El "Agarrao" Hace mucho tiempo que no voy a una discoteca. Exceptuando las bodas. Pero en esos eventos no vas. Te llevan. Y para colmo a estas edades que gastamos, ya apenas vamos ni de bodas. Son más los funerales que las bodas, nuestras más asiduas reuniones. Son en ellos donde te sueles encontrar con los viejos amigos y amigas. Amigas que de jóvenes se hartaron a decirte:”NO” cuando las preguntabas si bailaban contigo. Al grano. Ahora les pregunto a mis hijos a mis sobrinos, ¿Cómo se hace o se está en una discoteca? Para empezar me dicen que apenas van. Es rara su visita a las mismas. Me quedo pensando que yo iba todos los sábados y los domingos. Aproximadamente de 8 a 1H. Ellos apenas van, dicen. Sin embargo aparecen por casa de las cinco de la mañana en adelante. ¿será para volver con luz y no correr peligros? Creo que esa es la razón. Cuando van me dicen que todo el tiempo la música es: Chunda, chunda, chunda… sin parar. Y entonces les pregunto que cuando ponen el “agarrao”. ¿Agarrao? Y eso que es… ¡¡Nos han quitado la emoción!! ¡¡Les han quitado el agarrao!! Los recuerdos se me agolpan en mi mente. Se amontonan queriendo salir. Entrabas en la LONG PLAY, si coincidía que ya estaba en la parte de tiempo que correspondía al agarrao, te ibas derecho a la barra. Vodka con naranja. Tomabas en la mano el vaso largo y te acercabas a la pista a empaparte bien de quienes, con quien y como. Esto último era lo más fundamental. Como. No era fácil ver apenas algo y más bien adivinabas. No es que llevara las gafas sucias. No. Es que estaba todo en penumbra. Pero como de dentro hacia fuera se veía más… Uno se dejaba ver sin moverse del borde de la pista. Se adoptaba la pose de: ¡Chicas estoy aquí! ¿Alguien ha preguntado por mi? Tras tres sorbos del vaso las luces de colores comenzaban a girar. Todo se iluminaba como si se tratase de una noche con fuegos artificiales. La música cambiaba repentinamente y se volvía loca. El cuerpo pedía moverse y saltar a la pista. Los cuerpos se contorneaban, los brazos giraban y la cabeza se retorcía como poseídos por el diablo. Lo vi después en la película “El Exorcista”. Lo único que permanecía fijo eran los ojos. Siempre mirándola a ella. Corros de amigos. Corros de amigas. Todos ellos en mitad de la pista. De ves en cuando sonaba una de Los Chichos. Aún estaba el del medio. Y buscabas la primera chica que tuvieses al lado para bailar la rumba y de paso lucirte si la pareja te lo permitía, por estar a tu altura, a tu nivel. ¡Total solo era una rumba! Pasaba el tiempo veloz. Me imagino que a Cenicienta la pasaría lo mismo en su noche. Y de repente… penumbra. Richard Cochantte se salía por los altavoces. Las chicas desaparecían de la pista y se iban a sentar o simplemente a apoyarse en la pared. Pegaditas a la pista. Tus ojos continuaban siguiéndola. Estaba todo controlado y sin embargo comenzabas a pedir baile por el lado contrario. Era el mejor momento cuando ponían “los lentos”. Te acercabas y preguntabas: ¿Bailas? Daba igual que la conocieses o no. Casi mejor que no; ya que así era lo único que podías preguntar y ante el repetido no, de la contestación, nada tenías que decir. Si por fortuna obtenías un sí, la costumbre mandaba si podías bien pegado a tu pareja, cogiéndola por la cintura y ella con sus manos en tus hombros convertían sus brazos en muelles o ballestas que empujaban en dirección contraria a la dirección de la fuerza de tus brazos. Puro ley física. Si tenías mucha suerte y te concedía baile alguien que ya tenías fichada y te enlazaba el cuello podías salvar la noche. Podías bailar sin más o aprovechar para presentarte, decir alguna tontería, conversar, etc. Normalmente preparabas un tema. No sé, por ejemplo: “Los gatos” y estabas durante un buen rato hasta que ella dijese la palabra “gato”. Había caído con todo el equipo. Entonces entrabas tú. Se solía ligar. Y durante el agarrao se solía hablar, oler, oír y rozar. Era el paraíso de los sentidos. Pero lo peor de todo era tener la mala suerte de estar bailando con una amiga de ella. Y que esta te preguntase las razones de no sacar a bailar a la otra. Con un poco de suerte te salvaba de nuevo la música desenfrenada. Sin decir nada te ponías a bailar frente a ella y conseguías en el mejor de los casos que no se fuera. Pero no porque se lo hubieses pedido. Intereses encontrados. Volvía el lento, el agarrao, y dabas un paso hacia delante la tomabas por la cintura y continuabas bajo el brujo de los sentidos. El final de la noche solía ser un simple adiós. Una simple: ¡Hasta el domingo! ¿Vendrás? Te reagrupabas con tus amigos. Camino del guardarropas la volvías a ver y volvías a sentir su mirada. ¡Otro domingo más sin bailar con ella! Y odiabas la falta de valor, la cobardía y el pudor. Lo que realmente contabas a los colegas camino de casa era otra cosa bien distinta. Se llamaba Begoña.
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