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Villaescusa de Haro - Cuenca

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España > Cuenca > Villaescusa de Haro
10-09-08 13:48 #1160875
Por:luz gonzalez

La primera persona que enterraron en el cementerio. 2 ª parte

Aquel día nadie presagiaba lo que iba a ocurrir después.
¿Quién le iba a decir a la señorita Sacramento que iba a ser ella la primera persona que enterraran en el cementerio?
Era otoño, los días empezaban a ser más cortos y el cielo de las tardes más azul. La vendimia estaba a punto de acabar y la tristeza de todos los años se cernía sobre los jóvenes, especialmente las chicas de bien, como ella, que veían acercarse el encierro de los meses de invierno en sus casas.
Esa tarde veníamos en la tartana de la Sierra de la Villa, ella montada al lado de su padre, y yo detrás con las cestas de uvas y las cántaras de leche, cuando vimos a unos extranjeros a la entrada del pueblo.
Mostró indiferencia, como hacía siempre que algo le interesaba mucho. Según decía, para no tentar a la suerte. Si deseaba algo con mucha fuerza y alguien más lo sabía, los planes de conseguirlo se desbarataban al instante.
Así había sido toda su vida, hasta que aprendió aquello de no mostrar lo que deseaba.
Tampoco es que consiguiera mucho de esta manera, pero al menos, eso, le mantenía la esperanza.
Los vimos subir la cuesta andando y su padre se desvió para tomar el mismo camino que llevaban ellos.
Eran altos, fuertes y bien parecidos. Uno de ellos, el que parecía el capataz, vestía un blusón negro, los otros llevaban la camisa arremangada en los codos y dejaban ver unos brazos desnudos, morenos y velludos,
El más alto, al cruzarse con el coche de caballos, miró directamente a mis amos. A mí, creo que ni me vio.
Saludó con un: “Buenas tardes”, lo que dio pie a su padre para parar y preguntarle si buscaban a alguien
- No, señor, no buscamos a nadie. Vamos hacia ese cerro. Somos los encargados de la obra.
En el cerro, ya estaban instaladas las piedras que habían traído de la cantera, el yeso, las tinajas de agua, las espuertas y otras herramientas: las maderas, los tornos y la tierra pare el tapial, esas cosas de los albañiles.
-¿Sois los que van a hacer la ampliación del cementerio?
-Los mismos Para lo que se le ofrezca.
Entonces se cruzaron otra vez sus miradas y Sacramento bajó los ojos por pudor. ¿Estaría casado?
Le miré disimuladamente y vi que no había alianza ninguna en su dedo. La señorita también hizo lo mismo. Vi como detenía su mirada en la nervadura de la mano del hombre. Era rugosa, grande, con los callos y asperezas propias de las manos de trabajador.
Me di cuanta en seguida de que mi señorita ya estaba con una de sus ensoñaciones. Seguramente le daba vueltas a la manera de poder tenerlas más cerca.
Mientras su padre y los hombres hablaban siguió con la mirada perdida en aquellas dos manos que unas veces se movían y otras se quedaban quietas sobre el pantalón de pana, apoyadas en la correa que los sujetaban.
A mí también me hubiera gustado poder tocarlas.
Luego me contó que se estaba imaginando como sería tenerlas sobre su cara y que sintió añoranza de esas imaginarias caricias, tanta o más que por el verano que se acababa.
En algún momento, algo espantó al caballo, que se alborotó. Y las manos salieron de su posición de letargo junto a la cintura del hombre para venir a coger el ramal, justo al lado de dónde estaba ella.
Y se miraron.
El hombre le sonrió mientras acariciaba la crin del animal despacio, muy despacio.
Y o me di cuenta de que había algo entre ellos y sentí una angustia en el estómago. Empezó a darme miedo ver a ese hombre tan atrevido que la miraba de frente en las mismas narices del padre. Y me daba miedo ella, mi señorita, que ni se daba cuenta de lo que hacía con aquella sonrisa bobalicona en la cara y sin apartar los ojos de él.
Yo era una cría y me di cuenta de todo.
