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Villalba de Guardo - Palencia

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21-03-13 16:42 #11161407
Por:delaheraluis

Historias de lobos LA BATIDA
LA BATIDA

Aquel día, el pastor y su rebaño tuvieron que volver al corral antes de tiempo.
A medio día, comenzaron a caer los primeros copos y no estaba muy cerca del redil.
Sabía, por su experiencia, que iba en serio. Solo con mirar el cielo tan plomizo, ver de dónde venía la brisa, la humedad y que había templado el ambiente para de inmediato comenzar a encaminar su ganado camino del corral. Presurosamente animó a sus ovejas. Y, cuando comenzó a nevar en serio se encontró camino de su casa, antes que otros días.
Al llegar a “ Matarredonda” vio que el camino estaba ya cubierto de nieve y, un poco más adelante en “La Cañada” observó con cuanta rapidez, las huellas de sus pies marcadas sobre el manto blanco desaparecían.
Estaba nevando suavemente, pero con intensidad y grandes copos.
Estos días así, para los pastores eran un regalo, porque podían acercarse a la cantina y divertirse un rato sin prisas ni agobios porque a la mañana siguiente no tenían que madrugar para sacar el rebaño a pastar. A lo sumo, si dejaba de nevar, se acercaría en torno al medio día para sacar a beber y ramonear un poco a sus ovejas, mientras las daba algo de comer.
Era de noche cuando se levantó, la nieve, tenía un espesor de al menos dos palmos y, aunque caían aún pequeños copos con los que jugaba un ligero viento, por el sur, se iban abriendo pequeños claros entre las nubes.
Cargó su burra, con un saco de grano de centeno y pan para los perros y se encaminó al corral saltándose la comida, pues acababa de desayunar.
La nieve del camino, estaba virgen, y todo el entorno con tanta luminosidad le dañaba los ojos. Se colocó un gorro hasta las cejas para proteger su vista, y lentamente se fue acercando a su destino. ”Valdilejas” bajaba con agua. Sentía su correr y su leve murmullo en el silencio del ambiente. Todo era paz, rota de vez en cuando por el canto de algún ave o el ruido que hacia el desprenderse algún montón de nieve al ceder las ramas de los robles que la sustentaban.
Cuando llegó a los Corrales del Medio vio que en la solana la nieve se había acumulado en menor medida por lo que se animó a sacar un rato a sus ovejas para que bebiesen agua y comiesen algunas hojas mientras él, limpiaba las pesebreras y les ponía comida.
Al abrir la puerta, todo fue un alborozo de ovejas y perros deseosos de salir a disfrutar de la nieve.
Ya estaba acabando la faena cuando el ladrar ronco y grave de su mastín y el ruido de cencerras le sobresaltó. Varias ovejas entraron en tropel. Cuando salió a ver qué pasaba certificó lo que presentía. Su enemigo de siempre, había atacado al rebaño en el valle, al lado del arroyo. La blanca nieve se tornó roja en pequeñas pinceladas y doscientos metros más allá, subiendo la solana, el lobo, llevaba entre sus fauces una borrega y era perseguido por su perra carea.
Encerró su ganado, dio de comer a los perros y, antes de cerrar la puerta se fue al escondite bajo el tejado donde guardaba su escopeta y desenvolviéndola del saco que la cubría se la echó al hombro. Cerró su redil y cogiendo su burra comenzó a seguir las huellas dejadas por el lobo. En principio lo siguió por el ladrar de su perra y cuando ésta regresó, descolgó su escopeta. Puso en ella dos cartuchos de postas y a la vez que cargaba su arma, cargaba su mente con un plan. Matar a su enemigo.
A media cuesta, en la solana del inicio de “Valdilejas” retomó el rastro por las marcas de sangre dejadas y perra, burra y pastor siguieron en pos del lobo.
Faltaban unos cien metros para llegar al solitario roble de Muelle Blanca cuando divisó al lobo bajo su copa dando buena cuenta de la borrega al abrigo del árbol.
Llamó a su perra, a la que ató para que no ladrase, ni se lanzase a perseguirlo de nuevo y, atando también a su burra en unas urces albares de gran tamaño comenzó a avanzar con sigilo. Comprobó de nuevo su escopeta del doce, a la que liberó el seguro, y, sigilosamente se fue acercando al animal.
Unas urces secas, crujieron bajo sus pies y el lobo, alertado por el ruido, dejó de comer y se levantó oteando el horizonte. Fue el momento en el que “ Chispas”, el pastor, se echó su escopeta a la cara y apuntando con temple y sangre fría apretó el gatillo e hizo sus dos disparos. Con el eco del tiro, se mezcló un aullido lastimero que le hizo pensar que había dado en el blanco.
