Curillas - Leon

Acabada la siega del centeno que se sembraba en cuestas “cabezos” y peñascales, continuábamos con la misma faena haciendo lo propio con el trigo que creía, poco más de un palmo, en los trigales y en las mejores tierras del pueblo. Esto es en las partes mas ondas de los valles y en las explanadas más o menos húmedas. En este aspecto hay que decir que la parte del pueblo que linda con el monte era el terreno de mejor calidad y era donde más fincas había sembradas de trigo.
Ya dije en su momento que el pueblo estaba dividido en dos “hojas”. Cuando una estaba sembrada la otra estaba el “fuelga” y se preparaba para la próxima siembra. A mi, particularmente, la parte del pueblo que mas me gustaba, tanto en una “hoja” como en la otra, era la parte que pegaba a el monte o estaba entre el monte. Por allí pasaba la carretera que, para mi, era todo una sorpresa verla tan limpia, tan asfaltada y tan lisa. Acostumbrado a las calles del pueblo llenas de polvo y estiércol, la carretera me parecía un lugar lujoso y encantador. Me gustaba mucho ir a los quiñones del monte porque por allí pasaba la carretera, y además, por ella se veían de vez en cuando pasar “aigas” que iban hacia Astorga o que venían de por ahí.
Por la carretera venia un camión de Destriana que bajaba hacia Curillas por el camino del “resol”. Iba cargado de gaseosas que llevaba a casa del Ti Nicanor y de la Ti Cayetana. Le llamábamos el “gaseosero”. Traía unas cajas con botellas de gaseosa de medio litro y de un litro. Aquellas botellas tenían un mecanismo para su cierre que consistía en una pieza de porcelana sobre la que se colocaba una goma y, mediante unas pequeñas palanquitas, cerraba la botella herméticamente. El “gaseosero” también traía cervezas y botellas de vino.
Por la carretera todos los días a eso de las nueve de la mañana pasaba el autobús de línea que le llamábamos “la RENFE” que iba hacia Astorga y que volvía a pasar, pero en sentido contrario, a eso de las seis y media de la tarde.
Esto nos servia de reloj y cuando “la RENFE” volvía de León se hacia un alto en el trabajo para tomar la merienda. De modo que a la sombra de una “morena” o bajo alguna encina o un roble, tomábamos el refrigerio que, en muchas ocasiones, estaba constituido por una tortilla de patatas, una ensalada de pimientos y tomates, algunas veces con chicharros en escabeche, pan y un trago de vino del barril. Esta merienda era lo que se podría calificar como un autentico manjar que nos sabia a todos gloria. El aceite y el vinagre para la ensalada lo llevábamos en una botella de gaseosa. El aceite siempre encima, como es normal, luego lo agitábamos y a la ensalada que lo echábamos. Aquellas ensaladas campestres las recuerdo muchísimo porque, ni los pimientos ni los tomates, actualmente tienen nada que ver ni con el sabor, ni con el gusto ni con el olor, de aquellos que comíamos en el campo y que tanto atraían a las hormigas.
Otra de las cosas por las que me gustaba más esta “hoja” era por la cercanía del monte. El monte para Curillas era la fuente de la energía total que se consumía en el pueblo. De él se obtenía la leña para calentar el horno y hacer el pan, a si como la energía para hacer la comida que comíamos nosotros y la que comían los animales. El brasero se encendía con leña del monte y con el nos calentábamos en los duros y fríos días de aquellos inviernos que parecía que no tenia fin… Para las gentes de Curillas el monte era algo muy especial, no sólo por lo que ya hemos dicho, si no que de él se obtenían otras fuentes de ingreso cual eran las del carbón que se hacia en las carboneras y que luego se vendía muy bien en los pueblos que no tenían monte y por lo tanto carecían de carbón.
Mayoritariamente las encinas son las reinas del monte. Las acompañan algunos robles y el monte bajo es brezo, jaras y malas hierbas. Hasta no hace muchos años no había en todo Curillas ni un solo pino. Pero esto se ha acabado ya que, en un quiñón de mis padres, muy cerca de Cotejón, ha crecido un pino que es el único que hay en todo el monte. La verdad es que yo he visto muchos montes de todo tipo, pero lo que hay en el monte de Curillas es digno de ver. Se trata de una encina que hay subiendo por el camino del resol a la izquierda, o bajando por el denominado “camino gallego” a la derecha. Justo antes de llegar a las primeras huertas del Paleíro. Pues bien, en este lugar se halla una encina de enormes dimensiones que, para los amantes de la naturaleza resulta digna de ver y contemplar su inmensidad, su tronco, sus ramas y sus frutos…
En los años de la pos-guerra el monte se vio severamente castigado y mermado por la avaricia y la codicia de sus propietarios que por falta de tierras lo arrancaron en una gran parte y sembraron allí trigo y centeno sin saber realmente el daño que se le hacia a la naturaleza. Menos mal que, la sabiduría natural, ha puesto cada uno en su sitio y en la actualidad el monte ha recuperado su esplendor y ya casi es como en su día fue. Es más, el monte se esta tragando todos los campos y, no más allá de 50 años, Curillas estará completamente integrada en el monte.