Siempre he sido mayor para mi edad. La vida me ha obligado a estar muy atenta con lo que pasaba a mi alrededor. Y como no oía bien, tenía que tener los ojos muy abiertos.
De niña era muy espabilada. Le di un codazo a mi señorita para sacarla del letargo.
A todo esto, el señor se había hecho otra vez con el caballo y les dijo adiós a los forasteros.
Habían estado hablando un rato, no me acuerdo de qué, de cosas de las obras debió de ser…
El hombre se apartó sin dejar de mirar, y nos fuimos.
La señorita iba tan contenta pero yo no puedo olvidar la tristeza que tenía esa tarde. Era como un pozo negro dentro, una sensación de angustia en el estómago y miedo de no sé qué.
También era por el lugar. Aunque hubiera bullicio por allí, y juergas de los trabajadores y de la gente del pueblo, un cementerio es siempre un cementerio.
¿Te he contado lo que pasó con uno al que llamaban el hermano Perdigoncete? Fue en el año de la epidemia de cólera. Había muchos enfermos y mucha gente se moría. Para cortar la epidemia el ayuntamiento pregonó que se enterrase a la gente rápidamente, que en cuanto se muriera alguien, que no se velara el cadáver en la casa, sino que se llevara inmediatamente a la capilla de la Concepción y se dejara allí para que lo enterraran al día siguiente.
Entonces era costumbre rezarle al muerto en la casa. El primer día, de cuerpo presente y luego los demás, durante ocho días después del entierro. Pues estaban en casa del hombre, toda la familia y los vecinos, que vivía cerca de la posada, ahí al lado de la carretera, no muy lejos de dónde sale el camino para el cementerio, cuando apareció el muerto. Entró sin llamar ¡como era su casa se sabía bien el camnino…! Y no veas el susto que se pegaron todos los presentes. Dicen que hubo quien echó a correr y no volvió más. Y es que el hombre no estaba muerto. Debía estar dormido por la fiebre, y cuando se despertó y se vio allí solo en la caja - no creas que no debió pasar miedo el pobre – cogió la carrera y no paró hasta su casa. Abrió la puerta, cruzó el portal como un rayo, se fue derecho a su cama y se tapó la cabeza con la sábana. Ea, que la gente paró de rezar y fueron a llamar al médico y al cura. Don Luciano, el médico le dijo que tuvieran cuidado y que no saliera de la casa en unos días. Que no lavaran su ropa en las balsas con la de todo el mundo, sino en el arroyo dónde se lavaba la de los que estaban enfermos. Era para que no se contagiase la enfermedad. Lo de llamar el cura era para que la gente no tuviera miedo, para que les dijera que no era un resucitado ni un fantasma sino un hombre normal.

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Cementerio 2

Antes, en el pueblo, hubo un tiempo en que enterraban a la gente en la iglesia, en las Monjas, en Santa Bárbara, en los Frailes…
Mucho antes todavía, decían los antiguos que había sido costumbre enterrarlos lejos, en sitios que llamaban necrópolis - todavía algunas veces, al labrar la tierra, el arado choca con una tumba de esas - pero después ya se enterraba en las iglesias a todo el mundo, no sólo al a gente principal. En el mismo centro del pueblo, en las Cuatro Esquinas, estaba el osario, un corral anexo a la iglesia en el que echaban los huesos mondos. Los que sacaban de los nichos para desocuparlos y enterrar a otros.
Bueno, pues por entonces la gente empezó a decir que los enterramientos en el mismo sitio en que la gente iba a rezar no era bueno. ¡Imagínate, los cadáveres descomponiéndose justo debajo de dónde se sentaba y arrodillaba todo el mundo!
No, desde luego, muy limpio no era, así que decidieron construir un cementerio en las afueras del pueblo como hacían en otros sitios.
Esperaron un año de abundantes lluvias y buena cosecha para que los vecinos pudieran ser generosos en sus donaciones y el ayuntamiento tuviera suficiente dinero para pagar a los canteros y a los albañiles (cuánto costó tenemos que mirarlo en el registro del ayuntamiento donde esté consignado).
