VERSOS - EL TESORO DE SAN BARTOLOMÉ (relato) En una de mis pocas visitas a la ermita de Ronda, se me ocurrió mirar hacia las Peñas de S. Bartolomé, que yo conocía bien, pues en más de una ocasión, cuando era pequeño, había visitado aquellos andurriales. Desde lejos, no parecían tan imponentes como yo las recordaba y pensé que quizá fuese porque ellas están ahora como estaban antes, pero yo tenía otra vara de medir diferente a la de mis años juveniles. Esto es muy frecuente y así te das cuenta de que ahora, por ejemplo, los quintos te parecen casi niños de escuela, cuando antes los veías como gigantes. No digamos de las distancias muchas veces recorridas, como de tu casa a la plaza, que la veías allá a lo lejos y ahora está al alcance de la mano y con los edificios ídem de lo mismo. A propósito de esto, me acuerdo de cuando íbamos de taberna en taberna y yo proponía ir a la de Sonajas, eran pocas las veces que conseguía que me hicieran caso, pues me salían con un “¿Hasta allí vamos a ir?” y estábamos en la plaza. No pensé más en ello, pero sí se me pasó por la cabeza la idea de ir a realizar un recorrido por aquel contorno, acercándome a la chorrera del río, por donde había pasado en algunas ocasiones en verano. Después, trataría de subir hasta las cuevas que hay en las peñas, aunque tuviese que recurrir a gatear algunos metros para lograrlo. No sería en aquel momento, pues me encontraba cansado y, además, era un poco tarde, por lo que decidí dejarlo para otra ocasión. Esta ocasión llegó una tarde en que decidí dar un largo paseo por ese camino tan poco transitado como es el de “senderos”, pasando por la cuesta de la “atalaya” y continuando hasta las “peñas de S. Bartolomé”, como lo hice en compañía de los niños de las escuelas unos 70 años atrás. Allí no tuve por menos de recordar la ocasión en que los maestros de aquel entonces cometieron una imprudencia que pudo habernos costado muy cara a los niños, como a ellos mismos. Algún maestro había tenido la desafortunada ocurrencia de llevarnos hasta allí, portando cada uno su banderita, colocándonos frente al otro lado del río. Éramos un blanco perfecto para quien hubiese tenido la insensatez de disparar sobre nosotros, que hasta pudo hacerlo en el probable caso de no disponer de medios ópticos para ver qué era toda aquella parafernalia, que estábamos en guerra. Gracias a Dios no hubo tal cosa y regresamos sanos y salvos al pueblo. Esta anécdota no ilustra para nada lo que viene a continuación, pero cuando llegué a aquella especie de balcón no tuve más remedio que rememorarla. Como estoy narrando todo lo que me sucedió aquel día, ha tenido que salir forzosamente, pero la vuelvo a encerrar en el saco de los recuerdos, ese saco que llevas a cuestas toda tu vida; unas veces el recuerdo te pesa con liviandad y otras como una losa. Al cabo de un rato, desanduve un poco el camino y bajé hasta cerca de la ermita y continué hacia el “soto” y llegué hasta las cercanías de la chorrera, a escuchar el ruido que hacía el agua al chocar entre los cantos rodados de la misma. Supongo que este ruido no tendrá nada de particular, pero a mí me pareció que lo tenía también en el baúl de los recuerdos y era específico de esa chorrera nada más, de ninguna otra. No resistí a la tentación de descalzarme y meter mis pies en ella, cosa que hice con delectación y hasta recogí algunas piedras lavadas de formas que me parecieron interesantes, cosa no extraña en los cantos rodados expuestos a una corriente más o menos impetuosa. Cuando hube repuesto fuerzas, que tal me pareció mi chapuzón de pies, me calcé y me armé de valor para acometer la aventura de llegar hasta las cuevas de las peñas ya mencionadas de S. Bartolomé. No fue fácil la ascensión, porque en los últimos metros la pendiente era más fuerte de lo que yo recordaba, al menos para mi situación física actual. No obstante, si lo físico había disminuido ostensiblemente, lo anímico se mantenía a la misma altura de mis años juveniles y no diré que aumentado, pero sí que al unirse con la cabezonería lo pareció. Lo que me extrañó era que no se veían señales de que por ese contorno hubiese pasado alguien en bastante tiempo. Las únicas huellas visibles eran de conejos y otros animales, pero ningún rastro del paso de gente por esos lugares. Hasta llegué a pensar si no sería yo la última persona que holló aquellos parajes cuando era pequeño, cosa que me llegó a halagar, aunque no