¿Y TU… QUE TAL MIENTES? Hoy es difícil encontrar, en las actuaciones de los profesionales de la política, o de cualquier actor público con capacidad de influencia social, la disposición personal para reconocer las consecuencias de sus propios actos: se destaca el logro de sus objetivos individuales como un bien obtenido en sus actuaciones, y se minimizan los posibles efectos perversos para la colectividad, bajo el argumento de que es el precio que hay que pagar por el logro de aquel bien. De esta manera se mantiene a salvo el ámbito de los privilegios y se aleja la posibilidad de una rectificación y de una asunción de la responsabilidad, en su caso. Este modelo de conducta va penetrando en los comportamientos generales de la población, configurando una cultura que olvida lo ya definido desde la filosofía y desde los filósofos, esto es, que la libertad radical del hombre se fundamenta en la responsabilidad. La racionalidad ha llegado hasta tal hipertrofia que se justifican con razones externas los efectos de nuestras acciones: las causas de los problemas siempre están fuera. El discurso que manejan ciertos “líderes” y “tribunos” de nuestra sociedad, desarrollada y democrática, no les compromete en nada. No se asumen las responsabilidades, se busca justificar los efectos sociales que provocan las actuaciones por no tenerse en cuenta la existencia de los otros con los que se interacciona. Por eso, los discursos y las actuaciones posteriores están llenos de razones que manipulan los resultados no deseados. En esa labor de justificación sí se hace un gran esfuerzo y se gasta mucho dinero. No importa si todo se tambalea, si las instituciones quedan en entredicho. Si las razones argumentadas no tienen consistencia, no importa. Lo realmente interesante es que el discurso consiga convencer al pueblo. Así, superamos los efectos que se han producido sobre la imagen del líder. Ese es el objetivo, y los problemas acaban ahí. En el fondo, el discurso actual es una máscara que nos oculta la realidad. Dicha máscara está hecha con los ingredientes que requiera la oportunidad. Esos ingredientes nunca serán los mismos, ya que para ello se prostituirá la palabra, que cambiará su sentido según convenga. Se usarán las palabras que pueden confundir la conciencia que el otro posee de los hechos; se ocultará la realidad tras aquellas palabras que tienen eco en la subjetividad del que escucha. De esta manera, el otro o los otros son enredados en los cables del discurso oportunista que le construye una realidad aparente, respaldada por la supuesta autoridad del que habla: en eso han avanzado mucho las técnicas de los políticos. Al final, por lo menos momentáneamente, el pueblo queda convencido de la bondad de los objetivos del brillante líder y de la atractiva imagen que proyecta su oratoria dimensionada por el poder de salir en los medios de comunicación. Sin entender cómo, el pueblo se solidariza con la acción o con la mercancía que le vende el líder. También el pueblo asume los efectos no previstos e incluso puede terminar celebrando, como si fuesen propios, los éxitos alcanzados por el “protagonista”, de esta tragedia, claro. Las otras consecuencias, las que nunca se tuvieron en cuenta, las que atañen a los intereses de los otros, si benefician a alguien serán gracias a las bondades del líder, pero si son desgraciadas se les llamarán efectos colaterales. Es decir, colaterales porque se las hacen a un lado, pues no interesan como dato para prever y revisar la acción, y para asumir responsabilidad alguna. De esta manera, repartimos la desigualdad como si hubiésemos hecho justicia. El dolor causado no se tiene en cuenta, es obra de una voluntad ajena al propósito que se perseguía. Quizás este propósito ajeno sea denominado voluntad divina, esa voluntad lejana e imprevisible que todavía está probando la paciencia de los muchos y premiando con poder y bienestar, nunca se sabrá las razones, las vidas de los pocos, aquellos que se han nominado, a sí mismos, los poseedores de la tierra. Gracias por leerme luismgon
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