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El Carpio de Tajo - Toledo

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España > Toledo > El Carpio de Tajo
25-01-11 23:27 #6938952
Por:kalmaera

MISERIA ESPIRITUAL Y MATERIAL 3
Los chicos eran más revoltosos que ahora y cometían actos no muy acordes con la buena educación y reglas de urbanidad y así cuando veían a una señora ostensiblemente embarazada, que entonces era muy fácil detectar, pues no se usaban fajas como ahora, la seguían, haciendo como que tocaban el bombo de una banda de música, al tiempo que, señalándola, gritaban “la tambora” y la señora, sobre todo si era joven y primeriza, se ruborizaba y les amenazaba con tirarles piedras, que entonces sí había por las calles.
Otro motivo fugaz de diversión era cuando divisaban unos perros ligados (“enligaos”, decían ellos) a los cuales hostigaban, hasta que lograban desenlazarse y salir de naja en direcciones opuestas, acorde a las posiciones que ocupaban antes de poder separarse.
En la época de las crías de gorriones, a los que llamábamos “pájaros nuevos”, cada chiquillo tenía su tirador o tirachinas y era común ir a pájaros, como solíamos expresarnos entre nosotros y así, sobre todo durante la siesta, íbamos a los olivos de los arenales o a alguna alameda y había veces que conseguíamos cazar un montón de ellos.

Llevo muy dentro conmigo
el dolor de este pecado;
quisiera haberlo olvidado,
pero nunca lo consigo.

Había algún chiquillo que había logrado traspasar las sagradas fronteras del pueblo, (frontera que también lo era de nuestro ecúmene particular, pues creíamos que más allá se acababa el mundo habitado) por haber ido a Madrid o cualquier otro lugar lejano. Nos traía noticias y vivencias desconocidas para nosotros, que nos hacían pensar en lugares remotos, donde sucedían cosas que nunca habíamos visto ni oído. El feliz protagonista, presumía en nuestra presencia de haber visto la “carretera general”, como se llamaba a una simple carretera, por el hecho de estar asfaltada e incluso traía a veces una moneda que había dejado sobre la vía antes del paso del tren. Nos la enseñaba, toda aplastada, al mismo tiempo que nos hacía amarillear de envidia, comentándonos la velocidad del mentado tren,”tan largo como un día sin pan”, a propósito de un refrán muy común por aquel entonces.

Madrid es mucho Madrid,
acogedora de todos,
de muy elegantes modos,
de ciudades adalid
y yo creo que ahí está el quid
de que tanto la queramos,
como propia defendamos
y si necesario fuera
en la mano su bandera
a pelear por ella vamos.

Sobre Madrid, si había tenido la suerte de que ése fuese su destino, no paraba de contar maravillas y cosas inéditas para nosotros, como que la gente caminaba por sus calles por la derecha, la enorme altura de sus edificios, sobre todo comparándola con los del pueblo, donde sólo un pequeño número de casas estaban dobladas. También la cantidad de coches que circulaban por sus calles, los cartelones tan grandes que anunciaban las películas en los numerosos cines que había en la capital y si traía tebeos los exhibía como botín, si bien luego nos los dejaba leer.
En cuanto a las chicas, solían llevar una melenita corta, vistiendo con blusa y/o una rebeca de lana, según la temporada y una faldita plisada, tipo escocesa, que llevaban muy airosas. Estuvo muy de modas hacerse la permanente por parte de las jóvenes y hasta se hicieron canciones alusivas al hecho.

Todas son una hermosura
se pongan esto o aquello,
ya que les sale lo bello
gracias a su galanura.

Por lo que se refiere a la apariencia, la verdad es que la mejora ha sido inefable, pues los hombres muy trabajados y mal alimentados eran casi todos pequeños de estatura, abundando los encorvados, aunque no llegando a jorobados. Las mujeres, las mayores con su pañuelo a la cabeza, preferentemente negro, o al menos oscuro, con el pelo recogido en un moño en la parte posterior de la cabeza que cuando lo destrenzaban dejaban ver una larga cabellera que hubiera hecho las delicias de un indio apache. En cuanto a las mozas, comenzaban pronto a seguir las pautas de las mayores y la melena corta dejaba paso a esa mata de pelo que hemos descrito y la falda se convertía en refajo y los tacones de los zapatos engordaban y disminuían de estatura.

Del moro es reminiscencia
en la cabeza el pañuelo;
parece que están de duelo
si juzgamos su apariencia.

