Épila - Zaragoza

Los algarazos de aguanieve castigaban el imberbe rostro del zagal que trataba de refugiarse bajo la pesada manta zamorana. Pesaba más la empapada estemeña, que el año que terminaría unas horas más tarde. El calabobos llevaba toda la tarde visitando intermitentemente al joven pastor. Su padre, en el aprisco, se encargaba de las ovejas paridas, ocupándose a la luz de la débil linterna de ubicar cada cordero con su madre. Desde el altozano de la ruina vieja, al abrigo de las paredes derruidas, Manolico veía el zigzaguear de la luz, cual luciérnaga hacendosa, trabajando sin descanso. El transistor pegado a la oreja transmitía la febril alegría de los locutores que contaban las horas para finiquitar el año. El zagal sabía que cuando terminara de faenar con las paridas, su padre subiría a relevarle con las ovejas vacías y el cabrío. Nada más ceder el mando, pensaba salir escopetiao hacia su moto para partir hacia el pueblo. Un baño caliente, la ropa de salir sobre la cama, oliendo a colonia, salir en busca de los amigos para cenar en la bodega del Tío Costilla. Ese año había colgado los estudios de banca y contabilidad. Había sido atrapado por la llamada de los campos. No le importaba que le cantaran sus primas:´
“El hijo de Dña. Sara, tan listo que parecía y se ha metido pastor….
Había sentido aquel verano la llamada de los inmensos y solitarios campos de su niñez, ante esa voz interior, todo estaba decidido. La sangre de sus ancestros reclamaba su entrega a los campos. Su renuncia a la ciudad, la ropa limpia a diario, el cómodo trabajo, no le pesaban en absoluto, pues era un elegido por la paz del campo. Espero, tras el baño y el acicalamiento, a que su padre, satinado de brillantes copos de nieve, entrará en la casa. Se despidió alegre, deseando a sus padres anticipadamente, un feliz año nuevo. Partió a lomos de su Puch Carabela bien abrigado con el gorro de lana y la bufanda gruesa, prendas a juego tejidas por su madre al amor del brasero. En la bodega, sus amigos entonados con la negra bota, reían ante una charada de sarmientos. Ellos eran compinches desde la escuela de Don Emilio y las primeras letras. Hijos de labradores y ganaderos, habían hecho peña desde que sus padres se lo permitieron. Entre bromas; dispusieron las parrillas llenas de chuletas sobre las rojas brasas de sarmientos. Pronto el siseo de la carne lleno la vetusta estancia. Los plof de la grasa al caer sobre las ascuas al rojo vivo, se sucedieron hasta formar una sutil orquesta. La bota de dos litros, la María, negra y sobada, corría sin parar de mano en mano, dejando en las barbillas de los barbianes el tinte rojizo del recio vino. Cuando terminaba un recorrido, el último en beber soltaba un determinante: Pilón, y la bota descansaba no más de un minuto, antes de empezar otra ronda. Las chuletas fueron vistas y no vistas, el hambre acuciaba a los estómagos jóvenes, pues todos habían laborado con sus padres por la tarde, saltándose la merienda con la emoción de la juerga-cena. Dejados los huesos de la última parrillada orondos y lirondos, se aprestaron a preparar las uvas pasas para las campanadas. Doce pasas delante de cada uno y un porrón de mistela para trasegarlas hacia el año nuevo. El encargado del reloj, golpeo con una cucharilla un vaso, llamando la atención de todos. Manolico sacó del bolsillo de su anorak su inseparable transistor, puso el volumen a tope esperando las campanadas desde la Puerta del Sol. ¡Dong, Dong! Entre risas las uvas se iban atragantando en las gargantas alborozadas, el porrón regaba las caras de pringosa mistela y el Año Nuevo entraba bajo un manto de pura nieve. Alborotados, salieron a la