería que se echase novio. Siempre estaba con lo mismo, que los hombres solo servían para hacerle sufrir a una.


No quería que su madre se diera cuenta de lo contenta que estaba. Cuando venía de estar con él, para que no se lo notase, ponía otra cara. Se acordaba de cuando le dolían las muelas, o de cuando tenía la regla, o del día en que se le rompieron los botijos y su madre le gritó que era una inútil.
Si se enteraba de lo suyo si que le iba a gritar. No tenía más que imaginar lo que podría pasar si se enteraba, para que le cambiase la cara. Con el miedo que le entraba, se le iban las ganas de reír y cantar que traía.
Para el chico con el que salía no era ninguna inútil. Le había dicho que era la mejor chica del pueblo, que para él no había otra, que si le decía que no, lo hacía el hombre más desgraciado de la comarca, que quería formar una familia con ella…que ya tenían edad de pensar en esas cosas, que si sus madres no hubieran hecho lo mismo, ninguno de ellos hubiera nacido.
Ea, qué iba a hacer si el mundo estaba hecho así de esa manera.

----------------

¿Por qué tendríamos que venir al mundo de esta manera? No, si por eso dicen que Dios da mocos al que no tiene pañuelo para limpiarse y al revés. A ver ahora, qué iba a hacer su hija con una criatura en su vientre y el novio por ahí con tres años de mili por delante. Cuando quisiera acabarla, la criatura ya tendría tres años ¡Y eso contando con que volviera! O con que quisiera reconocer a la criatura.
Ella no se merecía este castigo que le daba Dios. Porque era un castigo. En estos tiempos de hambre, traer una criatura al mundo era un castigo y no una bendición de Dios.
Por lo menos en sus circunstancias.
Todavía tenía presente el hambre que habían pasado. El hambre fue lo que se llevó a su marido al otro mundo. La debilidad que tenía de no comer, nada más que eso.
Ahora que los chicos se habían casado, y que a ella la llamaban de muchas casas, gracias a Dios, se habían rehecho. Ya no pasaban hambre.
Pero las alegrías duran poco en casa del pobre. De esta desgracia era difícil reponerse. Si se lo hubiera dicho antes todavía, a lo mejor, podían haber encontrado algún remedio. ¡Pero a estas alturas!
Y mira que se barruntaba algo. Pero eso, no. En su hija, no. En cualquiera menos en ella. Ay, dios, que mal hechas estaban las cosas. Es que los hijos eran cosa sería, tenía que ser menos fácil hacerlos. No tenían que poder tenerlos nada más que gente con mucho conocimiento, no cualquiera, aunque no tuviera dos dedos de frente…
¡Ay, Dios, qué calamidad! Ahora tendría que buscar el pan para otra boca más. No, eso no se lo perdonaría a su hija nunca. ¡Ni a Dios tampoco!


El día del parto no llamó a nadie. Ella haría de partera. Puso la olla del agua a hervir en la lumbre como cada día. Y sobre las trébedes un cubo más. Estuvieron sentadas al lado del fuego, en silencio, su hija y ella, una al lado de la otra. Cuando veía los gestos de dolor en su cara, llevaba la cuenta de lo que duraban para calcular cuanto faltaba para que rompiera aguas.
De vez en cuando, la palpaba para asegurarse de que la criatura venía bien.
Ya bien de mañana, como el parto se retrasaba, fue a llamar a una vecina. No quería que si la criatura venía muerta, dijeran que la había matado ella. Sólo faltaba eso ahora
¡Las desgracias no vienen solas!
En la casa de al lado, sólo estaba una de las hijas, la madre había salido. Buena era.
-Hermosa, vente a mi casa que mi hija está de parto.
-Espérese usted a que venga mi madre.
-No puedo esperar.
-Es que yo no sé que se hace, yo no he visto ninguno.
- No tienes que hacer nada. Sólo mirar.
La muchacha estaba tan asustada que no se atrevió anegarse. La curandera le señaló una silla en frente de la cama en la que estaba echada su hija.
- Tú siéntate ahí y mira, nada más.
Después cogió a su hija, la obligó a levantarse y se la puso delante de ella en cuclillas. Le puso un pañuelo en la mano y le dijo:
-Toma, para que lo muerdas cuando te aprieten los dolores. Y no quiero oír ni un grito. Si has tenido valor para hacerlo, ahora lo vas a tener para parirlo. No quiero oírte ni una queja. Haberlo pensado antes.
La vecina, que era una cría entonces, cuenta que el silencio sólo se rompió cuando se oyó el llanto de la recién nacida. Que la abuela la sostuvo de los pies boca abajo, que le dio unos azotes y que la dejó llorando un rato para que se le limpiaran los pulmones.
Luego, siempre sin decir palabra, le cortó el cordón umbilical, la lavó y se la puso a su hija para que le diera de mamar.
Y que cuando ella se levantó para acariciar a la niña y para decirle algo a la madre que estaba llorando por lo bajo, la hermana curandera, muy seria y todavía enfadada, le dijo:
-Ahora ya te puedes ir a tu casa.

Puntos:

Tema (Autor) Ultimo Mensaje Resp
Historias: El pescado que llegaba al pueblo en la Edad Media Por: luz gonzalez 20-04-11 13:36
Pilar Ardao
1
La curandera 2 Por: Luz gonzalez 06-04-08 18:45
Luz gonzalez
0
HISTORIAS: EL VENTORRO Por: Ancarfama 02-04-08 12:00
AMAPOL
2
HISTORIAS: VACACIONES DE SEMANA SANTA Por: Ancarfama 17-03-08 14:17
Ancarfama
2
Simulador Plusvalia Municipal - Impuesto de Circulacion (IVTM) - Calculo Valor Venal
Foro-Ciudad.com - Ultima actualizacion:07/08/2020
Clausulas de responsabilidad y condiciones de uso de Foro-Ciudad.com