Las lindes de los quiñones del monte han sido muy a menudo motivo de enfados entre los habitantes del pueblo. Y no solo las lindes, si no que también ha habido muchísimos problemas porque a “hurtadillas” más de uno y más de dos han cortado la leña que no les pertenecía y han causado problemas de convivencia vecinal.
En uno de mis relatos comenté las cofradías que existían en el pueblo. Creo que no olvidé ninguna, pero llegado a este punto si tengo que decir que mis vecinos y todo el pueblo en general pertenecían a una cofradía oculta que nadie conocía y que nadie había escrito sus estatutos pero que todos cumplían a rajatabla. Me refiero a la “cofradía del puño cerrado”, la cual llevaba algunos sujetos pasivos a apropiarse de los ajeno dejando lo suyo intacto. De ahí que digan algunos a otros algunos que “conoces mejor tú los caminos del monte por la noche que yo por el día”.
La verdad es que a mi el monte siempre me gusto. No sé exactamente el por qué me atrae tanto. Quizás sea por la soledad y la quietud que se vive en él. Quizás sea porque paseando por él uno oiga la más perfecta de las sinfonías que, sin pentagrama, los pájaros cantan gratuitamente para los oídos agradecidos que captan la autentica voz de la naturaleza. Quizás sea porque subido a lo más alto de Cotejón, o de Suma Mayor, el aire te acaricie el pelo mientras que el ojo contempla todo a tus pies dando la sensación de estar admirando a un mar sembrado de pinos y embravecido por el aire que te empuja hacia él.
Ver el monte en primavera supone un manjar para la vista, un placer para el olfato y deleite para el oído. Las flores del brezo y de las jaras desprenden un aroma que, mezclado, parece un jarabe medicinal que hace muy bien al cuerpo y alegra fantásticamente el alma. Pasear por el monte rodeado de tantos aromas es un lujo al alcance de todos pero que son muy pocos los que lo disfrutan y sólo algunos elegidos son los que lo aprecian. La fauna, aunque no muy abundante por la acción del hombre depredador, se ve muy poco y, dejando las aves, raro es ver a una liebre, un conejo o un zorro, si bien es muy frecuente ver lagartijas y lagartos al sol que te controlan desde la boca de su madriguera.
Contaré la última historia que me ocurrió en uno de mis paseos por el bosque. Era un día de verano, al filo de las doce de la mañana, cuando paseando por las “fontanicas” llega a mi oído el balar de una oveja. Dado que no veía ovejas por ninguna parte y a la que balaba tampoco, seguí al sonido que llegaba a mis tímpanos hasta que llegue a lugar donde el animalito estaba preso de pánico y amarrado de tal manera que no podía huir ni hacia delante ni hacia atrás. El animal estaba preso en una encina en forma de Y. La encina era bastante alta y la oveja no podía apoyar sus patas en el suelo, de modo que la tenia muy bien presa y su salvación dependía de ayuda que llegara y la ayudara a salir de aquella trampa mortal. La ayuda era yo, pero en mi cabeza rondaba la idea de que si la liberaba ella saldría corriendo sin rumbo por el monte y los lobos darían muy buena cuenta de ella. Después de pensarlo y ver que por allí las únicas almas que había eran la de la oveja y la mía, decidí liberar al animal que, en contra de lo que había pensado, se pegó a mí como un perrito faldero y allá donde yo iba el animal me seguía mis pasos como si me conociera de toda la vida. Pues nada, yo delante y ella detrás, emprendimos el camino hacia la fuente del “Palirino” donde bebió agua hasta hartarse y donde seguía pegada a mi como una lapa. De la fuente del “Palirino” orientamos nuestros pasos hacia Curillas. Algunos que nos vieron no salían del asombro al verme a mi y a la oveja tras de mi sin desviarse ni un paso. Cuando llegamos a Curillas me encontré con Vicenta (madre de Miro) a la que le pregunte de quien era la oveja y donde la había encontrado. Esta mujer me dijo que la oveja era de Pedrin y que ella se encargaba de llevarla hasta la cuadra donde esperaban sus compañeras. Pero para mas asombro mío y el de Vicenta, vemos que el animal no se despegaba de mi y que no quería ir a la cuadra… Quería seguirme a mí. Creo que me consideraba su salvador y para el animalito yo era su líder. Y la verdad es que conociendo las ovejas como yo las conozco, podríamos pensar que es un animal totalmente insípido y sin cabeza ninguna, pero nada más lejos de la realidad, pues cuando criábamos algún corderito a base de biberones, éste corría hacia ti nada mas verte y siempre se arrimaba a ti sin el mas mínimo temor. En este punto y seguido me invade la cabeza la afirmación que hace el hombre diciendo que él es un animal “racional” y todos los demás son “irracionales”… Ay, ay, ay… me da la risa el pensar en la “racionalidad” del hombre.