calle, abrazándose y felicitándose el año bajo un espurniar de fina aguanieve que bendecía los rubicundos rostros. Las campanas de la iglesia repicaron a gloria. Una vez apagados los rescoldos, cerraron la bodega y comenzaron el descenso hacia la zona de bares y el baile Las Vegas. Cantando canciones, explotando de alegría, se iban saludando con los paisanos que se dirigían al baile del Casino. Todo era una algarabía festiva, las calles desbordantes de gente tirándose serpentinas, confetis, haciendo sonar los matasuegras de papel. Después de felicitar al Chichi en el 63; cubalibre al canto, recalar en Los Matones, otro cubata al cuerpo; la sala de baile Las Vegas resplandecía en la noche con sus puertas abiertas de par en par. Salía la música en vivo de una buena orquesta, golpeando alegremente los oídos con su invitación a la danza. Con la entrada venía un número para la rifa de una cesta de Navidad. Entraron en tropel, subiendo al gallinero para ver desde arriba todo el espectáculo danzante. A sus dieciséis años no dejaban de ser unos chavales, pero nadie se atrevía a recordárselo, porque para desmentirlo se dejarían romper la cara por cualquier mastuerzo mayor unos años y con ganas de bronca tonta. La fiesta continuó, salieron de nuevo a los Matones, otro cubata al coleto. Cuando volvieron a entrar, la música no sonaba; el hermano Vicente, maestro de ceremonias del pueblo, repetía por tercera o cuarta vez:
“Que haga el favor de subir al escenario el poseedor del nº 269. Si no sube en breves momentos, se sacara otro número”
Manolico, entrando por la puerta con sus compadres, llegó a escuchar esto último, metió la mano en el bolsillo de su camisa, y estalló:
“Es el mío, yo lo tengo. Mío, mío,”
Toda la sala a rebosar se abrió a su paso, dejando un pasillo estrecho por el que llegar hasta la escalera que subía al escenario. El batería de la orquesta empezó un redoble de tambor que terminó con el aplauso general de toda la sala.
Vicente, micrófono en mano, comprobó el número y dijo:
“Ya tenemos ganador. El chico la Sara se lleva la cesta.”
Manolico, escoltado por su pandilla, se dirigió a la entrada donde el Sr. Trompeta le hizo entrega de la cesta. Exultante de alegría, repartía las bandejas de pasteles entre sus amigos, así como las botellas de sidra El Gaitero. Solo dejó en la cesta el jamón. Quería dejarlo en la cocina de su casa para cuando se levantaran sus padres. Seguía la fiesta, los rostros manchados de nata, la sidra bebida a morro. Era una noche inolvidable y mágica. Pasó el guardia civil que más manía le tenía a Manolico acompañado por su mujer; a pesar de ser vecinos, siempre le amenazaba con multarle cuando iba en la moto. Manolico cogió una bandeja de pasteles sin empezar, y se la entregó:
- Feliz Año, vecinos.
Porque eso es lo que eran todos: vecinos del mismo pueblo. Sin uniformes de guardias, carteros, alguaciles, camareros, pastores, labradores, mecánicos, fruteros, carniceros, panaderos, pescateros, tenderos, albañiles. Todos vestidos de fiesta, alegres por la bebida, vivos y contentos de comenzar otro año juntos.
Vecinos todos. Ricos y pobres, azules y rojos, serios y viva la virgen. Todos formaban un todo. Una unidad indestructible de orgullo por su tierra y sus tradiciones.
Al despertar a los toques en la puerta de su padre, apenas dormidas unas pocas horas, Manolico esbozo una sonrisa ante el espejo. Cuando oyó a su padre en la cocina, supo que no había sido un sueño.
“Caguen el turrón. Rediez. Y este jamón, ¿de donde sale, pués?

cheroki que recuerdos,cuando pienso lo rapido que ha pasado el tiempo me

que tiempos aquellos,y que rapido han pasado los años cheroki.
un saludo y feliz año a todos