tenga mérito alguno. A medida que me iba acercando a la cueva que elegí, se me hacía el camino más arduo y tuve que recurrir a apoyar las manos en el suelo en los últimos metros, pero finalmente llegué hasta donde pretendía. No era otro lugar que donde hace tantos años me encontré un nido de alcotanes que tenía cuatro crías de estas aves rapaces, en una especie de nicho dentro de la cueva. Estaban a punto de comenzar a vivir por su cuenta y mi llegada fue como un pistoletazo de salida para ello, pues salieron volando por encima de mi cabeza y me dejaron con las ganas de haber capturado a alguno de ellos. En aquel momento, sentí gran tristeza por el hecho, pero ahora me alegré de que sucediese de ese modo. El nido parecía estar tal como me lo encontré y no era extraño, pues quién iba a meter la mano en una oquedad tan pequeña y con señales inequívocas de haber sido el cobijo de animales. Lo más probable era que si alguien había llegado hasta allí y lo hubiese visto, pensaría que era la covacha de lagartos o culebras. Sea comoquiera, allí estaba ese nido desafiando al tiempo, en el mismo estado en que lo encontré hace tantos años. Hago hincapié en lo del nido, es decir, del agujero que era la puerta de entrada al mismo, porque también es la puerta de entrada al resto del relato que viene a continuación. Como acto reflejo de una cosa que sucedió hace tantos años, alargué el brazo hasta el agujero y metí la mano en el mismo, como esperando coger alguno de los pollos de alcotán que habitaban allí y que vi con mis propios ojos. No fue así, pero si recibí una impresión muy fuerte al rozar con mis dedos la piel escamosa de un lagarto, que al sentirse molestado salió rápido del agujero. Al hacerlo, levantó con sus patas la tierra de la entrada, que me cayó sobre la cara y me dejó momentáneamente cegado. La reacción que tuve fue la de dar un salto atrás, lanzar una imprecación contra el maldito bicho y meter el palo largo y grueso, a modo de bastón, que me había acompañado en la subida, en el agujero. Lo empujé con fuerza y continuaron mis desdichas, pues se introdujo todo él, al que siguió mi brazo y fui a dar con el hombro en la pared de la cueva, haciéndome daño. Me dio la sensación de que acababa de meter un estoque hasta la cazoleta en el pecho de un odioso enemigo. Cuando me recobré del susto, escarbé con el palo que seguía en mi mano hasta donde pude, pensando que me encontraría con la pareja del lagarto que salió de naja, pero no fue así; allí no había ningún bicho, pues de haberlo habría salido. Me iba a salir de la cueva, pero el mal instante que me hizo pasar el lagarto me hizo concebir una venganza, pues pensé que quizá estuviese incubando sus huevos, ya que estábamos en primavera. Metí el palo nuevamente, al que até los tallos de unas hierbas que corté en las cercanías, para hacer más extensa la superficie de su final y así arrastrar lo que encontrase a su paso hacia mí. El primer intento fue infructuoso, pero mi tozudez tuvo recompensa, ya que a la segunda fue la vencida, como se suele decir. Junto a excrementos, supongo que de lagarto, venía entre el ramaje de la hierba un objeto que brillaba, hecho que me hizo dar un silbido de sorpresa, pues a todas luces no podía ser del uso de los lagartos. En menos que canta un gallo, daban vueltas en mi cabeza historias de tesoros ocultos y encontrados por casualidad y que habían hecho si no la felicidad, sí la fortuna de los que habían tenido la suerte de su parte, al ser sus descubridores. Mis pensamientos iban de un lado al contrario y tan pronto me encontraba entre los elegidos por el azar, haciéndome el dueño de una riqueza fabulosa, como entre los que sí habían disfrutado de la suerte de hallar algo novedoso, pero de poca monta. La importancia de lo que llegó a mis manos no la pude calcular en esos momentos, pues era lo que parecía ser una moneda o medalla. Era de un grosor grande y el relieve también me pareció excesivo y en una de las caras se veía con claridad la figura de un búho o lechuza y en la otra la cabeza de un toro. No quería avanzar en mis pensamientos y al mismo tiempo algo me impelía a lo contrario y mi estado anímico era como si me encontrase en una nebulosa. Estuve tentado de salir corriendo e irme al pueblo, a contar lo sucedido, pero prudentemente opté por no hacer tal cosa, pero sí que me regresé a mi casa. Pensé que era preferible volver e intentar escarbar con algo más