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Villaescusa de Haro - Cuenca

Poblacion:
España > Cuenca > Villaescusa de Haro
15-01-08 11:33 #640582
Por:Luz gonzalez

Historias de la vida cotidiana. Manuela
Manuela

El patio blanco con olor a cal. A la sombra de la higuera una silla. Manuela está sentada en ella mirando a la calle por la puerta que tiene abierta de par en par. La muleta en la que necesita apoyarse para andar la tiene al lado, sujeta contra el tronco de un rosal.
Es por la tarde, vengo de la piscina y me saluda. Se pone ahí en la puerta para ver pasar a la gente. Me siento con ella un rato.
-Ay hermosa, que mala he estado este invierno. No me quería levantar.
-Pero ¿por qué?
-Me dolía todo el cuerpo y estaba tan sola. Le pedía a Dios ¿Por qué no me llevas? ¿Qué hago yo aquí ya? Porque tengo ya 89 años y todos se me han muerto.
-Viene una vecina y se pone a barrer el patio.
Cae un higo mientras hablamos. La Manuela le da con el bastón y dice con pena:
-Están malos
Siguen cayendo los higos.
Ahora hablamos las tres. La vecina, Benita, recoge el montón que ha acabado de barrer, guarda la escoba y el cogedor y se sacude el mandil.
- Sácate una silla- le pide la Manuela
- No, sí me voy.
Se saca del bolsillo un huevo.
-Toma, de tus gallinas
-Anda, anda, llévatelo
-Mujer, es de tus gallinas.
Como no lo quiere se lo mete otra vez en el bolsillo y me explica:
-Es que tengo cuatro en su corral y ella ya no pisa por allí. Yo le echo las cortezas de melón ahora en verano y las sobras de comer. Son cuatro huevos los que ponen.
Yo también le pido que se quede y se queda, pero sin sentarse. Pregunto:
-¿Cuándo has sido más feliz Manuela?
-Cuando vivía mi marido.
Es la vecina la que me cuenta como se casó:
-Venía de lavar la ropa de los Barrancones y Leopoldo la espiaba. Era como mi Julián, no se atrevían a hablar mucho. Pero ese día le salió al encuentro, le dijo:“Estoy hecho un desgraciao, estoy solo, no tengo quien me lave”. Y se casaron porque la Manuela era una buena persona.
-Ea, qué iba a hacer.
-Pero no te casarías sólo para lavarle la ropa. Algo te gustaría.
-Pues sí.
- Ya le habrías echado el ojo.
-Sí, sí.
-Y fueron muy felices – dice Benita - porque la Manuela ha sido muy buena con él. Y por eso tiene que tener ella un buen final.
Se le escapan las lágrimas y mientras se saca un pañuelo del bolsillo para secarse los ojos, se queja:
- ¿Qué más final que 89 años?
-Está sola. Y no se quiere ir a la Residencia. Ya estuvo en una en Montalvo y se vino. A la del pueblo no quiere ir. Yo le digo que iba a estar mejor.
-Y si ya no te vales por ti misma te llevan a otra de otro pueblo. Que me lo han dicho a mí, que luego te llevan a la de Motilla. Yo, para eso, me quedo en mi casa. Ya habrá alguien que me ampare...
No sé que haré este invierno. Si la Nieves quiere hacerme la comida, yo me quedo en mi casa.. Todavía puedo valerme. Me lavo las sábanas. La Nieves me dice: “Pero mujer, ¿por qué no me dejas que lo haga yo?”, pero mientras pueda hacerlo yo, mejor que mejor.
-¿Cómo fue tu boda?
-Pues eso, que la hermana Jacinta que la quería bien le habló al Leopoldo de la Manuela.

