Villalquite - Leon

N O sé si porque el personal tiene estos días las neuronas alborotadas,

Voy a hablarles de supositorios. Sí, de esos “artilugios” -que llamaría cierto Secretario de cierta Conferencia que por fin parece haber empezado a salir de “Los Mundos de Yupi” y aterrizar en el planeta Tierra (este comentario lleva implícito un esperanzado aplauso al Sr. Juan Antonio Martínez)-, de forma cónica y pasta medicamentosa, tan socorridos en ciertas enfermedades.

El “Caso del Supositorio” se ha dado estos días en Breda, una encantadora villa de tres mil quinientos habitantes situada en la gerundense comarca de La Selva, cuando una madre se presentó con su hijo de trece años en un centro de asistencia primaria. Presentaba el chaval un severo proceso febril para el que el médico de cabecera -o de familia que se les llama ahora- le recetó un antitérmico por vía oral. La madre consultó al doctor si, siendo la fiebre tan alta, no le harían efecto más rápido los supositorios que la misma marca comercial del antitérmico tiene en el mercado. La respuesta del galeno fue -no se lo pierdan- que no era conveniente administrar supositorios a menores, pues esos medicamentos podrían inducir a la homosexualidad cuando el niño fuera adulto.

No se lo tomen ustedes a guasa, que eso lo dice todo un licenciado en Medicina que, además, debe haber ganado una oposición entre miles de aspirantes para poder sentar sus incorruptas posaderas -que es de imaginar que a ese caballero jamás un médico desaprensivo osó recetar supositorios- en el silloncito verde que el Ministerio de Sanidad (o la correspondiente Consejería autonómica, según los casos) pone a disposición de los médicos de familia en las consultas públicas de este país.

Y uno recuerda angustiado las decenas y decenas de supositorios de Optalidón que aquel médico -a todas luces obsceno, desviado y viejo verde- recetó a un servidor desde su más tierna infancia. ¿Qué pretendía ese salvaje desalmado hacer conmigo? Y atormentado me tiene la idea de que mi niña, siendo todavía lactante, fuera sometida casi a diario a sicalípticas dosis de supositorios de glicerina y, lo que es peor, a manos de sus propios padres. ¡Dios Mío! Ahora caigo en la cuenta de que, de manera tajante e inmediata, he de prohibir a mi hija que utilice Támpax, que sabe Dios a qué horribles y aberrantes desviaciones puede conducir semejante práctica.

Y otra duda que me asalta, me tortura y me acongoja es saber qué pavorosas consecuencias me pueden producir en el futuro los taponcitos de cera rosa, con forma de supositorio chiquitín que inocentemente llevo años introduciendo en mis oídos cuando practico natación. Y miedo le tengo ya al abuelete, vecino de taquilla en el gimnasio, que un día dejó sobre su armario una caja de supositorios uretrales. Y yo compartiendo ducha con semejante degenerado.

Y sintiéndolo mucho, que el tema da para bastante más, he de dejarles de forma inmediata. “El Caso del Supositorio” acaba de traerme a la mente un desesperante recuerdo que me impide continuar, pues necesito contactar de forma urgente con un psiquiatra, o quién sabe si dicho profesional será insuficiente y necesitaré acudir directamente a un exorcista. ¿Recuerdan ustedes aquellos caramelitos cilíndricos que llevaban regaliz en su interior? ¿Recuerdan ustedes cuál era el nombre con el que todos los críos los pedíamos en la tienda de golosinas? Sí, así es. Les llamábamos supositorios. Y yo de ésos, aunque obviamente por vía oral, consumí a miles. Que no me pase “ná ”.