adecuado, para sacar lo que hubiese en ese cubículo o madriguera, si es que lo había. Aunque tenía una cierta seguridad en que a nadie se le ocurriría repetir lo que yo había hecho, tome mis precauciones y dejé aquel lugar tal como lo había encontrado, si bien tapé el agujero con una piedra. Regresé al pueblo y no le dije a nadie absolutamente nada de lo que había visto y hecho, ni siquiera a mi familia, aunque a veces me parecía que lo iba pregonando. Pensaba que se me notaba en los ojos, cosa absurda, pues ¿cómo se iba a imaginar nadie tal cosa?. Me fui tranquilizando y sobre todo me aguanté las ganas de regresar a las peñas, a continuar con mis pesquisas. Lo único que hice relacionado con tal cosa, fue encargar a Albino “geta”, el herrero, que me hiciese una especie de arrebañadera, es decir, un mango muy largo que tuviese en la punta unos ganchos para arrastrar. También una especie de pala en ángulo recto, que fuera intercambiable con los ganchos, para usarlos indistintamente, según conviniera. Albino me dio un susto cuando me preguntó para qué me serviría tal instrumento, pero salí del paso diciéndole que era para cazar una “cancarabaña”; nos echamos a reír y ahí acabó la cuestión, afortunadamente. Pasaron unos días y no me decidía a repetir la visita a la cueva, pero finalmente cogí mi arrastradera, aunque la llevaba desmontada, de tal modo que el mango, que había dicho a Albino me lo hiciese de tal modo que se atornillara para hacerlo más grande, iba aparte de la arrastradera propiamente dicha. Ésta, o por mejor decir, éstas, pues eran dos las que me había hecho confeccionar, las llevaba en una talega, bien ocultas. Esta vez me fui por el camino de “senderos” directamente, bajando después a la cueva con una soga que até a una estaca que clavé fuertemente en la tierra y así me ahorré mucho camino y no pocas dificultades, como las que pasé la otra vez. Estaba seguro que no me vería nadie hacer tal maniobra, a no ser que fuera desde el otro lado del río, pero esto no me preocupaba lo más mínimo; otra cosa hubiese sido si fuera desde la cercanía, que quizá me hubiese obligado a dar alguna explicación a mi proceder, extraño a todas luces. Cuando estuve en la cueva, armé mi herramienta y me apresté con celeridad a llevar a cabo la misión que me había traído hasta allí. El corazón me latía como caballo desbocado cuando introduje la “arrastradera” en el agujero, una vez hube quitado la piedra que lo ocultaba. Previamente había ensanchado la boca del agujero, para así poder tener más ángulo en el que maniobrar y llegar mejor a cualquier rincón que hubiese al fondo. De todos modos, había pensado que si sacaba más cosas de ese escondite, quizá fuera la ocasión de horadar en amplitud, para llegar hasta su final. De esta manera, no quedaría nada sin escudriñar, pero quería esperar a ver si merecía la pena, por las muestras, acometer tal empresa. La primera vez que introduje aquel aparato, lo saqué despacito, como si quisiera no dañar la presunta carga que me traería, según mis deseos. No sirvió para nada, pues no llegó nada que no fuera tierra y restos de deposiciones de los animales que allí se habían refugiado. Pensé que mi gozo en un pozo, aunque aquello no pareciese un pozo propiamente dicho. Se me cayeron los palos del sombrajo y me autoproclamé iluso, memo y no sé cuántas cosas más. No obstante, volví a repetir la operación y el resultado fue el mismo y la tercera me dio el mismo fruto, por lo que ya desistí de volver a hacer el tonto, según me dije. Desarmé mi aparato desilusionado y me disponía a salir de la cueva, cargado con mi decepción cuando ocurrió un hecho insólito, que vino a cambiar mi suerte. Tal hecho fue que un nuevo lagarto salió apresuradamente del agujero y entre sus patas había arrastrado dos nuevas monedas o medallas similares a la que encontré la vez pasada. Me olvidé del loado lagarto, que salió como rayo de la cueva y volví a meter la arrastradera de nuevo. Esta vez sí coincidieron los hechos con mis deseos y logré traer hacia la boca del agujero un buen montón de monedas, cabalmente todas iguales. Con esto quiero decir que en una cara tenían la cabeza de un toro y en la otra la representación de un búho o lechuza. Las limpié de la tierra de la que estaban cubiertas y las froté con fuerza con la tela de la talega, brillando intensamente. Las conté y resultaron ser 17 y ya sí estaba convencido de que eran un verdadero tesoro, pues