relato Muchos años atrás podemos imaginar, y si la imaginación es capaz de latir, podemos ver nuestro pueblo cuando las calles eran senderos en el centro y en sus orillas las paredes de las casa se fusionaban con el suelo, adquiriendo el color del mismo, a veces del color rojizo o fundiéndose con el musgo y la hierba que crece a ras de suelo. Podemos imaginar un caserío, tal vez un torreón y una iglesia que estaban radiadas por calles nada rectas, curvas que seguían en lo posible a las de nivel. Calles sin nombre, sin historia, solo existían por el mero hecho de que por ellas se transitaba, para acceder al cumplimiento de las tareas cotidianas, seguramente éstas nada tendrían que ver con las que hoy entendemos. Para empezar los relojes aun no existían y tal vez en nuestros días ese simple detalle nos aleje años luz de la forma de actuar de nuestros antepasados. Pues bien, retomemos el guión, y situemos a una familia en el centro de la historia; una familia formada por un hombre llamado Matia y su esposa Mariana. Andaban los tiempos de 1256, doce años después de que el territorio de los Campos de Montiel pasaran a manos de la orden de Santiago, aun pertenecía la aldea a Montiel, la independencia llegaría setenta y siete años después. |