Tanto las unas como las otras, aunque no todas, iban a fregar los cacharros de la comida al arroyo (“la royo”, que llamábamos), yendo con sus cestas repletas y allí, en determinados lugares, tenían un lugar específico para ello y una vez fregado y seco, regresaban a casa con el “mercao”, como se llamaba a los cachivaches que llevaban. Esto lo solían hacer sobre todo, quienes vivían no muy lejos del arroyo.
Había días, sobre todo en los largos y agradables de temperatura, en que se iban a lavar la ropa hasta el arroyo Cedena (llamado “cena” entre nosotros), al otro lado del Tajo y en dirección a Malpica, es decir, a varios kilómetros de distancia. Lo normal era ir con caballerías que cargaban con la ropa y a veces con quien la lavaba. Luego se regresaban tan contentas, ponderando la suavidad que adquirían las prendas y ajuar de camas con el agua milagrosa del arroyo. Ya que hablamos de desplazamiento, mencionaré otro que se hacía también de temporada y era el que se hacía a La Puebla de Montalbán, a traer albaricoques, que se hacía igualmente en caballería o a cuestas. Después se decía siempre que los de La Puebla eran mejores porque tenían el hueso dulce, comparándolos con los de S. Martín de Pusa, que eran de hueso amargo y eso lo decían todos los años, como si esta simpleza formase parte de un ritual.

Se iba a donde hiciera falta
que su hambre se lo imponía
y si es más lejos se iría,
ya que el hambre era muy alta.

Los entretenimientos estaban circunscritos a los domingos y fiestas de guardar, cuando los hombres se iban a la taberna y allí se bebían sus vasos de vino blanco, porque tinto no había, ya que sólo se consumía vino local y aquí las viñas de uva negra se podían contar con los dedos de una mano y sobraban, casi todos envuelto con sifón. El vaso en el que bebían, lo enjuagaba el tabernero en el agua contenida en un barreño grande con gran complacencia de los clientes, pero que pensándolo con nuestra mentalidad de ahora es una guarrería descomunal. En el balde se juntaban todas las sobras de todos los bebedores, ya que, no sé el porqué, en este pueblo se ha tenido siempre la costumbre de dejar un poquito en el vaso, que no se apura hasta el final, quizá tratando de demostrar ausencia de tacañería. Recuerdo el sufrimiento del pobre tío “Gabrielo”, que por tener una enorme costra en la cara, posiblemente un melanoma, tenía que acudir a las tabernas con un bote, en el que le echaban el vino, para que no usase los vasos en los que todos bebían, ya hemos visto su pulcritud.

Buena cosa es la limpieza,
tan buena como estar sano,
pues vivir como un marrano
por la suciedad empieza.


A veces, se juntaban algunos amigos a jugar la partida, en la que la apuesta consistía en una limonada, en la que se mezclaban vino, agua, rajas de limón y azúcar y solía ponerse también un chorrito de coñac, para darle más consistencia y de comer unos tostones ( el tío “cuco” tuvo la exclusiva de su confección y por eso decíamos “el tío “cuco”, el de los tostones”). También cacahuetes, que aquí se llamaban “alcagüetas” y con eso estaban toda la tarde. Curiosamente, se solía beber a veces en el mismo vaso, que se iban pasando de uno a otro, en riguroso turno. Otras veces no hacía falta echar la partida para hacer lo mismo. A la hora de pagar, parecía que se habían jugado los pozos de un campo petrolífero, por las disputas que había y recuerdo una anécdota que me contaron de una partida en la que uno de los ganadores decía a los que habían perdido: tocáis a tanto cada uno y la perra chica de non la tenéis que poner a medias.
La taberna también era visitada por los hombres todos los días temprano, para tomar la o las copitas de aguardiente, con lo que se conseguía matar el gusanillo, como era clásico decir y ver si les contrataban para algún trabajo, que los obreros eventuales tenían que recurrir a eso en aquellos tiempos, sobre todo para trabajos de corta duración.

Encontrar trabajo era
más apremiante que darlo,
por eso había que buscarlo
en la plaza o donde fuera.

Las mujeres tenían peor suerte, pues se les exigía permanecer en casa, a no ser que tuviesen que ir a la compra, y por la noche, ya todos juntos, salían al fresco si era verano después de cenar, hasta el toque de ánimas o poco más tarde. Se hablaba de las peripecias del día, pues entonces no había ni televisión, radios apenas y era una odisea enterarse de lo que decían, por lo mal que se oían y aunque hubiese sido nítido, nadie lo hubiese entendido, ni a nadie hubiese importado.


Si televisión no hubo
ni las radios funcionaban,
las mujeres se encontraban
y así hablaban por un tubo.

Cuando llegaba la fiesta de Santiago, recuerdo que la gente subía o bajaba, depende de donde viviera, hasta la plaza y se sentaba en la calle o en la casa del tío “Panes”, que era quien hacía el granizado de limón. Solían venir como en procesión, la familia completa, el matrimonio emparejado y delante los chiquillos corriendo y cuando encontraban a algún conocido le decían, muy orgullosos, que iban a refrescar, que era una cosa obligada en las fiestas mayores.

Aquí ni pongo ni quito
que solamente constato,
haciendo este fiel retrato
de algo que llegó a ser rito.