Encargaron la obra a una cuadrilla de fuera que tenían fama de ser los que mejor trabajaban de la comarca. Los del pueblo no daban abasto con tantas obras nuevas como se estaban haciendo entonces.
Vinieron carretas de bueyes que arrastraban carros con pesadas cargas de piedras de sillería.
Los maestros canteros trabajaban sin cesar arreglando la iglesia lo primero. Es que erat an antigua que se estaba hundiendo. Después las tapias, luego el lugar apartado para los que iban al limbo, los niños que se morían antes de ser bautizados y que por tanto no podían ir al cielo. Y allí también, al lado, el lugar para los que se habían suicidado o no eran católicos, que estos tampoco podían ser enterrados con los demás en el camposanto. Había que apartarlos. Y por último el panteón de los ricos, siempre ha habido clases. Los ricos no se pueden llevar sus riquezas al otro mundo, pero al menos, que la gente sepa que son los más ricos del cementerio. Mira, el panteón de los Lodares es lo último que se hizo, la fecha que hay encima del arco de la puerta, es la de 1912, hace bien poco.

Una pena que la señorita Sacramento no encontrara un hombre de sus posibles. Aunque a ella, eso de si tenía tierras o no, le daba igual. No hacía distingos. Se hacía ilusiones con cualquier forastero, porque los del pueblo, como la conocían y tenían en mucho a su padre, pues no se atrevían ni a acercársele.
El padre, como todos los padres, y más los que son gente de posibles, velaba por la honra de sus hijas, porque no las engañasen ni las deshonrasen dejando que las vieran hablar con un hombre. Era normal en la época.
A la señorita Sacramento no la dejaban ir ni a por agua. Se acababa ésta y si no estaba yo, tenían que esperar a que viniera la criada para ir con los botijos a la fuente. Algunas veces, si la madre o el padre tenían mucha sed, la dejaban ir, pero tenía que ser de noche para que nadie la viera ¡qué iban a decir!
Una chica de su clase no podía bajar al atardecer como las demás chicas con un cántaro al ijar. La pobre tenía que quedarse sola encerrada en su casa mientras las criadas se emperifollaban antes de salir, porque la fuente a esas horas era el sitio de reunión de la juventud.
Los mozos venían del campo con las mulas y las ponían a abrevar antes de meterlas en la cuadra. Mientras los animales bebían en los pilones, al lado de la pared de Las Balsas, ellos se acercaban a lo alto de la fuente y allí las chicas, con el cántaro descansando en las escaleras coqueteaban con ellos. Se dejaban mirar y decir piropos, esas cosas de jóvenes. Luego, entre ellas, “ése te ha mirado”, “a mí me gusta más el otro”, “pues dicen que ronda a la fulanita”, “el muy fresco”,”dicen que va detrás de una de las Cuatro esquinas, todas las tardes está allí apostado”, “Pues no, es una de la calle San Juan, lo sé de buena tinta”. Cosas así.
La señorita Sacramento se perdía la sal de la conversación, porque, claro, una cosa es oírlo y otra vivirlo. Es muy diferente cuando tú puedes ser una de las elegidas a saber que nunca nadie se va a atrever a decirte nada porque eres la señorita. Se hubiera cambiado mil veces por una de aquellas chicas que trabajábamos en su casa y que podíamos quitarnos el mandil, coger un botijo y salir a la fuente cuando nos viniera en gana.
Ella no tenía a nadie que rondara su calle. Sí, a veces había alguno rondando, pero era para las que venían de segar, o de vendimiar. O para las criadas.
