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Encinasola - Huelva

Poblacion:
España > Huelva > Encinasola
30-03-06 21:34 #208321
Por:oriundo

relato III
La necesidad obliga y los tiempos empujan, y aunque pudiera parecer que en aquella inamovible noche de los tiempos la vida era una sucesión de soles y lunas, en la que saciar las más primarias necesidades, y mantener encendido el fuego que, aparte de sagrado, era imprescindible para librarse tanto del frío como de las alimañas, también era un continuo enfrentarse con los elementos, una lucha diaria por la supervivencia en la que el hombre iba tomando conciencia de su trascendencia.
Recuerdo la muerte del primogénito del hombre principal del grupo, principal porque era el más fuerte y el que más puntería tenía a la hora de cazar, por lo que se quedaba con la mejor parte de la carne y los huesos de las presas, lo que le permitía conseguir mejores cosas en los cambios con otros grupos. El primogénito, un chico de unos dieciocho años, el mayor de doce hermanos y que prometía heredar la capacidad del padre para abatir las mejores presas, fue herido por un enorme jabalí al que llevaba varios días acechando y de nada sirvieron los emplastos de malva ni las ofrendas que el padre dedicó a los buitres, esperando con ello que no se llevaran a su hijo a las alturas, donde nunca más lo vería ni sabría de él.
Había perdido demasiada sangre y la fea herida se había infectado, por lo que la debilidad y la fiebre se aliaron para acabar con él en poco tiempo.
Acertó a pasar por allí aquellos días un viajero que tenía fama de brujo y sanador y se interesó por el caso, acuciado por el padre y alarmado por el estado del hijo. Tengo que reconocer que nunca he sido muy crédulo en sortilegios ni encantamientos, si bien reconozco el poder de algunas plantas para sanar y remediar dolores y enfermedades, y creo que en esto último radicaba el mágico poder del brujo, eso sÍ, todo adornado de retahílas, sahumerios y bailes misteriosos aderezados con palabras ininteligibles.
Entre las plantas que utilizó, reconocí el acónito y el áloe, ambas de gran poder hemostático, pero de nada sirvieron para el pobre muchacho, que una tarde larga y calmosa de verano, en la que hasta el campo, más gris y silencioso que nunca parecía sentir la desgracia de aquel padre, cerró los ojos para siempre ante la impotencia del brujo y el dolor de aquella familia.
Hasta entonces, los muertos habían sido arrojados a un barranco de donde desaparecían poco después consumidos por las alimañas, pero aquel día, el hombre principal sorprendió a todo el mundo diciendo que su hijo no sería arrojado allí como si de un despojo se tratara, aquel era su bien más querido y no sería pasto de los buitres, sino que sería enterrado en un sepulcro especial.
El grupo obedeció, en parte por el respeto debido a aquel hombre y en parte conmovido por algo que nunca habían visto: aquel padre quería honrar los restos de su hijo muerto preservándolo de todos los males externos, y preparándolo para la eternidad en su deseo de no perderlo para siempre, pero sin querer había añadido un concepto nuevo al resto del grupo, algo que los perturbó profundamente y los marcó para el resto de sus días: el concepto de eternidad, algo que me sería muy familiar con el paso de los siglos.
Puestos todos a la labor, almacenamos piedras de pizarra y troncos, y el hombre principal fue apilándolos hasta hacer un montón con una cavidad en el centro donde deberían depositar el cadáver de su amado hijo. Sin que nadie lo supiera, había mandado buscar al brujo que intentó curarlo y aquel no se hizo esperar; esta vez venía aún más adornado y misterioso. Lo primero que hizo fue reunirse con el padre y los hermanos del muerto y hablar con ellos, nadie supo lo que dijeron en aquella misteriosa reunión, pero salieron de ella como transfigurados y sin querer hablar ni mezclarse con nadie.
Los hermanos lavaron el cuerpo del muerto y lo ungieron y restregaron con yerbas olorosas mientras el brujo no cesaba de rezar para sí, y como si tuviera prisa por acabar algo. Después llevaron el cuerpo hasta el hueco del sepulcro, se retiraron y dejaron que el brujo se erigiera en protagonista de la situación. Apenas podíamos entender nada de lo que decía entre dientes, ni comprender que hacía en su errático ir y venir de un lado a otro. Yo entendía algo más que los demás por conocer un poco de las lenguas de otras tribus debido a mis viajes para cambiar cosas, pero seguro que los demás no se enteraban de nada, lo que acentuaba aún más su atención y su interés.
Para mi asombro, aquel hombre estaba hablando del alma del difunto, un concepto que escapaba todavía a la comprensión de todas aquellas gentes, pero que él parecía conocer muy bien, así como la forma de encomendarla al mejor de los destinos en el más allá, otro concepto abstracto para todos aquellos pobres que asistían perplejos a un espectáculo nunca visto y no entendido hasta que pasara algún tiempo por ellos.
El brujo depositó junto al cuerpo del muerto su arco y sus flechas, su vaso de beber y su cuchillo de cobre, su mejor hacha y sus amuletos, y su padre puso unos trozos de cobre con unas marcas que nunca habíamos visto y más tarde nos explicó a los más allegados que eran monedas, algo muy complicado para la mayoría que no entendía que aquello pudiera representar las riquezas de aquel hombre tan respetado.
La ceremonia acabó, el brujo cobró y se fue por donde había venido, y el grupo se quedó sumido en el silencio y el respeto ante aquel túmulo de piedras que albergaba el cuerpo del hijo del hombre principal.
Otro suceso desconcertó a todo el mundo aquella larga y triste tarde de verano. Cuando ya el cuerpo del joven difunto había sido depositado en el túmulo de piedras, y el brujo había acabado con su retahíla de oraciones y sahumerios que, aparte de darle a todo un aire místico, creo que tenían algo que alertaba ciertos sentidos normalmente adormecidos; el campo, ya extrañamente silencioso bajo el sol de la tarde, se volvió aún más sobrecogedor al faltarle el arrullo de las cercanas tórtolas y el sonido del viento en las ramas altas de los olivos.
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