Torrijos - Toledo

El presidente del Gobierno admite un error. Un solo error. Haber confiado en quien no lo merecía. Y pide disculpas. Punto final. O no.

El problema del presidente del Gobierno es que ese reconocimiento podría haber tenido un efecto purificador hace un mes. Pero en lugar de expresar arrepentimiento entonces prefirió encastillarse. Insistió en no pronunciar el nombre de Bárcenas. Recurrió a argumentos estrafalarios para negarse a acudir al Parlamento. Dijo, por ejemplo, que a quien tenía que dar explicaciones era a los ciudadanos, como si las esmirriadas ruedas de prensa pudieran sustituir en un asunto de esta envergadura a la sede de la soberanía nacional.

Pero también dijo que no había novedades que le obligaran a dar la cara por este caso, pese a que acababa de destaparse su cruce de mensajes de móvil con el ex tesorero del PP. Dio síntomas de extrema debilidad, como pactar con un periodista el contenido de una pregunta para salir airoso del trance. Y se atrincheró en la idea de que, en el fondo, de lo que aquí se trata es de la palabra de uno contra la de otro. Es verdad que en los juzgados la cosa funciona así, pero un responsable público, sobre el que no debe existir sombra de duda, está obligado a ofrecer algo más.

Todos esos errores de estrategia no son nada, en cambio, comparados con el SMS que envió a Bárcenas cuando ya se sabía que éste tenía cuentas en Suiza. "Luis, lo entiendo. Sé fuerte. Mañana te llamaré. Un abrazo". Había nacido el "amiguito del alma" de Rajoy.