Riego de la Vega - Leon

Hay una vieja leyenda (muy arraigada en muchos puntos de España, luego algo de verdad hubo de haber en ella) que afirma que en vísperas de producirse el estallido de la guerra civil española, las estrellas se movieron en el firmamento e iban corriendo como enloquecidas. Este fenómeno, conocido como «lluvia de estrellas “que en algunas ocasiones se produce, debió ser tan intenso aquella noche, que muchos lo interpretaron como anuncio de la catástrofe que se avecinaba. El movimiento militar rebelde, tan como estaba previsto por Mola, comenzó en África el día 17 a las 17 horas. Durante el 18, en la península se sublevaron Sevilla (a las dos de la tarde), Cádiz, (a las doce del mediodía) Córdoba, a las cinco de la tarde, Valladolid a las 10 de la noche, Burgos a la siete de la tarde... Así, al llegar el día 19, domingo, España amaneció sumida en un mar de noticias contradictorias, dudosas y terroríficas. El día 19 fue el día de los sangrientos acontecimientos en Barcelona, en los que la República tomó totalmente el control de la Ciudad Condal.
Madrid vivió aquellas jornadas en un estado de enorme excitación. Masas de público se agolpaba en la puerta del Sol y llenaba los andenes y los vagones del metro pidiendo «armas para el pueblo», como movidos por un resorte por el temor ante lo que se avecinaba. El grito de «armas, armas, armas» fue un clamor. Ante el ministerio de la guerra, el viejo palacio de Buenavista que construyera Godoy para su disfrute privado, la multitud exigía medidas contra los rebeldes, y sobre todo, armas. Mientras, en la impresionante mole del Cuartel de la Montaña, la fortaleza militar que controlaba Madrid sobre la montaña del Príncipe Pío, iban entrando los falangistas vestidos de paisano en un lento goteo. El general Fanjul, también vestido de paisano, aunque sin mando en aquel cuartel, usando su prestigio personal en el ejército entró en el cuartel dispuesto a acaudillar la revuelta. Su plan era un clásico: aguantar allí con la guarnición, hasta poder unirla con otras guarniciones de Madrid, salir en un momento determinado a la calle y, unidas las fuerzas militares y los voluntarios, resistir contra la población hasta que se presentasen en Madrid las columnas prometidas por Mola, procedentes del Norte. Para ello, comenzó a desacatar las órdenes que recibía del gobierno y el cuartel se declaró en estado de abierta rebeldía.
La noche fue relativamente tranquila, al menos en apariencia, pero ya desde el amanecer, el gobierno de la república envió allí las fuerzas de que disponía: compañías de la guardia de Asalto y de la Guardia Civil, que junto a una inmensa muchedumbre de gentes de izquierdas pusieron cerco al cuartel. Tres cañones, transportados por camiones de cerveza se apostaron también contra el cuartel, así como una potente ametralladora situada en la terraza de una casa próxima. Entre los cañonazos, los disparos y dos aviones que sobrevolaron también arrojando primero octavillas y después bombas, se iba preparando el asalto al cuartel.
Cuentan los testigos de aquello, que debió parecerse mucho al célebre asalto de la Bastilla. El ambiente entre los sublevados era al parecer, de grave disensión. Había oficiales leales a la república y desde luego, la mayoría de los soldados de conscripción también lo eran. Había oficiales adictos al golpe y estaban los falangistas que, en muchos casos, habían aprendido a disparar un fusil en las horas precedentes de encierro. Así, cuando un oficial pudo colocar una bandera blanca en una de las entradas al cuartel, fue inmediatamente abatido por los rebeldes que aprovecharon aquella confusión inicial para acribillar a montones de asaltantes.
Fue en un segundo asalto, tras la aparición de otra bandera blanca, cuando por fin pudieron las fuerzas del gobierno y las milicias de la calle entrar en el cuartel. Inmediatamente sobrevino la matanza y el horror. Los muertos se contaron, al menos, en quinientos o seiscientos. Muchos de ellos fueron los oficiales rebeldes que eran denunciados por sus propios compañeros, muchísimos fueron los asaltantes que, vestidos de paisano, aparecen muertos en las célebres fotografías que recogen aquellos momentos. Los falangistas, aunque algunos pudieron escapar, fueron en su mayoría muertos en el acto. Los distinguieron por su forma de vestir: usaban unas guerreras de oficial de complemento que se pusieron al entrar, que los distinguían de los simples soldados. Tal fue el horror de aquella jornada (a la una de la tarde todo había concluido) que las autoridades de Madrid no tenían medios para hacerse cargo de tanto muerto y tuvieron que estar los cadáveres muchas horas antes de poder ser retirados. Inmediatamente después del triunfo popular, los asaltantes comenzaron una gran manifestación por la Gran Vía hasta Sol en la que desfilaron con cascos, armas, guerreras y todo lo que habían encontrado en el cuartel. Se cuenta que la joven y bella Mari Paz Unciti, que caería meses después asesinada tras crear el «auxilio Azul», con 18 años de edad, que vivía en la calle de Isabel la Católica,que hace esquina con la Gran Vía madrileña, vio pasar a un joven revolucionario que llevaba un brazo cortado a un capitán durante el asalto. Aun se veían las estrellas en la bocamanga. No pudiendo contenerse les gritó: «¡cobardes!, Asesinos!» con gran entereza. No le sucedió nada, dadas las circunstancias, pero hay que reconocer que fue muy valerosa.
Aquella misma tarde comenzaron a arder decenas de iglesias en Madrid y montones de sacerdotes, monjas y personas «de orden» comenzaron a ser asesinadas. La primera iglesia en arder fué la de Covadonga, en Manuel Becerra. Sus dos sacerdotes, asesinados. El asalto al cuartel de la Montaña significó el final de todo freno. La guerra ya tenía un símbolo sangriento y se continuó la carrera hasta el final. Todo eso y mucho más fue el asalto al Cuartel de la Montaña, el día 20 de julio de 1936.