a su valor intrínseco habría que sumar, probablemente, el numismático, si es que tenía la suerte de que fueran de una época, lugar o cualquier otra circunstancia positiva. No sabía si continuar hurgando en aquel cofre térreo o irme con el producto de mi buena suerte, guardarlo bien guardado, averiguar lo más que pudiera sobre ello y ya habrían más ocasiones para hacer de cazatesoros. La codicia me aconsejaba continuar, pero la prudencia pudo más y opté por regresar a casa. Dejé escondidas las dos piezas que enganchaba al final del mango y una parte de éste bajo tierra y con la otra parte del mango haciendo de bastón me encaminé hacia el pueblo. La talega, al dejar las piezas de la arrastradera escondidas en la cueva, la empleé para llevarme las monedas bien guardadas a mi casa. Ya disponía de 18 monedas, 17 de las cuales escondí en una especie de minizulo, poniendo encima para disimular una planta de aquilea, que prende muy bien y que nunca delataría lo que había debajo de ella. Allí era imposible que nadie descubriese las monedas, aunque supiese que existían. La primera moneda que me encontré, me la llevé a Madrid, donde la hice una muy buena fotografía por ambas caras, pues no quería enseñarla al natural a nadie. Me llevé la fotografía a “Numismática Mediterránea” y allí la enseñé, diciendo que estaba haciendo un trabajo sobre monedas y medallas y me había encontrado con una foto similar en una revista, pero no figuraba su catalogación. La persona a la que enseñé las fotos, se metió en un despacho y al rato salió junto con un señor que parecía ser el dueño del establecimiento o, al menos, el encargado principal del mismo. Me hizo un gesto diciendo que pasara al despacho con él y después de hacer otro gesto señalando un sillón frente al suyo, se dispuso a interrogarme sobre la moneda. Al menos a mí me pareció un interrogatorio casi policial. Yo no estaba preparado para tal cosa, así que me sentí encerrado en un callejón sin salida y me preparé a contestar con evasivas, tratando de salir del paso. También me quedaba el recurso de no contestar a nada, dando la callada por respuesta y salir por la misma puerta por la que había entrado. De todos modos, sentí una curiosidad comprensible y esperé a recibir la primera pregunta, como así fue. Naturalmente, me preguntó que en dónde había adquirido esa fotografía y si no habría sido yo quien la hiciera, en cuyo caso tendría la moneda, o al menos la habría visto en algún lado. Me dio la sensación de ser un juguete en manos de ese hombre, hasta el punto de que dudaba si no me habría visto hacer las fotografías, cosa impensable por absurda, pero hasta ahí llegaba mi dependencia de él en ese momento. Me sentía como una cucaracha con la que un gato estaba jugando y que al final terminaría por fenecer, cuando el gato se cansara del juego. Terminé por decir que sí había hecho las fotos de una moneda que me había encontrado y al preguntarme que en qué país me quedé atónito, sin llegar a entender la pregunta del todo. No sé cómo no se había ahorrado esta pregunta, pues estábamos en España y se suponía que debió ser aquí donde la adquirí. Terminé por confesar que la había encontrado en España, pero sin especificar dónde ni las circunstancias, pues no quería que alguna pista le condijera a mi escondrijo, pues deduje que la moneda tenía mucho valor. También él se confesó conmigo y me insinuó que la moneda en cuestión era una auténtica maravilla, con un valor incalculable, cosa que me sedujo. Si era así, cuánto no sería el valor de toda mi colección y hasta de otras posibles todavía en las cuevas de S. Bartolomé. La pregunta que se me ocurrió en ese momento, pugnaba por salir de mi garganta, pero era tal mi embarazo que no atinaba a pronunciarla y ante ese miedo recogí velas y sólo estaba a la espera de lo que me informara ese señor acerca de la moneda. No tenía yo bien abiertas las entendederas, pero creo que lo que me llegó a decir era, poco más o menos, que era una moneda muy buscada, pues de ella hablaba Platón, pero no se había logrado encontrar en parte alguna. Se suponía que había sido emitida en el siglo V antes de Jesucristo en Atenas. También había la creencia de que circularon muy pocas, casi en exclusiva en dicha ciudad y sus lugares de influencia, por lo que justificaba la pregunta de en qué país la había encontrado. Con lo que había escuchado ya tenía más que bastante, pero aún se agregó lo más sustancial