Bespén - Huesca

A raíz del reciente fallecimiento de una persona muy querida, me han venido a la memoria algunos ritos y costumbres que estaban vigentes en Bespén en los años cuarenta, cuando ocurrían estos tristes acontecimientos.
Empezaré por decir, que desde que una persona mayor se ponía enferma, la familia intentaba curarla con remedios caseros (infusiones, ungüentos, ventosas, cataplasmas...), y sólo cuando veían que esos tratamientos no daban resultado, llamaban al médico que vivía en Blecua, y que salvo que hubiera algún enfermo grave, sólo pasaba por Bespén dos días a la semana.
Si hacía receta (que era lo normal), había que comprarla en Angüés (cuatro horas entre ir y volver andando), donde estaba la farmacia. De tal forma, que si el enfermo estaba muy grave, cuando volvían con la medicina (si la tenían, que a veces no era así, y habían de encargarla a Huesca, por lo que debían volver al día siguiente), podía haber muerto.
Como el pueblo era pequeño, en cuanto alguien llevaba varios días sin salir de casa, inmediatamente preguntaban a la familia, y si se confirmaba que estaba enfermo de cierto cuidado, “se corría la voz”, y los vecinos se ofrecían a ayudar en lo que pudieran. Que no era mucho, ya que mientras no falleciera, al único que necesitaban era al médico.
Sin embargo cuando eso ocurría, sí que necesitaban ayuda. Y mucha. Se precipitaba todo de repente, y en poco más de veinticuatro horas habían de cumplir con todo el protocolo.
Ir a avisar al cura a donde viviera (era normal que fuese párroco de dos o tres pueblos a la vez, y su residencia estuviera en el más céntrico o equidistante entre ellos, que no era el caso de Bespén que vivía ahí), para que “tocara a muerto”, amortajar al difunto, ir a comunicarlo a los familiares de los pueblos de la “redolada”, prestarles lo que pudieran necesitar (velas, candelabros, sillas…), cavar la fosa, ir a Huesca a buscar el ataúd, llevarse a los niños a sus casas hasta que todo hubiera pasado…
Amortajaban al difunto con sus mejores ropas, lo ponían encima de la cama, y lo cubrían con una sábana dejando al descubierto la cara y los brazos con las manos juntas. En los dos lados de la cabecera encendían sendas lámparas de aceite, y alrededor de la cama algunas velas, dejando toda la noche la ventana de la alcoba abierta, cuyos visillos, con la brisa de la noche, no paraban de moverse.
Esos movimientos, junto a la oscilación que producía la llama de las lámparas y velas, creaban en la alcoba escenas fantasmagóricas por las que los espíritus del más allá vagaban toda la noche por la casa...
Los vecinos velaban el cadáver hasta el amanecer. Si hacía buena temperatura, en la misma sala, fuera de la alcoba, y si hacía frío, en la cocina, alrededor del hogar donde solía haber “postres” (dulces caseros), y clarete.
Así transcurría la noche, ensalzando al difunto y recordando anécdotas de su vida, hasta que, agotados por el sueño, las conversaciones iban derivando hacía otros asuntos…, que nada tenían que ver ya con el muerto.
El féretro, marrón oscuro, no tenía ningún adorno, solo por dentro estaba forrado con una tela negra y una almohada del mismo color. Unos minutos antes del entierro bajaban el cadáver al patio en una sábana, lo introducían en el ataúd, lo cubrían con la misma sábana, lo cerraban, y tras rezar un responso, lo llevaban a hombros a la iglesia. El monaguillo delante, con la Cruz, detrás, el sacerdote, el féretro a hombros de hijos o sobrinos, los parientes más allegados, y por último, los vecinos en general. Le hacían una misa funeral, y lo llevaban también a hombros al cementerio, turnándose durante el trayecto.
Días después, en la cabecera de la tumba clavaban una cruz negra de hierro con un medallón esmaltado en blanco donde figuraba el nombre y la fecha, y ponían unas piedras alrededor, para límite y recuerdo.
José Miguel Palacio.