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Pasan los días del verano. Unas veces es Manuela la que empieza a contarme su vida cuando me paro con ella en el camino de la Cucerrá. Otras, soy yo la que pregunta. Hay recuerdos que le gustan más que otros porque los trae a la conversación una y otra vez, cambia algún detalle nimio pero lo fundamental se repite. Su boda, por ejemplo, o las pruebas que la gente le ha ido poniendo en su camino para ver si era honrada y que ella ha ido superando. Así ha llegado a los noventa y muchos, “pobre pero honrá”, como muy dignamente se declara.
En estos últimos años hemos mantenido varias conversaciones. Cuando se inauguró la Residencia o Casa Tutelada (casa titulada, como la he oído nombrar), Manuela fue una de las personas que la inauguró. Al fin se había decidido a entrar. La visité allí varias veces. Parecía contenta y se la veía muy cuidada.
-Ves Manuela que bien estás aquí.
- Me gusta más mi casa.
- Pero si tienes tu habitación, tan caliente y tan limpia.
-Sí, para el invierno está bien.
Al principio parece contenta. Creo que se alegra de que hayamos ido a verla pero de repente se pone a llorar.
- ¿Qué te pasa Manuela? No llores.
- Ay, es que lloro porque me acuerdo de mi hermano.
- Pero si hace mucho tiempo que se murió.
-Ay, ay, si es que no sabía que estaba muerto.
-¿Cómo? ¿es que no te acuerdas que Francisco se murió hace ya más de diez años?
- Anda, tonta. Si es otro hermano.
- ¿Tienes otro hermano?
- Sí. Y lloro porque no sé si está vivo o se ha muerto…
- A ver ¿cómo se llama tu hermano?
- José, se llama José.
- Y el apellido ¿te acuerdas del apellido?
- Pues claro. ¿Como se va a llamar? Es Alcañiz como yo.
- Bueno. Pues si me dices dónde vive a lo mejor podemos ver si vive.
- En Val en la calle Carlos Carlos…
- ¿Y tiene familia? Porque con esos datos, Manuela, es muy difícil localizar a nadie, calle Carlos Carlos suena muy raro. ¿Y Val, el pueblo?
-Tiene una hija, mi sobrina.
-¿Cómo se llama? ¿Te acuerdas?
- Sí, se llama Madona.
Naturalmente las que la escuchábamos sospechábamos que se estaba inventando el nombre o que sus recuerdos le estaban jugando una mala pasada. Aún así se me ocurrió hacer una prueba. Puse esos datos en Internet y ¡Sorpresa! Existía una persona con ese nombre y apellidos que vivía en Valls un pueblo de Cataluña. La dirección era otra pero venía hasta su teléfono. La llamé y supe que su padre, el hermano de Manuela había estado enfermo pero ya estaba bien. Por eso llevaba tiempo sin llamar por teléfono.