para mí, cuando me dijo que el Museo Nacional de Numismática de Atenas estaría dispuesto a pagar no menos de 300 millones de pesetas por una pieza así (hay que tener en cuenta que en la época de la que hablo no circulaba el euro todavía). Naturalmente, este precio era estimativo y subjetivo, pero llegó a asegurarme que si variaba sería al alza, con toda seguridad. Lo dijo de una manera tan rotunda que no dudé ni un momento en que me estaba diciendo la verdad, al menos “su” verdad. No me desmayé por estar ya medio grogui desde hacía un rato, pensando en lo que tenía escondido en mi casa. Para salir de dudas, le dije que si estaba dispuesto a comprarme la moneda por 280 millones de pesetas, a lo que contestó que en ese mismo momento podíamos cerrar la operación. Con esta aseveración, ya no me cupo la menor duda de que estaba en lo cierto y al pensar más detenidamente en el asunto, me tuve que pellizcar, para cerciorarme de si estaba instalado en un sueño o viviendo la realidad. Le dije que me lo dejase pensar detenidamente y me dispuse a despedirme, pero me hizo prometer que en caso de vender la moneda, la primera persona a la que consultaría sería a él, a lo cual accedí. Durante el regreso a mi casa, la cabeza me daba vueltas, tratando de averiguar cuánto sumaba el valor de todas las monedas griegas que tenía y sólo de pensarlo me parecían dar vértigos. Dondequiera que posase la mirada, veía montones de fajos de billetes de los grandes y dudaba si viviría lo suficiente para poder contarlos y saber de cuánto dinero disponía. A la llegada a mi casa, no pude resistir la presión a que estaba sometido mi corazón y me acosté hasta el día siguiente, no sin antes tomar un güisqui, que me sirvió de tranquilizante y somnífero al mismo tiempo. Parece mentira, pero a partir de saber el valor del tesoro que me pertenecía, lo estaba pasando peor que cuando ni por asomo me acordaba de las peñas de S. Bartolomé. Los nervios los tenía de punta y veía fantasmas por todos lados, gentes que venían a robarme las monedas, manadas de griegos que llegaban a mi casa por el mismo motivo. Además de quitármelas, me insultaban llamándome ladrón, pues las consideraban de su patrimonio. Hasta me imaginaba a los historiadores, numismáticos, arqueólogos y una plétora de gentes de igual ralea, persiguiéndome por haber descubierto algo a lo que a ellos les había estado negado. Tenía pegadas a mí las monedas de tal modo que no había ni un solo segundo en mi vida que fuese ajeno a ellas. Las veía por todas partes y eran las protagonistas de todo lo que me acontecía, de cualquier naturaleza que fuese y lo mismo despierto que dormido. Casi recurría a hacerme tortillas de tranquilizantes, tantos tomaba, tratando de calmar unos nervios que cada vez me barrenaban más, hasta ponerme al borde de la locura. Cuando alguien de mi familia me preguntaba por mi estado anímico, no sabía qué responder, pues no quería trasladarles mis problemas. Para no hacer el relato más largo, sólo diré que eran la mayor patología que se pueda imaginar y me estaban destruyendo paulatinamente; un auténtico calvario. Así transcurrieron unos dos meses, tras los cuales tomé la determinación de deshacerme de las malditas monedas y con tal propósito las desenterré de donde las tenía, junté la que guardaba en el cajón de mi mesilla de noche y con las 18 dentro de la talega de la que he hablado ya, me encaminé hasta el río. Para evitar que ejercieran lo que yo estaba seguro era un maleficio para la persona que las encontrase de nuevo, comencé a tirarlas una a una, comenzando desde la Travilla y terminando en la Vega de Santa María, bastante distanciadas una de otra, como se ve. Además, las tiraba de espaldas, por encima de mi hombro, para evitar ver el lugar donde caían, no sea que me arrepintiese y me dominara de nuevo la idea de ir a buscarlas. Las deseo una buena estancia en el lecho del Tajo por los siglos de los siglos. Como había previsto, me llegué a encontrar mejor y los nervios me abandonaron tan pronto abandoné las dichosas monedas. No he vuelto a ir a las peñas de S. Bartolomé y allí supongo seguirán enterrados los cachivaches que me confeccionó Albino y hasta puede que haya más monedas en aquel agujero, pero no seré yo quien vaya a buscarlas. Quienquiera que lo haga, quizá las encuentre, pero eso ya no es culpa mía, pues bien advertido está de lo que le puede suceder en tal caso. Cristino Vidal Benavente. |