El velo que cubre los Misterios de la Biblia se ha retirado. 37ª Sección Una para llevar al templo de Jerusalén, que fue el incienso, la mirra y parte del oro; otra parte para ofrecerla al Sacerdote que circuncidó al niño, para que se emplease en su servicio y en de la Sinagoga, lugar de oración que había en Belén; y la tercera parte, para ser distribuida con los pobres. Y así lo ejecutaron con liberal y fervoroso afecto.- María, José y el Niño, abandonaron la sagrada cueva, porque ya era forzoso, aunque con gran cariño y ternura. Dios puso un Ángel delante de la cueva, para que la guardase, como el a Espada, desde entonces, nunca más entró en aquel lugar santo ningún animal, y si el Ángel no impide la entrada de los enemigos infieles, en cuyo poder está aquél y los demás lugares sagrados, es por los juicios del Altísimo, que deja obrar a los hombres por los fines de su sabiduría y justicia.- Jesús es presentado en el Templo.- Habiéndose cumplido, los cuarenta días conforme a la ley, que se juzgaba por inmunda a la mujer que paría un hijo y perseveraba en la purificación del parto hasta que después ir al templo. Para cumplir la Madre de la misma pureza con esta ley.- María, determinó ir a Jerusalén, donde se había de presentar en el templo con el Unigénito del Eterno Padre y suyo y purificarse conforme a las demás mujeres y madres. Retirada María con su Hijo Dios, en la posada que halló cerca de la cueva, perseveró en ella hasta el tiempo que conforme a la ley se había de presentar purificada en el templo con su primogénito. Y para este misterio determinó en su ánimo la santísima entre las criaturas disponerse dignamente con deseos fervorosos de llevar a presentar al Eterno Padre en el templo a su infante Jesús, e imitándole ella y presentándose con él adornada y hermoseada con grandes obras que hiciesen digna hostia y ofrenda para el Altísimo.- En el cumplimiento de estas dos leyes, para la que a ella le tocaba, no tuvo duda ni reparo alguno en obedecer como las demás madres. Trató María, con su esposo José de la jornada, y habiéndola ordenado para estar en Jerusalén el día determinado por la ley y prevenido lo necesario, se despidieron de la piadosa mujer que los hospedaba; y dejándola llena de bendiciones del Cielo, cuyos frutos cogió copiosamente, aunque ignoraba el misterio de sus divinos huéspedes. Y antes de partir, José, María y el niño, fueron de nuevo a visitar la cueva donde se produjo el nacimiento del Dios Humanizado, para ordenar de allí su viaje con la última veneración de aquel humilde sagrario, pero rico de felicidad, no conocido por entonces. Entregó la Madre a José el Niño Jesús para postrarse en tierra y adorar el suelo, testigo de tan venerables misterios, y habiéndolo hecho con incomparable devoción y ternura, habló a su esposo y le dijo: Señor, dadme la bendición, para hacer con ella esta jornada, como me la dais siempre que salgo de vuestra casa, y también os suplico que me deis licencia para hacerla a pie y descalza, pues he de llevar en mis brazos la hostia que se ha de ofrecer al Eterno Padre. Esta obra es misteriosa, y deseo hacerla con las condiciones y magnificencia que pide, en cuanto me fuere posible.- Usaba nuestra Reina, por honestidad, de un calzado que le cubría los pies y le servía casi de medias; era de una hierba de la que usaban los pobres, como cáñamo o malvas, curado y tejido grosera y fuertemente, y aunque pobre, limpio y con decente aliño. José la respondió que se levantase, porque estaba de rodillas, y la dijo: El altísimo Hijo del Eterno Padre, que tengo en mis brazos, os dé su bendición; sea también enhorabuena que caminando a pie le llevéis en los vuestros, pero no habéis de ir descalza, porque el tiempo no lo permite, y vuestro deseo será acepto delante del Señor, porque os le ha dado. De esta autoridad de cabeza en mandar a María usaba José, aunque con gran respeto, por no defraudarla del gozo que tenía la gran Reina en humillarse y obedecer; y como el esposo la obedecía también y se mortificaba y humillaba en mandarla, venían a ser entre ambos obedientes y humildes recíprocamente.