Agitado y nervioso volvió a cargar su arma con otras dos postas y se fue aproximando al lugar bajo el roble donde estaban los restos de su oveja, mientras que el lobo herido, se alejaba renqueante cuesta abajo hacia el valle de Bartolo Barniedo. Durante unos segundos se quedó divisando la dirección de su marcha y, retornando al lugar donde estaba su burra la desató y emprendió de nuevo la persecución. Contempló los restos de su oveja mientras su perra estaba dando algunos bocados y un gesto de tristeza cruzó su rostro. No se paró a recogerlos, porque no merecía la pena y prosiguió su marcha. Ya no era necesario tomar muchas precauciones porque el lobo estaba herido y la nieve, manchada con su sangre marcaba su sendero y facilitaba su tarea.
La tarde presurosamente, tocaba a su fin. Un fin, del que él, sumido en su persecución no se había percatado. La oscuridad se iba acrecentando. El cielo cris ya no amenazaba nieve. Pero la noche sería fría y heladora.
Bajó hasta el fondo del valle y viendo que el rastro torcía hacia el norte, él se encaminó hacia el sur del valle camino del pueblo. Tomo la decisión de abandonar la persecución. Se hacía tarde, y, aunque sabía que el animal estaba malherido porque la pérdida de sangre a veces era más abundante, dudaba del tiempo en el que la herida debilitará la resistencia del animal. De cualquier forma, mañana todo le sería favorable; la helada de la noche haría que sus huellas no se borrasen, la herida le iría debilitando y no llegaría muy lejos. Estaba seguro que al llegar a la cantina y contar su historia, la partida de caza contaría con muchos entusiastas. Sería un motivo de diversión, de los pocos que se daban en aquellos días de invierno.
Descargó su escopeta, subió a su montura y valle abajo se fue a su casa.
Aquella noche en la cantina contó lo sucedido y al día siguiente se preparó la batida.
La mañana se despertó, clara y fría. A la hora convenida la noche anterior y los que se apuntaron se emprendió la marcha. Juntos y en amigable charla llegaron a las proximidades del colmenar del tío Eulogio, abuelo de Chispas. Éste y su hermano comenzaron a planificar la estrategia después de oír otras opiniones y calibrar inconvenientes.
Se desplegaron en abanico, a derecha e izquierda del rastro en dirección hacia el norte del valle. Irían primero y más adelantados, las dos alas; la derecha con dirección a Varga la Casa, por si al lobo le daba por bajar a la espesura y protección del Soto donde su rastro sería más difícil de seguir; los de la izquierda en dirección hacia Majada Lebanza irían después, y los del centro irían los últimos siguiendo el rastro dejado por la sangre.
La batida estaba en marcha, las armas cargadas y los perros en retaguardia, ya que de momento no eran necesarios. Se miraba cada recodo, cada mata de latas o de urces. Ni siquiera el rastro de alguna “ rabona” que se cruzaba o el levantar de algunas “ pati rojas” abundantes en aquellos pagos, distraían la atención. El abandonado y caído corral del tío Adolfo se divisaba a media distancia. Seguir las huellas del lobo con aquel manto de nieve no ofrecía dificultades. Menos aún si estaba herido y su rastro de sangre marcaba el camino.
Los perros se comenzaron a poner nerviosos. Se dio un aviso en forma de silbido para avisar a las dos alas que cerrasen el cerco y fuesen acercándose al corral.
En la nieve virgen, comenzaron a ver muchas más huellas de lobos de varias edades porque la profundidad y tamaño de sus huellas así lo indicaban. También las manchas de sangre comenzaron a abundar. Quitaron el seguro de sus armas y con mucho tiento comenzaron a rodear las ruinas del redil.
Lentamente, se fue cerrando el círculo y lo que vieron en su entorno les descolocó.
Habían oído leyendas y ahora tenían la certeza de que eran ciertas. Sobre la nieve estaban las evidencias.
La manada, nunca perdona, ni deja con vida a sus miembros malheridos, y allí, estaba la prueba. Una cabeza de lobo y parte de su esqueleto.
La mala suerte del lobo herido fue toparse con sus congéneres que no mostraron piedad.
La batida había acabado. No habían tenido premio porque su trofeo les había sido arrebatado por otra ley, más natural que la suya, aunque igual de sangrienta.

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