Muelas de los Caballeros - Zamora

Queridos amigos. A mí, ni me gusta el fútbol, ni se jugar y, en general, no me gustan los deportes con reglas inglesas, que son casi todos. Por eso, hoy he subido a Sierra Helada con Sada, mi perra, y he cumplido con el cuerpo y la mente. Me he acordado de Joan, he visto las ninfas (gamones) del Ballet de Cuba, dormidas y el mar enarbolado como un potro salvaje.
Ya no amo mi pueblo, solo me quedan los olores a primavera y las ausencias de cal y mirto. Mi pueblo y, salvo raras excepciones, todos los pueblos de España han perdido el encanto, están muertos, deslucidos, sin pastores ni humedales para abrevar, ni gallos que anticipen el alba. Quedan los amaneceres y algunas encinas pasadas al lienzo por mi paisano Benjamín Palencia y fotografiadas por mí antes que desaparezcan.
Y el cuento, que es real como Gervasio, es el siguiente: En un pueblo de la Mancha, vivía un pastor, que todos los días del año salía al campo con su rebaño, sus perros y un burro que transporta el hato. Este pastor tenía una hija muy bella que deslumbraba a los mozos del pueblo cuando repartía la leche por las casas en lecheras de gran tamaño.
En la calle San Roque había una barbería, cuyo barbero (mi tío) era poeta y tenía un ayudante de nueve años para enjabonar la barba(que era yo). Por la tarde, cuando la luz es de seda y los amarillos descienden por las eras, la joven lechera bajaba calle abajo, cimbreante su cuerpo, a repartir la leche recién ordeñada. Justamente a esa hora, la barbería siempre estaba llena de parroquianos, unos para afeitarse y la mayoría para mirar. Al paso de la zagala, se encendía la barbería, unos soplaban, otros berreaban como berracos, aplastando los ojos en los cristales de la ventana. Una tarde de viento, al paso de la joven lechera por la barbería, una oportuna ráfaga levantó el vestido de la moza hasta más arriba de la cabeza, dejando al descubierto unos muslos encendidos que se bamboleaban mejor que los de Marlyn Monroe en el respiradero del metro neoyorquino ¡Qué alboroto en la barbería! ¡Qué espavientos! ¡Qué gallinero de gallos! Todos terminaban de subir al cielo y regresaban por un vientre espumoso y unos muslos de nacar, con la suavidad de la malva y el calor de la hoguera de San Juan. Y con tanto alboroto, al ayudante no le dejaron un espacio de ventana para mirar y quedó con dos pares de narices. ¡Qué mala suerte! ¡Qué mala leche! Se habló en la barbería de remolinos y terciopelos durante semanas.
A la lechera, que era muy bella y pobre, un señorito la quiso seducir en el mismo tiempo que tardó el viento caprichoso en dejar al descubierto tanta hermosura. Este espécimen de señorito-bobo, muy abundante en la época del estraperlo y el racionamiento, se creía que se encontraba todavía en los tiempos del derecho de pernada y, en un callejón en penumbra, sin preámbulos, quiso beberse de un trago la leche y la lechera. No contó con que la moza era muy decidida y le atizó con el recipiente láctico, abriéndole de tal forma la cabeza que esta hubo de ser cosida, vendada y paseada por el pueblo durante semanas.
La gente del pueblo era cruel y endiabladamente burlona. Escribieron la letra a una especie de romance y se cantó durante mucho tiempo.
Me he extendido. Lo siento, no se repetirá.
Saludos.

PD. Agustín Sardón, se me olvidó decirte que puedes utilizar cualquiera de mis escritos, sin olvidar que provienen de un perfecto des-ilustrado.

La Lechera de Barrax

El cuento de la Lechera de Barrax que nos ha expuesto Fernando Medrano, es un tanto atípico, dado que las cuentas no las llevaba ella en el caletre, sino unos cuantos “pasmaos” que, con maneras descaradamente rijosas, acoplaban su prisma visual a los cristales empañados de la barbería. Y eran otros sueños, desde luego, los que rumiaban sus mentes libidinosas, más relacionados con los instintos primarios que con las cuentas galanas de la lechera tradicional, que no estaban en la línea de la concepción, sino en la meta dorada del dinero.

Debió ser de infarto la repentina visión del culamen de la muchacha que, además, según los ojos desorbitados de Fernando, entonces niño inocente, parece ser que estaba realmente muy buena, pero que muy buena. Ya me imagino a algún mastuerzo del lugar elevando a la categoría de grano lo que inevitablemente era paja, y aún paja de cosecha comunitaria.

Tanta era la carne aireada y avistada y tan bueno el jamón involuntariamente exhibido, que algún estraperlista relumbrón, tan desnortado como fogoso, no pudo contener sus ardores y desasosiegos. Y haciendo mal las cuentas, atacó indebidamente la retaguardia de la muchacha que, en contra de lo que pudiera parecer, no sólo estaba cubierta de necesidad, sino también sobrada de decisión y de fuerza. Y no admitió otra leche que la que ella misma tenía. Y tenía mucha, tanta que la repartió a diestro y siniestro con el cazo.

No es difícil imaginarse al estraperlista tumbado sobre las leches concurrentes en el suceso, que eran varias, ni expuesto después a las risas de los paisanos con un aparatoso vendaje cuyo color inmarcesible recordaba también a la leche. Eso sí, una leche manchada por la sangre.

Concluido el altercado, la chica se sacudió los vestidos y, poniendo su cántaro por montera, se fue a casa diciendo: ¡No te jode, el moscón! ¿Dónde habrá dejado el chupete?

Un abrazo

¡Hola, Fernando!
Me ha encantado tu cuento!!!!! jajaja, ¡¡¡¡qué buena lección para el señorito que se creía con derecho a pernada!!!! y....¡¡¡y qué buen genio tiene la guapa lechera!!!!, muy bien, un buen taponazo, para que mida para otra vez!!!!
Me imagino, que el señorito no levantaría cabeza, entre vendas y burlas del pueblo!!!! se lo merecía!!!!
Un abrazo
Natalia