- 181 El negarla que fuese descalza a Jerusalén, lo hizo José temiendo no le ofendiesen los fríos para la salud, y el temerlo nacía de que no sabía la admirable complexión y compostura del cuerpo virginal y perfectísimo, ni otros privilegios de que la diestra divina la había dotado. La obediente María, no replicó más al esposo y obedeció a su mandato en no ir descalza; y para recibir de sus manos al infante Jesús se postró en tierra y le dio gracias, adorándole por los beneficios que en aquella sagrada cueva había obrado con ella y para todo el linaje humano; y pidió a Su Majestad conservase aquel sagrario con reverencia y entre los Cristianos, que siempre fuese de ellos estimado y venerado, y al santo Ángel destinado para guardarle, se le encargó y encomendó de nuevo. María se Cubrió con un manto para el camino, y recibiendo en sus brazos al tesoro del Cielo y aplicándole a su pecho virginal, le cubrió con grande aliño para defenderle del temporal del invierno. Partieron de la Cueva, pidiendo la bendición entre ambos al Niño Dios, y Su Majestad se la dio visiblemente; y José acomodó en la jumenta, la caja de los fajos del divino infante, y con ellos la parte de los dones de los Reyes que reservaron para ofrecer al templo. Con esto se ordenó de Belén a Jerusalén la procesión más solemne que se vio jamás en el templo, porque en compañía del Príncipe de las eternidades Jesús y de la Reina y Señora del Cielo, su madre y José su esposo, partieron de la cueva del nacimiento los Ángeles que habían asistido en estos misterios y los otros que del Cielo descendieron con el santo y dulce nombre de Jesús en la circuncisión. Todos estos cortesanos del Cielo iban en forma visible a la humana, tan hermosos y resplandecientes, que en comparación de su belleza todo lo precioso y deleitable del mundo, era menos que de barro y que la escoria, comparado con el oro finísimo; y al sol, cuando más en su fuerza estaba, le oscurecían, y cuando faltaba en las noches las hacían días clarísimos; de su vista gozaba María y José. Celebraban todos el misterio con nuevos y altísimos cánticos de alabanza al Niño Dios que se iba a presentar al templo; y así caminaron dos leguas, que es la distancia que hay desde Belén a Jerusalén.- En aquella ocasión, que no sería sin dispensación divina, era el tiempo destemplado, de frío y de hielos, que no perdonando a su mismo Creador humanizado y niño tierno, le afligían hasta que temblando como verdadero hombre lloraba, en los brazos de su amorosa Madre, dejando más herido su corazón de compasión y amor que de las inclemencias el cuerpo. Y Volviese a los vientos y elementos la poderosa Emperatriz y como Señora de todos los reprendió con Divina indignación, porque ofendían a su mismo Hacedor, y con imperio les mandó que moderasen su rigor con el Niño Dios, pero no con ella. Obedecieron los elementos a la orden de su legítima y verdadera Señora, y el aire frío se convirtió en una blanda y templada marea para el infante, pero con la Madre no corrigió su destemplado rigor; y así lo sentía ella y no su dulce Niño. María se volvió también contra el pecado la que no lo había contraído, y dijo: ¡Oh culpa desconcertada y en todo inhumana, pues para tu remedio es necesario que el mismo Creador de todo sea afligido de las criaturas que dio ser y las está conservando! Terrible monstruo y horrendo eres, ofensiva a Dios y destruidora de las criaturas, las conviertes en abominación y las privas de la mayor felicidad de amigas de Dios. ¡Oh hijos de los hombres! ¿Hasta cuándo habéis de ser de corazón grave y habéis de amar la vanidad y la mentira? No seáis tan ingratos para con el altísimo Dios y crueles con vosotros mismos. Abrid los ojos y mirad vuestro peligro. No despreciéis los preceptos de vuestro Padre celestial ni olvidéis la enseñanza de vuestra Madre.