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Villaescusa de Haro - Cuenca

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España > Cuenca > Villaescusa de Haro
06-04-08 18:45 #794879
Por:Luz gonzalez

La curandera 2
Parte segunda
No quería tener problemas con el médico ni con la gente. Era buen hombre y la dejaba hacer, pero los tiempos habían cambiado. Ya no había tanta necesidad como antes, ahora cada cual pagaba su iguala y el que no lo hacía, si se ponía malo, no por eso dejaba de llamar al médico. Aunque luego tuvieran que echar días de segar gratis en su casa hasta pagar la consulta.
Le tenían más fe que a ella y era normal. Por algo tenía estudios. Ella no se metía. Si lo llamaban a él primero, mejor que mejor. A ella acudían cuando el médico les decía que para lo suyo no había remedio. O cuando consideraban que lo que tenían no era tan importante como para pedirle una visita. Por ejemplo, un mal de estomago, que muchas veces se curaba simplemente con infusiones de hinojo. Y si no cedía con la infuión, poniéndole encima una compresa caliente de harina de linaza amasada en leche.
Para el reúma tampoco iba la gente a molestar al médico ¿para qué si eso no tenía cura? Ella les remediaba el dolor con fricciones con ortigas. También eran buenas las avispas, pero había que tener mucho cuidado. A veces era peor el remedio que la enfermedad. Tenía que pensar en todo y usar remedios que no pudieran echarle la culpa si empeoraba la persona enferma. Porque eso sí, si había mejoría era por las medicinas del médico pero si empeoraba era por culpa de ella.
¡Hala, que se atiborraran de pastillas si querían! Que se dejaran los cuartos…Ella había curado siempre la fiebre con infusiones de borraja pero ahora se tomaba pastillas hasta para eso.
Antes de que viniera la aspirina al pueblo, las hierbas se usaban para todo. En torno al tronco de árbol, en el patio, tenía muchas hierbas a secar. Otras las tenía en la cámara, colgadas de las vigas en gavillas, o bien en saquitos de tela, guardadas en un arca de madera. Además de las plantas, tenía guardados allí otros remedios: amuletos protectores de los animales, bolsitas para hacer higas que ahuyentasen el mal de ojo y castañas secas pilongas.
Fuera tenía los ajos, al lado del espliego, para que no oliese.
Su olor era tan fuerte que ahuyentaba otros olores, todavía peores que producían las supuraciones, por eso los usaba muchas veces.
Estas cosas era para lo que más la llamaban ahora, para que les quitara el mal de ojo, para que les curara un orzuelo o que les rezase las verrugas y se cayesen.
Eso, si no resultaba el curarse ellos solos. El dolor de muelas, decían que se quitaba poniendo sal en una piedra en un camino y cubriéndola con otra encima. Si alguien pasaba por allí y le deba por tirar al suelo esas piedras se llevaba consigo el dolor de muelas y el que las había puesto se quedaba libre de dolores.
Ella los dejaba hacer, no les decía ni que sí ni que no. Porque la creencia curaba a algunos. Pero también les aconsejaba otros remedios, por ejemplo, que tomaran vino o aguardiente para adormecer la muela.

Las enfermedades de la mujer se curaban con una teja caliente en el vientre y si era una infección con ajo crudo…Había hierbas también: la ruda para evitar los embarazos. Los lavados con vinagre. Había muchas cosas, pero que llamaran al médico. Para eso le pagaban ¿no? Que fuera él, el que las viera. Las cosas graves para el médico. Ella, con su edad, solo en las que no hubiera riesgo. O cuando el riesgo ya no importara porque los médicos hubieran desahuciado al enfermo.
Como a su hijo, al hijo de su alma y de sus entrañas, que lo habían traído a morir al pueblo. El médico lo había mandado al hospital a Cuenca y allí lo habían tenido varios días sin poderlo curar. Lo trajeron en una ambulancia para que se muriera en su casa, con su familia. Y ella estaba allí con él, día y noche al lado de la cama, oyendo como hablaban de llamar al cura para que le diera la extremaunción. Y se dijo que no podía estar allí de brazos cruzados viendo como se moría. Que el cura rezara, que ella iba a hacer lo que sabía. Se trajo el aceite de oliva y cuando se quedó sola con su hijo le palpó el bulto que tenía allí en la barriga y se puso a “masnarle” aquello. Un día y otro día, mientras los demás esperaban que doblasen las campanas a muerto. Y aquello empezó a reducirse. Cuando venía su nuera a lavarlo, encontraba bolillas negras con pelusa, como cagarrutas enmohecidas, que salían de su cuerpo. Hasta que una mañana, cuando amanecía, le pidió a su mujer agua. Y además de agua le dieron caldo. Desde entonces ya le daban, poco a poco, cosas más sustanciosas hasta que revivió.
Ya ni llamaron al cura ni al médico.
No se lo podían creer.
Le preguntaron que como es que lo había curado y ella dijo que era cosa de Dios, que ella sólo había puesto la mano pero que era él quien lo había curado, ¿Quién si no?




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