Los muchachos participábamos en los juegos, de los que había una barbaridad, desde el “corcho”, nombre local que se da al juego llamado pídola, con su variante “buenos días señor maestro” a la “pérrica”, pasando por el escondite, “rata corría”, tin y qué se yo cuántos. Los más aceptados, porque ya eran de ganar o perder algo de tu propiedad, eran las bolas, las balas y los platillos; las bolas las echábamos en un gua, o bien las tirábamos en una piedra, que las despedía y luego se medía la distancia con la bola de otro muchacho con la mano abierta y si se lograba dar a las dos con ella era señal de que se ganaba esa mano. La piedra donde jugábamos más famosa, era una que había en la esquina de la plaza y las “Cuevas del cura”, bajando a la derecha.

Cuántos lugares,
cuántos recuerdos,
llorando a mares
volver a verlos.

Las balas llamábamos a los casquillos de los cartuchos de fusil, una vez disparados, habiendo perdido el plomo que salió a buscar su blanco y el detonador que hizo explosionar a la pólvora que lo expulsó quedando vacíos y que tirábamos a meter en un boche. Los que jugábamos en la plaza, lo hacíamos en una reguera de cemento que había entre los árboles, como conducto del agua para regarlos a lo largo de la pared del lateral donde estaba la taberna de Jesús Rico y de Pedrés, por decirlo con nombres de actualidad, aunque Pedrés ya no ejerza de tabernero. Sonaban con agradable repiqueteo, cuando lográbamos introducirlas en ella y los platillos eran los tapones metálicos de hojalata con lámina de corcho de las botellas de cerveza o gaseosa. Se machacaban para hacerlos más manejables e inofensivos y también se metían en un boche, tirándolos desde una determinada distancia, cosa que también se hacía con monedas. Me voy a extender más en los juegos, pues no en vano en esa época era yo muchacho y como tal la mayor parte del tiempo lo empleaba en el juego y sus vicisitudes .Así puedo contar cómo jugábamos a la guerra (la teníamos tan cerca), haciendo parapetos con terrones grandes y desde una distancia razonable nos tirábamos también terrones más pequeños o incluso piedras de canto rodado y más de uno iba con un pañuelo en la cabeza tapando un chichón, consecuencia de ese juego.

Con casquillos se jugó
y era nuestra diversión
y quizá a algún corazón
su plomo lo destrozó.

Lugares preferidos de otros juegos eran la plaza y la glorieta (en ésta me pasó una cosa curiosa y fue que me agarré a una farola para dar una vuelta sobre ella y por un contacto que seguramente había entre los cables y el hierro de la farola me quedé pegado a ella. No podía despegarme por más esfuerzos que hacía para conseguirlo y con los nervios de punta gritaba como un descosido, hasta que oí decir silla, creo que fue Agustín, el ahora médico, quien la pronunció, o quizá Ricardo, su hermano, pero seguro que uno de los dos. Yo me hice eco de la palabra y la repetí con todas mis fuerzas y alguien entró en la casa donde vivía Catalina y la sacó del portal, poniéndola a mi alcance. Inmediatamente me desasí de lo que había sido mi potro de tortura durante un rato y motivo de orgullo. Vinieron todos los chiquillos que pululaban por los alrededores a preguntarme qué había sentido y si me notaba algo por el efecto de la electricidad y no sé cuántas cosas más, a lo que contestaba como consumado aventurero que acabase de llegar de una cacería de leones),y a ellas acudíamos no sólo los de los alrededores, sino los de lugares más lejanos.

Menos mal que la corriente
que por entonces había
menos voltaje tenía,
pues era muy deficiente.

Los muchachos que vivían en la periferia, como los de “cantarranas”, pongamos por ejemplo, solían jugar en sus propios barrios, que consideraban territorio propio y rara era la vez que algún chiquillo que no perteneciese al mismo pasase por ellos a algún recado o casa de un familiar, que no se llevase algún coscorrón del cabecilla o sus acólitos de esos lares. Cada barrio tenía su cabecilla y del que más me acuerdo era de Chencho, cabecilla de su barrio.
Había acontecimientos puntuales, como se dice ahora, en que la chiquillería se divertía de lo lindo, entre los cuales se encontraban la Navidad, sobre todo por ir a la Misa del Gallo y después a dormir cuadrillas enteras, haciéndolo en un pajar, que era lo clásico.
Otro momento esperado con ansiedad era la matanza, más que nada por conseguir la vejiga del cerdo, que se metía entre ceniza de la lumbre y después se inflaba, dándola golpes en la pared y así se hacía más grande y duradera. Después, se empleaba para hacer la zambomba, si se había hecho la matanza antes de Navidad.

De cómo eran las matanzas
a cómo se hacen hoy,
yo muy bien seguro estoy
que no existen semejanzas;
son como el trigo y sus granzas.
Entonces era una fiesta
que dejaba bien repuesta
la despensa para el año,
consiguiendo un buen apaño
dejándola recompuesta.

Cristino Vidal Benavente.
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