- 182 Llegada la mañana, para que en los brazos de María, y en el alba, saliese el sol del cielo a visitar del mundo. Prevenida de la las dos tortolillas y de dos velas, aliñó a Jesús en sus paños, y con su esposo José, salieron de la posada dirección al templo. Se ordenó la procesión y en ella iban los Ángeles que vinieron desde Belén en la misma forma corpórea y hermosísima, pero en ésta añadieron los Espíritus muchos cánticos dulcísimos que le decían al niño Dios con armonía de suavísima y concertada música, y que sólo María los percibió.- Y además de los Ángeles que les acompañaban como custodios, descendieron del Cielo otros innumerables y, juntos con los que tenían la veneración del nombre de Jesús, acompañaron al Verbo humanizado a esta presentación; y éstos iban incorpóreamente como ellos son, y solo María los podía ver. Llegando a la puerta del templo, sintió María nuevos y altísimos efectos interiores de devoción y prosiguiendo hasta el lugar que llegaban las demás se inclinó y puesta de rodillas adoró al Señor en espíritu y verdad en su santo templo y se presentó ante su altísima y magnífica Majestad con su Hijo en los brazos.- Luego se le manifestó con visión intelectual a María, la Santísima Trinidad y salió una voz del Padre, oyéndola solo María, que decía: Este es mi amado Hijo, en el cual yo tengo mi agrado. José, como dichoso entre los varones, sintió al mismo tiempo nueva conmoción de suavidad del Espíritu Santo, que le llenó de gozo y luz divina. El sumo sacerdote Simeón, movido también por el Espíritu Santo, entró en el templo y encaminándose al lugar donde estaba la Reina con su infante Jesús en los brazos vio al Hijo y a la Madre llenos de resplandor y de gloria respectivamente. Era este Sacerdote lleno de años y en todo venerable, y también lo era la profetisa Ana. El sacerdote Simeón, recibió de las manos de María, al infante Jesús en sus palmas y levantando los ojos al cielo se lo ofreció al Eterno Padre y pronunció aquel cántico lleno de misterios: Ahora, Señor, saca en paz de este mundo a tu siervo, según tú promesa. Porque ya mis ojos han visto al Salvador que nos has dado: al cual tienes destinado para que, expuesto a la vista de todos los pueblos, sea luz brillante que ilumine a los gentiles, y gloria de tu pueblo de Israel. Donde me detenían las esperanzas de tu promesa y el deseo de ver a tu Unigénito hecho carne; ya gozaré de paz segura y verdadera, pues han visto mis ojos a tu Salvador, tu Hijo unigénito hecho hombre, unido a nuestra naturaleza en la carne, para darle salvación eterna, destinada y decretada antes de los siglos en el secreto de tu Divina sabiduría y misericordia infinita; ya, Señor, le preparaste y le pusiste delante de todos los mortales, sacándolo a luz al mundo para que todos lo gocen, si todos le quieren, y tomar de él la salvación y la luz que alumbrará a todo hombre en el universo; porque Él es la lumbre que se ha de revelar a las gentes y para gloria de tu escogido pueblo de Israel.- Oyeron este cántico de Simeón, María y José, admirándose de lo que decía y con tanto espíritu, según la opinión del pueblo, porque esto sucedió en público. Y Simeón prosiguió diciéndole a María: Este niño está puesto para ruina y para salvación de muchos en Israel y para señal o blanco de grandes contradicciones, y vuestra alma, suya de él, traspasará un cuchillo, para que se descubran los pensamientos de muchos corazones.- Luego la profetisa Ana confesó al Verbo humanizado y con luz del Espíritu Divino habló de sus misterios muchas cosas con los que esperaban la redención de Israel. Y con los dos, quedó testificada en público la venida del Mesías para redimir a su pueblo.