ISIDORO "EL ACEITERO" EL ÚLTIMO TRAJINERO Esta pequeña historia Javi va por ti. Además, esta tarde en Madrid está cris y me recuerda mucho a algunas del pueblo. ISIDORO “EL ACEITERO” EL ÚLTIMO TRAJINERO Llegaba al pueblo seis a ocho veces al año, con su viejo carromato de capota, tirado por aquel mulo cárdeno, tan grande como un percherón que llevaba un saco colgado al cuello con la comida. Se hacía anunciar, con una campanilla que colgaba delcentro del arco del techo del carro, y que tocaba sola por los baches del camino y el bamboleo del carro y recorría el pueblo ofreciendo de todo, incluso conversación. Compraba a unos, para venderlo a otros y hasta admitía el trueque como moneda. Lo mismo vendía azúcar que unas agujas de zurcir lana y compraba, según la época: patatas, huevos, pellejos y lo que se terciara. Parecía imposible que en aquel carromato lleno de apartados y cajones pudiese llevar tantas cosas. Empleaba uno o dos días para recorrer el pueblo y antes de marchar solía parar en la cantina a beber un “chato” o dos de vino. Y no es que le gustará, o que él no tuviese pero era una estrategia comercial que usaba siempre. Aquel hombre, alto y fortachón, tranquilo y paciente hasta el extremo destilaba humanidad y confianza por todos los poros de su cuerpo. No había prisa para él ni nada que le alterara la tranquilidad. De nombre Isidoro Villarreal y natural de Muñeca todo el pueblo le conocía como “El Aceitero” por ser este el producto que más vendía, el más necesario y escaso en los hogares por aquellos años. Aquellas latas de aceite de cinco litros decoradas sobre fondo dorado con dibujos y paisajes andaluces eran un tesoro que se gastaba con sumo cuidado, sin desaprovechar una sola gota y una vez terminadas se las daba mil usos. Él, hacia además de correo y periodista, porque además de la mercancía llevaba y traía noticias, buena y malas, y encargos, dimes y diretes, comentarios de otros pueblos y muchas cosas más. Anunciaba el preludio de las fiestas porque sabía como nadie el santoral y cuando se celebraba algún acontecimiento festivo en cada pueblo y por si la noche le cogía por sorpresa tenía una o dos casas de confianza donde dormir para continuar al día siguiente. No eran tiempos para andar de noche por los caminos con dinero y mercancías. Siempre recorría el pueblo con la misma rutina y el mismo itinerario, tanto, que la mañana que entraba, las mujeres ya sabían más o menos , a qué hora estaría a su puerta y… si se despistaban , no había problema, a la vuelta le comprarían. El fue, el último trajinero del pueblo y el último representante de un oficio que se perdería no mucho tiempo después. A los niños, por lo menos a mí, nos gustaba verlo llegar y escuchar el tintineo de su campanilla en el silencio del pueblo. Además traía chocolate y alguna pequeña golosina como unos caramelos tan duros que al no poder masticarlos duraban una eternidad en la boca. Nunca había visto un mulo tan alto, ni siquiera los del molinero eran tan grandes. La verdad es que por estas tierras, no abundaban los mulos y caballos. Es más tierra de vacas. Recuerdo de él, una costumbre que me dejo sorprendido la primera vez que le vi hacerla. Ya he dicho que realizaba el trueque y que incluso compraba a unos vecinos para vender a otros, pues bien, una de las cosas que más compraba, por su fácil venta y utilidad eran los huevos. No había como hoy, hueveras donde es más difícil que se rompan sino que llevaba un gran cesto lleno de paja para amortiguar los golpes del carro en los caminos y calles llenos de piedras y baches. Pero a Isidoro si se le rompía alguno no debía importarle mucho porque acto seguido lo acababa de romper vertiendo todo su contenido crudo en la boca y tragándolo como si nada. -No te preocupes chaval que nada se pierde si el cuerpo lo aprovecha- respondía, y se quedaba tan pancho. Su hijo Santiago, hasta hace poco tiempo, ha seguido su oficio. |