Ahí en frente, en la cueva de la reina, se ponía el Ambrosio a mirar para acá. El Ambrosio estaba de muy bien ver. Al anochecer, dejaba las mulas, se ponía una chambra limpia y tiraba para la fuente. En vez de tontear con las chicas en el poyo de arriba o en las escaleras, él se daba la vuelta a la derecha, tiraba por el camino de San Roque, el que ahora lleva a santa Bárbara, y se colocaba ahí, en la puerta de la cueva. Y es que iba detrás de la Cristina que era una de las criadas. Ay, cuando se enteró la señorita Sacramento que manía le tomó a la muchacha! Y es que se creía que venía por ella. Eso era lo que le hubiera gustado, pero al Ambrosio ni se le pasó por la cabeza. Luego se casaron, la Cristina, que era una tía de la Manuelilla, y él. Fuimos a la boda y para entonces ya se le había pasado a mi señorita el disgusto. Eran prontos que le daban. La pobre tenía envidia de cualquiera que tuviera novio o el asomo de tenerlo. Los que venían a ella, todos forasteros, ya te digo, pronto se espantaban, nada más que se enteraban de que era de una familia de copete. Ella no tenía la culpa. Y no se podía hacer nada. Yo, cuando me salía alguno, para no darle envidia, me lo callaba y les decía que no. Bueno, tampoco es que me haya salido nadie que me pidiera con mucha fuerza. Les decía que no y se iban pronto. Si me hubieran querido de verdad hubieran aguantado y hubieran insistido más. Bah, los hombres. No hay uno bueno. Tú no te cases.
¡Y es que con mi defecto! Porque si una mujer sana lo tiene difícil que vamos a esperar las que no lo somos. Porque estoy sorda desde muy joven. Fue aquí, en el pueblo, lavando ahí en el arroyo de la fuente. Era por la mañana, un día de invierno con mucha niebla. Estaba agachada, con las manos en el agua lavando las rodillas, y noté como se me metía la niebla dentro. Era así una cosa sorda, como si se metiera algodón y te taponase y no te lo pudieses sacar. Me llevé las manos a los oídos y ya no los sentía. Seguí lavando esperando que aquellos e fuera, pero nada. Volví a la casa y no oía ni el ladrido de los perros, ni cuando me llamó la señorita, ni nada. Entonces ya don Juan Ángel era mayorcete y no necesitaba niñera pero me tenía mucho cariño y no quería queme fuera. Me dejaron quedarme en la casa y ayudar a las señoritas de doncella, Eran muchas hermanas, la señorita Corazón, la señorita Sacramento….Y chicos. Mira, doña Maria Teresa tuvo dieciocho hijos, aunque sólo le llegaron a la mesa doce, los otros se le murieron , unos al nacer y otros ya de chicotes. Antes se moría mucha gente. Más en la casa de los pobres, pero tampoco se libraban los ricos de las enfermedades.
Desde los siete años estoy en esta casa sirviendo. Cuando me hice vieja y ya no pude trabajar Don Juan Ángel no quiso que me fuera, y dejó dicho que me tuvieran aquí hasta que me muriese o hasta que yo quisiera. Siempre me ha tenido mucho cariño. Y aquí estaré hasta que vea que está apunto de llegar mi hora. Entonces le pediré a la señorita Carmen que me deje ir, porque quiero morir en mi casa, en la caseja que me dejaron mis padres para que no muriera en casa ajena. Es muy pequeña, pero es una casa propia, y allí quiero que me amortajen, y que me entierren en mi pueblo, al lado de mis padres. Estoy bien aquí, pero no he dejado nunca de ser una sirvienta. Es verdad que ha sido por gusto, porque teniendo mi casa, me podía haber ido y vivir de mis ahorros, que con lo poco que como, para comer no me iba a faltar. Pero ¿qué quieres? Aquí estaban mis amigas, aquí estaban mis cosas, en fin que me he acostumbrado a este pueblo y no me dan ganas de salir de él si no es para ir con los pies por delante.
Pedroñeras es más grande pero ya no conozco a nadie allí y ¿Con quién iba a hablar? ¿y de qué? Si no conozco a nadie…Tengo mis sobrinos, la China y el Manuel, pero ya los veo cuando vienen a verme. No quiero ser una carga para nadie. ¡A mis noventa años!
Aquí tengo mi habitación, mi altar, mi virgen…Venga vamos a rezarle.
Ya se ha llevado el gato otra vez una de las flores.