- 183 Al mismo tiempo que el Sacerdote Simeón pronunciaba las palabras proféticas de la pasión y muerte del Señor, cifradas en el nombre de cuchillo y señal de contradicción, el mismo Niño abajó la cabeza, y con esta acción y muchos actos de obediencia interior aceptó la profecía del Sacerdote, como sentencia del Eterno Padre declarada por su ministro. Todo esto vio y conoció la amorosa Madre y con la inteligencia de tan dolorosos misterios comenzó a sentir de presente la verdad de la profecía de Simeón, quedando herido desde luego el corazón con el cuchillo que la amenazaba para adelante; porque le fue patente y como en un espejo claro se propusieron a la vista interior todos los misterios que comprendía la profecía: cómo su Hijo santísimo sería piedra de escándalo y ruina a los incrédulos y vida para los fieles; la caída de la sinagoga y levantamiento de la Iglesia en la gentilidad; el triunfo que ganaría de los demonios y de la muerte, pero que le había de costar mucho y sería con la suya afrentosa y dolorosa de la muerte en la cruz; la contradicción que el infante Jesús en sí mismo y en su Iglesia había de padecer de los prescitos en tan grande multitud y número; y también la excelencia de los predestinados. Todo lo conoció María y entre gozo y dolor de su alma, elevada en actos perfectísimos por los misterios o cultísimos y la profecía de Simeón, ejercitó eminentes operaciones y le quedó en la memoria, sin olvidarlo jamás un solo punto, todo lo que conoció y vio con la luz Divina y por las palabras proféticas de Simeón; y con tal vivo dolor María miraba a su Hijo santísimo siempre, renovando la amargura que como Madre, y Madre de Hijo Dios y hombre, sabía sola y dignamente sentir lo que los hombres y criaturas humanas y de corazones ingratos no sabían sentir. El esposo José, cuando oyó estas profecías, entendió también muchos de los misterios de la redención y trabajos del dulcísimo Jesús, pero no se los manifestó el Señor tan copiosa y expresamente como los conoció y penetró su Divina esposa, porque había diferentes razones y el esposo José, no lo había de ver todo en su vida terrenal.- Acabado este acto, María besó la mano al Sacerdote y le pidió de nuevo la bendición, y lo mismo hizo con Ana, su antigua maestra, porque el ser Madre del mismo Dios y la mayor dignidad que ha habido ni habrá entre todas las mujeres, Ángeles y hombres, no la impedían los actos de profunda humildad. Y con esto se volvió a su posada, y con el Niño Dios, su esposo y la compañía de los Ángeles que la asistían. Se compuso de nuevo la procesión y de nuevo comenzaron a caminar. María se detuvo por su devoción, algunos días en Jerusalén y en ellos habló con el Sacerdote algunas veces misterios de la redención y profecías que le había dicho; y aunque las palabras de María, eran pocas, medidas y graves, como eran, tan ponderosas y llenas de sabiduría, dejaron al Sacerdote Simeón admirado y con nuevos gozos y efectos altísimos y dulcísimos en su alma; y lo mismo sucedió con la profetisa Ana; y ambos, y en breves días, murieron en el Señor. En la posada fueron hospedados por cuenta del Sacerdote; y los días que estuvo María en ella, frecuentaba el templo, y en él recibió nuevos dones de sabiduría y conocimiento.- Jesús ha cumplido ya 12 años.- Llegando el Niño Dios a los doce años de su edad, subieron al templo de Jerusalén, como así era la costumbre. Pasado el día séptimo de la solemnidad se volvieron de regreso para Nazaret y al salir de la ciudad de Jerusalén dejó el Niño Dios a sus padres, sin que ellos lo pudiesen advertir, y se quedó oculto, prosiguiendo ellos su jornada ignorantes del suceso.- Para ejecutar esto se valió el Señor de la costumbre de la gente que, como era tan grande en aquellas solemnidades, solían dividirse en estas jornadas de traslado, los forasteros por un lado apartándose las mujeres de los hombres, por la conveniente decencia; y los niños que llevaban a estas festividades acompañaban a los padres o madres sin diferencia, porque en esto no había peligro de indecencia. José pensaba que el infante Jesús iba en compañía de su Madre, a quien asistía de ordinario, y no pudo imaginar que iría sin él.