Los romances de Carolina y Antonia Geijo, y de Dolores Fernández Los romances de Carolina y Antonia Geijo, y de Dolores Fernández, en Val de San Lorenzo En 1973, como consecuencia de un curso de doctorado sobre "Métodos de investigación y análisis sobre el Romancero", impartido por Diego Catalán en la Universidad Complutense de Madrid, se organizó una encuesta colectiva, junto con otra, de carácter particular, realizada por el profesor Jesús Antonio Cid. Ambas encuestas hicieron patente la conveniencia de resucitar la actividad recolectora de romances, antes de que los últimos representantes de la cultura rural tradicional se llevaran consigo a la tumba el saber heredado de sus pasados. El interés que aún podía tener la exploración de la tradición oral, amenazada por las transformaciones sociológicas del campo español, vino a ponerse poco tiempo después de manifiesto a través de algunos hallazgos fortuitos de romances de extrema rareza en el conjunto de la recolección del siglo XIX y primera mitad del XX. Uno de esos hallazgos tuvo precisamente lugar en el pueblo maragato de Val de San Lorenzo (León). Alicia Redondo, ayudante en el departamento de Literatura española de la Universidad Complutense de Madrid, pidió asesoramiento para un grupo de estudiantes de historia sobre técnicas de recolección de etnotextos, y Jesús Antonio Cid respondió a su petición proporcionando a los futuros encuestadores unas instrucciones elementales. Como consecuencia de ello, los estudiantes Juan Antonio Sánchez Belén y Dimas Mazarro recopilaron una abigarrada colección de romances, coplas líricas y religiosas de la Maragatería, y en medio de ese centón de manifestaciones poco valiosas de la poesía popular una espléndida versión del romance de El traidor Marquillos, recogida el 21 de marzo de 1975 en Val de San Lorenzo. Este extraordinario y casual hallazgo sorprendió al profesor Cid, cuando revisó los papeles de la colección Sánchez Belén / Mazarro, y en cuanto le fue posible se acercó a Val de San Lorenzo para grabar una nueva recitación, que aportaría variantes de interés (7 de septiembre de 1975). La cantora de este romance, Carolina Geijo Alonso, entonces de 84 años de edad, y su familia constituían, como ha señalado el profesor Cid, «una verdadera institución etnográfica para todo lo que atañe a usos y costumbres maragatas». Carolina y su hermana Antonia habían sido anteriormente entrevistadas por Esteban Carro Celada. Dolores Fernández Geijo, hija de Carolina, contribuyó asimismo, en plena juventud, al Cancionero leonés de Mariano Domínguez Berrueta (1941), y toda la familia ha proporcionado datos a doña Concha Casado en el curso de sus investigaciones sobre el traje, las joyas y la artesanía popular de León, especialmente de la Maragatería, amén de otras informaciones que han ofrecido a un gran número de profesores, investigadores y etnógrafos, entre los que se encuentran –además de Jesús Antonio Cid– los hermanos Esteban y José Antonio Carro Celada, José Manuel Fraile, Joaquín Díaz, José Luis Alonso Ponga, Mercedes Cano, Serafín Fanjul, Manuel Garrido, Odón Alonso, los escritores Luis Alonso y Conrado Blanco, etc. De este modo la casa de Carolina y de su hermana Antonia, así como el precioso telar conservado en casa de Dolores Fernández, se convertirían, no sólo en centro de peregrinación de etnógrafos, sino también de colectores de romances. Carlos A. Porro Fernández escribe: «Estas excelentes cantoras fueron grabadas por García Matos para la Magna Antología y posteriormente por muchos investigadores y etnógrafos. El Val de San Lorenzo, y en concreto esta familia, ha sido una referencia imprescindible para el estudio y conocimiento de los cauces de la tradición» . Cualquier momento, sobre todo cuando llegaba alguna visita para ver el famoso telar manual de las abuelas, era ideal para recitar un romance o cantar una canción. No obstante había que preparar el terreno, hablando previamente de las costumbres populares y animando a que cantaran. Lo mejor era tener una idea, aunque fuera muy somera, de algún canto o romance, y después insinuarles el tema o, al menos, la letra de algún verso. Lo demás venía seguido y lo ponían ellas, manifestando los conocimientos que tenían en este campo y que, a su vez, habían aprendido de sus antepasados por tradición oral. Cuando he hablado de estos temas con mi madre, haciendo que afloren sus recuerdos de niña, me cuenta que ella dormía con las abuelas y que, por las noches, mientras hilaban a la luz del fuego en los típicos filandones (3), ellas recitaban romances, cantaban, bailaban y contaban historias. El trabajo de mi familia ha girado en torno al telar y a la lana, haciendo mantas, hilando, urdiendo, cardando… Esta labor rutinaria provocaba el chismorreo, el canto y los romances –o fragmentos de romances– recitados. Así fue como aprendieron ellas los romances, en las horas de trabajo y a base de oírlos, de memoria, sin texto escrito. De ahí que, cada vez que recitaban alguno, aparecieran ligeras variantes en las expresiones, que para nada afectan al contenido