Los pollitos y los Reyes Magos Prudente Arjona Lobato EL reloj de la plaza estaba dando las seis de la mañana. Hacía mucho frío aquel 6 de enero, festividad de la Epifanía del Señor, mientras una treintena de jornaleros esperábamos impacientes a los capataces y manijeros de los cortijos para que, como Reyes de Oriente, nos obsequiaran con el jornal de aquel día. Pronto, en el silencio comenzó a escucharse un repetido: "Tú, tú, tú…" y pequeños intervalos y pausas entre un tú y otro, que significaban que algunos de los jornaleros se quedaban en blanco, no siendo elegidos para trabajar aquella jornada. Ese día me acompañó la suerte y fui seleccionado. Tenía el pan asegurado. Para juguetes no me llegaría, pero al menos Ana, mi mujer, y mi hija María, comerían una sopa caliente por la noche. Luego, como regalo le contaría un cuento hasta que María se quedara dormida. Colgué mi azada sobre el hombro y tomé la capacha de empleita, que contenía media boba, un trozo de tocino, una navaja, la petaca con medio cuarterón de picadura, un librito de papel de fumar y un encendedor de mecha. Y, unido con los otros siete compañeros elegidos, nos encaminamos hacia el cortijo 'Vaina', el cual distaba del pueblo entre doce y catorce kilómetros que tendríamos que hacer a pie, y de la misma manera el regreso, una vez finalizado el trabajo. Charlando alegremente por la suerte de ser contratados, marchamos por los caminos y veredas hasta llegar al tajo, cuyo manijero nos espoleó al máximo hasta finalizar el trabajo, con un solo intervalo de media hora para comernos las modestas viandas que llevábamos y alguna que otra pausa para liar y fumarnos un pitillo. Estaba anocheciendo cuando emprendí el regreso. A medio camino, escuché cierto alboroto en unas chumberas. Me acerqué y vi a una gallina atrapada en un lazo para cazar conejos, la cual se encontraba prácticamente estrangulada, mientras a su alrededor media docena de amarillentos pollitos piaban hambrientos y asustados. Solté a la moribunda gallina de la trampa, pero ésta ya no respondía, por lo que opté por acabar con su sufrimiento a filo de navaja y, tomando los pollitos en mi capacha -donde comenzaron de inmediato a comerse las migajas de pan sobrante- reemprendí el regreso, aprovechando el tiempo en desplumar la gallina mientras caminaba. Como podéis imaginar, Ana se llevó una extraordinaria sorpresa, pues aquella noche de Reyes podríamos comer carne. Así que mientras me aseaba en un perol de zinc con agua del aljibe del patio, mi mujer tomó las vísceras, cortando además tres filetes de la pechuga del ave (toda la gallina era mucho para un solo guiso), por lo que, con varias patatas que le quedaban del guiso anterior, preparó una suculenta cena para los tres. Cuando acabamos de cenar, mi hija se me abrazó, pidiéndome que le contara un bello cuento de Reyes Magos. Entonces creí el momento de entregarle mi custodiado regalo, por lo que le pedí que trajera mi capacha, que había colgado en el patio para que no se percatara de la sorpresa que le aguardaba. Cuando María abrió el capacho, dio un tremendo grito de sorpresa y alegría, pues no podía creerse semejante regalo. Con los ojos encendidos, se agarró a mi cuello y me cubrió de besos, indicándole que me había encontrado con Sus Majestades cuando volvía del trabajo y que éstos me habían rogado que le entregara los pollitos como regalo, a sabiendas de que los cuidaría y mimaría. Aquella noche María se olvidó de la narración del cuento porque los pollitos, dentro de una caja de cartón, ocuparon toda su atención, prefiriendo jugar con ellos, dándoles de comer en la mano pequeños migajones de pan mojados en agua hasta bien entrada la madrugada. Ante la insistencia de su madre, se fue a la cama, naturalmente con sus cinco pollitos dentro de la caja de cartón, que arropó con su manta. A los pocos minutos, María, con la cara risueña de la más feliz de los mortales, dormía plácidamente abrazada al regalo maravilloso que le habían traído los Reyes Magos de Oriente. Tanto María como su madre y yo, a pesar de los muchos años transcurridos, jamás hemos olvidado aquel providencial milagro como la más extraordinaria e inolvidable historia de los Reyes de Oriente que, como Magos que son, nos brindaron la más mágica noche jamás vivida en la que pudimos cenar como hacía tiempo que no lo hacíamos, y nuestra hija consiguió cinco preciosos juguetes que, como un cuento, en vez de narrárselo, lo vivió en primera persona. Felices Reyes a todos, en el Día de la Epifanía del Señor. |