- 184 María la Reina y Señora del Cielo, pensó lo mismo, que el Infante Jesús caminaría junto a José. Con esta presunción caminaron María y José todo un día. Y como se iban despidiendo y saliendo de la ciudad por diferentes caminos los forasteros, se iban después juntando cada uno con su mujer o con sus familias.- Hallándose María y su esposo en el lugar donde habían de posar y concurrir juntos la primera noche después que salieron de Jerusalén. Viendo la gran Señora que el niño Dios no venía con su esposo José como lo había pensado y que tampoco el Patriarca le hallaba con su Madre, quedaron los dos casi enmudecidos con el susto y admiración, sin poderse hablar por mucho rato; y cada uno respectivamente, gobernando el juicio por su profundísima humildad, se hizo cargo a sí mismo de haberse descuidado en haber dejado a su Hijo santísimo que se perdiese de vista; porque ignoraban el misterio y el modo como Su Majestad lo había ejecutado. Cobraron los divinos esposos algún aliento y con sumo dolor confirieron lo que debían hacer, y la amorosa Madre dijo a su esposo José: Esposo y Señor mío, no sosegará mi corazón, si no volvemos con toda diligencia a buscar a mi Hijo. Haciéndolo así, comenzando la pesquisa entre los deudos y conocidos, y ninguno pudo darles noticia de Él, ni aliviarles su dolor, antes bien se les acrecentó de nuevo con las respuestas de que no le habían visto en el camino desde Jerusalén. María se dirigió a sus Ángeles, y los que llevaban aquel emblema del nombre de Jesús, y que se habían quedado con el mismo Señor y los demás acompañaban a su Madre; y esto sucedía siempre que se dividían; a éstos Ángeles, preguntó su Reina y les dijo: Amigos y compañeros míos, bien conocéis la justa causa de mi dolor. Yo os pido que en tan amarga aflicción seáis vosotros mi consuelo, dándome noticia de donde se encuentra mi Amado, para que yo lo busque y lo halle. Dad algún aliento a mi lastimado corazón, que ausente de su bien y de su vida se sale de su lugar para buscarle.- Los Santos Ángeles, que sabían la voluntad del Señor en dar a Su Madre aquella ocasión de tantos merecimientos y que no era tiempo de manifestarle el sacramento, aunque no perdían de vista a su Creador y nuestro Reparador, la respondieron consolándola con otras razones, pero no le dijeron entonces dónde estaba su Hijo, ni las ocupaciones que tenía; y con esta respuesta y nuevas dudas que le causaron a la prudentísima Señora, crecían con sumo dolor sus cuidados, lágrimas y suspiros, para buscar con diligencia, no la dracma perdida como la otra mujer del Evangelio, sino todo el tesoro del Cielo y de la tierra. Discurría consigo misma la Madre de la sabiduría, formando en su corazón diversos pensamientos. Y lo primero se le ofrecía si Arquelao, imitando la crueldad de su padre Herodes, había tenido noticia del infante Jesús y lo habría hecho preso. Y aunque sabía por las divinas Escrituras y revelaciones y por la doctrina de su Hijo y maestro divino, que no era llegado el tiempo de la muerte y pasión de su Redentor y nuestro ni entonces le quitarían la vida, pero llegó a recelarse y temer que le hubiesen cogido y puesto en prisiones y le maltratasen. Sospechaba también con humildad profundísima si por ventura le había ella disgustado con su servicio y asistencia, y se había retirado al desierto con su futuro precursor Juan Bautista. Otras veces, hablando con su bien ausente, le decía: Dulce amor y gloria de mi alma, con el deseo que tenéis de padecer por los hombres, ningún trabajo y penalidad excusaréis con vuestra inmensa caridad, antes me recelo, Dueño y Señor mío, que lo buscaréis de intento. ¿A dónde iré? ¿Dónde os hallaré, lumbre de mis ojos? ¿Queréis que desfallezca mi vida con el cuchillo que la dividió de vuestra presencia? Pero no me admiro, bien mío, castiguéis con vuestra ausencia a la que no supo lograr el beneficio de vuestra compañía. 185 |