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La siguiente historia que me contó Manuela hay que situarla en el contexto de la época para poder comprenderla. Había terminado la guerra y las ilusiones se habían roto. El mundo volvía a ser lo que era. Los ricos habían vuelto a ocupar sus casas y los pobres habían vuelto a las suyas. La escasez de alimentos era aún mayor que antes. Ya no se mataba una oveja ni siquiera una gallina porque apenas quedaban. Tener una llueca era una fortuna.
Manuela seguía haciendo lo de siempre: servir. Su ama, la Jacinta, le tenía confianza, por eso le encargaba que recogiera los huevos. Y por eso también, porque le tenía confianza, le encargaba que los fuera a vender. Un día, en un rincón del corral, encontró un verdadero tesoro: un nido olvidado de más de una docena de huevos. Se lo dijo a la Jacinta y le dio permiso para que los vendiera en la tienda pero cuando estaba allí, un huevo se rompió y apareció un pollo. Como ya los tenía vendidos el que los había comprado no se los quería devolver,
- Entonces valían más, porque, a ver, siempre vale más un pollo que un huevo.
El de la tienda le puso el dinero encima del mostrador. Pero nada, ella no quería coger el dinero. Al final tuvo que hacerlo porque los huevos, con el pollo adentro, no se los devolvían. Así que se volvió a donde la Jacinta y le dio las pesetas que le habían dado y la Jacinta no tuvo más que conformarse. Confiaba en ella.
Le vendía el suero de la leche que quedaba de hacer el queso y allí tenía siempre el dinero exacto, porque a pesar de toda el hambre y toda la miseria nunca perdió la honra y sólo se quedaba con lo que le daban. Eso lo sabían todos en el pueblo. También Polo que acababa de llegar de la guerra y se había fijado en la Manuela.
-Fue la Jacinta que te tenía fe y le habló a Polo de ti, dice la vecina.
-Ah, pues eso no lo sé. A mí no me dijo nada.
-¿Cómo fue que te casaste con él ?
-¿Se lo cuento yo Manuela? Me lo has contado muchas veces.
-Bueno.
La cara se le ilumina mientras escucha el relato, sonríe y hasta parece que se ruboriza un poco, no sé si de sus recuerdos o de qué hablen de ella.
-Venía de lavar de los Barrancones y Leopoldo estaba escondido entre el carrizo. Cuando llegó al sendero le salió al paso y le dijo: Mira Manuela. Estoy solo hecho un desgraciao. Así no puedo vivir. No tengo quien me lave. Si no me quieres no sé que va a ser de mí. Y la Manuela ue tiene un corazón muy grande…
-Ea, ¿qué iba a hacer? Me dio lástima.
- ¿Te casaste porque te daba lástima?
-No, eso no.
-¿Lo querías? -Claro. Y cuando estuvo enfermo lo cuidé. Nunca ha podido tener una queja de mí. - Eso es verdad- corrobora la vecina.
-¿Cómo fue tu boda?
-Fuimos a la iglesia y nos casamos
-¿Quién te casó?
-Pues el cura.
-¿Don José?
- No, el de antes. Don Joaquín. Don Joaquín me quería mucho porque decía que yo era muy honrada. Su hermana me había mandado a llevarle el almuerzo y me dio un hatillo con dos magdalenas. Yo, ni lo abrí. Le llevé las dos magdalenas y le dije: “Que su hermana me ha dado esto para que almuerce” . El cogió y me dio una. “Toma, para ti una, porque has sido muy honrada y no te la has comido por el camino”.
Yo siempre he sido honrada. Cuando trabajaba en la casa de Manolo el secretario una vez me llamó a una habitación y había un montón de dinero encima de la mesa. El se salió y me dejó sola con todo aquel dinero. Yo salí y le dije: “Oye, sinverguenza, ¿qué? ¿qué me has puesto a prueba? Pues sabe, que yo en mi vida he cogido lo que en o es mío. En ninguna casa en la que he trabajado, Oyes. Nadie puede decir ni esto de mí.
- Es verdad. Y lo buena que has sido con tu marido.
- Estaba tan malo el pobre mío. No lo podía ni levantar. Se murió y yo me quedé sola.


Mi tío Gonzalo me ha contado la vida tan dura que tuvo Polo antes de conocer a Manuela.
Estaban haciendo la carretera de Rada y todos los que no tenían trabajo en el pueblo iban allí a la carretera a picar piedra. Se hacía a mano, con un pico a fuerza de golpes. Allí estaban todos los que habían venido de la guerra. Entre ellos Polo.
Después de todo el día trabajando paraban una media hora para comer el bocadillo y echar un cigarro. Los que no tenían para almorzar esperaban allí a la orilla a que los otros terminaran de comer para volver al tajo. No tenían ni un mendrugo que llevarse a la boca. “Yo era un chico y aquello me impresionó. Esos hombres, trabajando tan duro y sin comer en todo el día”.