de los mismos. Sin duda se puede afirmar que Carolina fue una verdadera institución que desempeñó el papel de memoria histórica del pueblo de Val de San Lorenzo. Recitaba romances y contaba historias de cuando los moros vivían en la región o de cuando los generales de Napoleón pernoctaron en casa de su abuelo. A ella se debe la primera versión castellana moderna del romance de El traidor Marquillos. En el verano de 1979 Carolina se convirtió en poco menos que celebridad nacional al ser entrevistada en un programa de divulgación folklórica de la Televisión española. No sólo será recordada como romancista y tejedora –buena parte de su vida la dedicó a trabajar en el telar manual de la familia, fabricando mantas de pura lana–, sino también por haber sido la última mujer en el pueblo que habitualmente vestía de maragata, con el manteo negro. Carolina y su hermana Antonia fueron inseparables, hasta tal punto que las dos nos dejaron el mismo año, en 1986. Ambas fueron galardonadas en 1974 con la Medalla de Artesanas Distinguidas. Resulta difícil hablar de la una sin mencionar a la otra. Yo siempre las recuerdo juntas: a Carolina diciendo refranes a propósito de cualquier tema de conversación, y a Antonia cantando con su torrente de voz. Las dos eran un pozo de sabiduría popular, un archivo viviente de refranes, canciones y poemas populares. Cualquier palabra en su boca, por muy grosera que a nosotros nos pudiese parecer, era cultura y sabiduría popular. José Antonio Carro Celada, en un artículo publicado en 1982 en El Faro Astorgano, escribía lo siguiente: «Carolina y Antonia son las abuelas mayores de la artesanía maragata, conocen todos los secretos de la urdimbre, la lana y el tinte, y poseen lo que yo llamaría una cultura de filandón, de velada invernal con aullidos de lobo en el último corral del pueblo. Porque, ¿qué no sabrán Carolina y Antonia? Yo las he oído alguna noche, con el brasero a los pies, recitar romances como los que recogió Pidal, espolvorear de refranes la conversación y salpicar con sabrosos latines sus coloquios. Carolina y Antonia pertenecen a la galaxia oral. Son dos artesanas soñolientas que han entregado su relevo a Dolores, la artesana mayor de la Maragatería». Dolores, que heredó estas costumbres y dones de su madre Carolina y de su tía "Toñica" (Antonia), ha sido una persona relevante en la Maragatería, no sólo por la conservación de las tradiciones maragatas, sino también por la promoción que de las mismas hizo a lo largo de toda su vida. Del mismo modo que supo mantener un telar manual muy antiguo para la fabricación de mantas, retando así a la mecanización de la industria textil, conservó y difundió el folklore maragato, participando en festivales nacionales e internacionales, grabando discos y entrevistas para la radio e incluso para la BBC. Recuerdo, aunque vagamente, la primera vez que tuve ocasión de salir en TVE con mi abuela Dolores: fue en mayo de 1976; yo contaba cinco años. Mientras mi abuela tocaba la pandereta y cantaba canciones tradicionales, yo empezaba a dar mis primeros pasos en el folklore tocando las castañuelas. Posteriormente, en 1979, participé con ella en la grabación del disco Teleno: ella cantaba "La Peregrina" y yo la acompañaba tocando las castañuelas, hecho que volvió a repetirse en 1982, cuando volví a aparecer con ella en la grabación del disco Folklore Maragato. Dolores fue la versolari del pueblo. Su voz y su pandereta –como antes fueron las de Carolina y Antonia– resuenan en el mundo entero. Todo ello le ha valido el reconocimiento de multitud de personas y autoridades que han sabido valorar su talento y homenajearla por su trabajo. Durante el curso 2000-01 tuve la ocasión –también la dicha– de cursar la asignatura de Literatura Española II, en la Universidad Complutense de Madrid, con el profesor Jesús Antonio Cid, que fue quien me informó sobre el hallazgo del romance de El traidor Marquillos en Val de San Lorenzo y la importancia que esta versión tenía por ser la primera versión castellana moderna, recogida a mi bisabuela Carolina, como he apuntado anteriormente. Este hecho afortunado me llevó a valorar el caudal poético que poseía mi familia –mi bisabuela Carolina, su hermana Antonia y mi abuela Dolores, que tantos romances recitaban– y que, hasta ese momento, había pasado desapercibido para mí. Desde entonces me he interesado con ahínco por el tema de los romances, un tema que me ha apasionado aún más, si cabe, desde una ponencia que dio en la Universidad Complutense el profesor José Manuel Pedrosa, recopilador de romances y uno de los mejores estudiosos en este campo, y a quien debo el ánimo para la realización de este artículo. La colaboración de mis padres, especialmente de mi madre, María Luisa Martínez, ha sido imprescindible para la recopilación de estos romances familiares. Como si de un último eslabón se tratara, antes de que cayera en el olvido, he podido recoger bastante información que aún pervive en la memoria de mi madre. Autor: Alfonso Turienzo Martínez
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