Ese tapete con el que cubro el altar era un chal que me regaló la señorita Pepita al poco de casarse con don Jaun Angel. Como sabía que él me apreciaba tanto quería tener un gesto para conmigo. Era buena mujer. Una pena que muriera tan pronto. Don Juan Ángel ya no se casó. Viajaba más que antes, pero no trajo nunca a otra mujer a la casa. Las tías se encargaron de las dos señoritas, las únicas que le vivieron de las que nacieron del matrimonio. Fueron cinco, pero ya ves, pobre señorito, solo le vivieron dos y las dos chicas. Ningún chico que le heredase.
Anda Cristina, que te estás durmiendo. No e dejes con la palabra en la boca. Mira, que si no hablo la noche se me hace muy larga. Anda, venga, no te duermas todavía.
No, si a e pasaba igual a tu edad. No creas, yo también me adormilaba escuchando las historias que me contaba mi abuela. Ay, hija mía ¿nunca te he hablado de mi abuela?
Bueno, es que a ella si que no la puedes conocer, ni siquiera has oído hablar de ella porque no es del pueblo.
Venga, no te duermas. Ah, ¿con que lo que quieres es que te siga hablando de la señorita Sacramento? Sí hija mía. ¿Qué de qué se murió? Te lo voy a contar. Se murió de amor. Sí y no te creas que ha sido la primera en la familia que se ha muerto de ese mal. La señorita tuvo una tía que también se murió soltera, tosiendo y llevándose el pañuelo a la boca como ella. No, yo no la conocí. ¿Cómo la iba a conocer si se había muerto antes de llegar yo a la casa. Me lo contó la doncella de la señorita Remedios que ya era vieja cuando yo era chica. Esa señorita, la que se murió de amor, había sido novia de un soldado francés. Uy, si de eso si que tienes que haber oído hablar. Cuando la guerra con los franceses el pueblo estaba lleno de soldados extranjeros. Se alojaban en los frailes. Estaban al mando del general Fontén o Fontain. La gente decía que venían para quedarse. Hasta el rey era francés, Pepe Botella se llamaba. Le decían así porque bebía mucho. Como los soldados de aquí. Seguramente que también bebían. Lo soldados beben todos.
Pues la señortia…No, no, la Señorita Sacramento no, ahora estoy hablando de su tía. La señorita, digo, se enamoró de un francés con mostacho y el padre que no lo quería la encerró en la casa. Y dijo que si no se casaba con el francés no se casaba con nadie. Y se quedó soltera. A lo mejor el padre lo que no quería es que su hija se casara con un forastero que se la llevaría lejos. Porque entonces ¿Quién lo iba a cuidar a él cuando fuera viejo? Esas cosas pesan mucho en los padres, no te creas. Es lo que le pasó también a la señorita Sacramento. Su padre la podía haber mandado a Madrid o a otro sitio, pero no, la quería tener siempre a su lado. Sus hermanas fueron más listas y fueron encontrando acomodo. Ella se quedó sola y se murió de pena. Ay Cristina, qué preguntas. Qué más da de amor que de pena. Se murió y ya está. Su padre no se enteraba de los amores que tenía, Ella era muy discreta y nunca dio qué hablar. En el pueblo se sabía que se le iban los ojos detrás del cantero del cementerio y que él tampoco le hacía ascos. A nadie le amarga un dulce. La señorita ya era mayor pero estaba de buen ver. Mira, yo te puedo decir cono conocimiento de causa que no pasaron a mayores. No dieron escándalo. Bueno él si escandalizó en el bar presumiendo de que era su novia y que se iba a casar con ella. Y mira lo que pasó: que lo echaron de la cuadrilla y se tuvo que ir del pueblo. Y la señorita se quedó compuesta y sin novio. Y de la pena le vino la enfermedad y se murió. El padre lloraba en el entierro. Iba todo el pueblo por la calle nueva detrás del féretro. Cuando subíamos la cuesta no hacía nada más que acordarme de aquel día en que apareció ese hombre, cuando veníamos ella y yo con su padre de la sierra y nos encontramos a la cuadrilla que venía a hacer las obras del cementerio ¡Quién iba a decir que iba a ser ella la primera que lo estrenara!
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