Santiago del Campo - Caceres

EL MISMO ITINERARIO
Siempre recurro a estos paisajes, sobre todo si es abril. Soy reiterativo en mis
costumbre o quizá son los recuerdos de mi infancia que predominan de modo
obsesivo en mi. Desde la capital, autovía adelante, rumbo norte. Casi siempre el mismo itinerario. Después de convencer a mi mujer de la necesidad de caminar, llegamos al cruce de Garrovillas y nos salimos de la autovía, dejamos el coche
y, es hora de emprender la marcha dirección norte, camino adelante ya en la campiña
Ahí empieza nuestro paseo. En un atardecer cálido con una brisa suave cargada de
aromas silencios y soledad. Ese es mi escenario preferido. En lontananza se divisan en el lejano horizonte esos cumulonimbos de las tardes cálidas que amenazan
tormenta, nada preocupante. Atravesamos la que llaman arroyo de la Calabaza un
regato de poca monta, pero que nos sirvió siempre de referencia.
Enfrente una alambrada que separa dos fincas, y -no podía faltar- una puerta por suerte abierta, en la que puede leerse 'La Zarza'. Justo al lado izquierdo un montón de
carroña, oveja muertas y un becerro de escasos días esperan descomponiéndose que
vengan a recogerlos -son las nuevas normas- El camino es llano, a uno y otro lado de
las alambradas que nos impiden otro itinerario distinto, grandes retamas arborecentes
nos impiden contemplar la llanura por donde pasta alguna vaca, al lado contrario ovejas. Mirando desde una pequeña elevación hacia el este 'La Peoná,' camiones que
se desplazan norte sur por la Ruta de la Plata. Una vía de comunicación de primera.
Eso y las grades torres del tendido eléctrico es lo que rompe la armonía de estos
solitarios parajes. A nuestros antepasados esto los descolocaría si pudieran verlo.
Lo mismo que a los que ya sumamos alguno años, algo que aun hoy choca por
estos tranquilos caminos, trasiego de arrieros de hace poco más de cincuenta años.
Vamos llegando a la casa. Hay dos mastines de buena talla tras una alambradas que
nos ladran, más para cumplir su cometido que por agresividad.
Siempre que he venido, sólo había perros que nos ladraban, ninguna persona así que
nos volvíamos. Esta tarde hay más suerte. Un señor mayor con un sombrero y pinta de persona rustica nos recibe. En la mano un cubo con un par de docenas de huevos.
¡Que deben ser sabrosos!. Más de tres docenas de gallinas corretean libre por la explanada. Esto me retrotrae a mi lejana infancia, casi cinco años por estos escenarios. Entonces tenían pavos también, los huevos no se donde irían yo no los
probaba, a pesar de que era el encargado de limpiar el gallinero.
El encargado que hoy custodia el caserón, nos dice que es de Garrovillas que está
jubilado, pero que le gusta lo que hace. Antes había sido pastor por su pueblo.
La casona tiene pinta de estar bien cuidada pero se nota la falta de trasiego, lo dicen
los jaramagos que crecen aquí y allá. Nada parecido a lo que fue allá por los cuarenta.
Cuando aquí venían los señoritos, toda la familia a pasar el mes de abril, doncellas
incluidas. Hoy prevalece la soledad la melancolía. Para llegar hasta la puerta hay que cruzar primero una alambrada cerrada con cerrojo. Cómo nuestro interlocutor es paciente, tiene poco que hacer, nos habla de algún visitante,familia de los antiguos guardas, con las fotos de ese tiempo que se nos fue para nunca volver. Mi mujer y yo emprendemos el camino de vuelta. Los grandes canes nos despiden; esta vez como
amigos, moviendo la cola tras la alambrada.Se acaba el tiempo y el papel ¡ que pena!