Bespén - Huesca

Para los menos versados en la Jota, diré que José Oto ha sido uno de los más célebres joteros de Aragón, y que desde hace años tiene dedicada una calle en el barrio zaragozano de la Jota.
Falleció en abril del sesenta y uno, y el día de su entierro (multitudinario y presidido por las autoridades de la época), cortaron la circulación de las calles por donde tenía que pasar el cortejo fúnebre.
Al final de los años cincuenta recorría todas las tardes el Tubo y era conocidísimo. Muy popular. Campechano, simpático, de baja estatura y más bien gordito, caía bien a todo el mundo, y era el vivo retrato de una persona satisfecha de la vida, que dicho sea de paso, y aunque no venga a cuento, había muchas más que ahora.
Siempre alegre y dicharachero, era cliente habitual de todos los bares del Tubo donde cualquiera lo invitaba (y él, encantado) a un vaso de vino.
Yo hacía poco tiempo que había llegado a Zaragoza, y aunque mi afición a la jota era más bien escasa (en Bespén nunca la hubo, ni creo que nadie supiera -yo al menos, no- valorar sus técnicas, sus “segundas voces”, sus “tresillos”, sus “calderones”…), conocía su fama como todo el mundo, ya que, desde pequeño, no había día que no se oyeran sus discos en la radio, amen de que entonces veía su fotografía con frecuencia en los periódicos.
Una tarde estando yo en la barra del bar “La Viña P”, entró y se puso a mi lado. Pidió su correspondiente vaso de vino justo cuando yo iba a pagar mi consumición, y le dije al camarero que me cobrara el vino del señor Oto.
Yo tendría diecisiete o dieciocho años, y él, entre cincuenta y sesenta, y era todo simpatía y sencillez. Me preguntó cómo me llamaba, de donde era, a qué me dedicaba…, pero el colmo de mi asombro fue, cuando me insistió en que lo acompañara por los bares, en los que nos invitaron en todos. No recuerdo en cuantos entramos durante dos o tres horas, lo que sí recuerdo que también yo iba cada vez más “contento”. Estaba encantado sintiéndome “importante” a su lado, y durante el “recorrido”, me contó que había cantado jotas por medio mundo. En Japón, en Nueva York, en Argentina, a Franco, a Eisenhower, a De Gaulle, al alcalde de Madrid...
En el último bar (uno de la calle Estébanes que para acceder había que subir un par de escaleras y que creo que aún existe), quizá por los efluvios del Cariñena, o porque le había caído bien –creo que más por lo primero que por lo segundo-, lo cierto es que sin venir a cuento se arrancó en voz baja con una jota, que aún recuerdo:

-“No me vengas con miajicas
Porque eso no puede ser,
Se quiere con toda el alma
O se deja de querer”.

Después lo volví a ver docenas de veces por la misma zona, pero ni me reconoció, ni nunca me dijo, ni le dije nada.
José Miguel Palacio.