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Los días del verano pasan deprisa. Las mañanas las pasa Manuela sentada en su patio y por la tarde sale a andar un poco. Va despacio, apoyada en su bastón o en la muleta, y se sienta en un banco en la puerta de la piscina. Los chicos pasan a los columpios, la gente pasea y se paran a hablar con ella.
En invierno es más triste. En invierno el tiempo pasa más despacio, las noches son más largas y no puede salir a la calle. Será por eso por lo que al final decidió irse a la Residencia. La pena es que la cerraran tan pronto y tuviera que volverse otra vez a su casa. Cuando estaba allí, las veces que íbamos a verla le gustaba hablar del pasado, de cuando era feliz en su casa, con su marido:
-Al Leopoldo no lo quería su cuñada. No tenía madre ni padre. Había venido de la guerra y no tenía nada. Se acostaba en la banca con una manta del campo y no tenía muda ni nada.
Cuando me casé el Gobierno me dio 15 pesetas y le compré dos camisas. Con una peseta compré dos sacos de la harina y le hice dos calzoncilllos. Lavé los sacos, los corté y mi vecina la María me los cosió a la máquina. Cuando nos casamos, le daba vergüenza porque no tenía muda, y yo lo sabía, así que le dije: Toma, múdate. Y se puso más contento...¡Ay qué contento!...
(Transcurren silencios entre los recuerdos. Te mira, para comprobar que la estás escuchando y continúa) Fue un buen hombre... Se portó muy bien con mi hermano. ¡Porque lo que yo he sufrido con mi hermano con la bebida!
Luego dejó de beber y le dio por comer. Comía mucho, no tenía hartura.
Venía y decía ¿qué hay para cenar? y yo le decía; sopa de aire. Y me preguntaba ¿cómo es esa sopa?
Mi marido le decía pero si ya hemos cenado, pero él se despertaba por la noche y tenia que comer. Le echábamos merienda...y se acostaba en la casilla que tenemos. Por la noche cortaba del tocino que teníamos colgado y Leopoldo le decía: Ten cuidao no vayas a caerte. Y decía : Si no me caigo, me agarro del cuchillo y no me caigo.
Era listo Francisco. Normal no era, pero tenía mucha memoria y era bueno.
Una vez estaban haciendo cuentas en el Ayuntamiento Manolo, el secretario, con otros hombres. Francisco los oyó y les dijo: Eso no es así, es así, así y así...
Y luego Manolo le dijo: Pues sí, es así como tú decías.
Se iba con Luis, le cantaba el gori, gori y Francisco con la chispa se hacia le muerto.
Tu padre le dijo una vez: Esta chico, por tu hermano lo decía, este chico se parece a ti, Francisco.
Y él no le decía más que “Se lo voy a decir a la Catalina, como digas eso verás, se lo voy a decir a la Catalina y se va a enfadar”.
Es que tu padre tenía unas cosas... Cuando lo veía por el bar y le decía: anda Francisco mira mi chico qué cabeza tiene, grande como la tuya. Y mi hermano contestaba: Anda, anda, no digas eso por la puerta el Cerezo que me vas a buscar un lío.. Anda, anda, no digas eso donde te oígan, que se va a enterar tu mujer.
Le tomaban el pelo y él no se enfadaba.

-¿Cómo fue la guerra, Manuela?
-Pues muy mala, mucho miedo y mucha miseria. Se oían los aviones...
-¿Y tu marido fue a la guerra?
-Claro y estuvo en Francia con su batallón pero luego vino y como no había hecho nada malo no le hicieron nada. Aquí no mataron a nadie
-Pero hubo muertos, los hijos de la hermana Fili.
-Pero eso fue en el frente, después aquí no mataron a nadie, no como en otros pueblos. Algunos estuvieron en la cárcel, eso sí.
Y en la guerra estuvieron todos: Dionisio el de la Carmen, Mario… Mis hermanos eran pequeños y no les tocó. Leopoldo pasó mucha hambre, le daban u n pan para cuatro para todo el día. Tenían hasta piojos. Y pasaban mucho frío...y enfermedades. Aquí tampoco teníamos mucho.
Antes era otra cosa. En casa de mi abuelo si se vivía bien, mi abuelo era veterinario, mi padre no lo conoció se murió antes...
Mis padres no tenían mucho dinero, me pusieron a servir a los doce años en casa de la Jacinta Pinedo. Me ensañaron a hacer queso y lo hacía con ella. Vendíamos el suero y no me quedaba con nada, porque siempre he sido honrada. Juntaba los dineros y venía Luis y se lo daba. Tampoco tenían ellos de sobra. Lo justo. Vendíamos los huevos, la leche, el queso. Y me querían mucho. Luego ella se casó con Arsenio y se fue a vivir a Belmonte y yo me casé también.
Desde que me casé con Leopoldo, iba al campo con él. Teníamos dos borriquillos y ocho hectáreas de tierra. Iba a escardar en lo mío y luego de jornal a la Poveda. Íbamos andando toda la cuadrilla y cuando llovía nos metíamos debajo del puente, nos calábamos hasta los huesos. Una vez salí de debajo del puente al oír un camión para que nos trajera al pueblo, porque llovía a cántaros. Paró y salimos de debajo del puente los veinte de la cuadrilla y el del camión dijo; ¿cómo voy a llevaros a los veinte? pero lo hizo. Nos montamos atrás y subimos todos.
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