Bespén - Huesca

RE:COCINA (Salsa bolognesa)


Para esta receta necesitaremos: ½ Kg. de carne picada (mitad cerdo y mitad ternera), 1 cebolla mediana, 2 zanahorias, 1 rama da apio, 2 hojas de laurel, ½ vaso de vino tinto, ½ de aceite, ½ de agua, pimienta, y sal.
MODO DE HACERA
En una cazuela amplia echaremos el aceite y rehogaremos lentamente las hortalizas muy picadas. Cuando estén a medio pochar, añadiremos la carne dejando que siga haciéndose todo hasta que esta carne pierda el color rosáceo. A continuación, agregamos el vino y dejamos un par de minutos para que se evapore el alcohol. Seguidamente incorporamos los tomates (previamente escaldados y pelados), la sal, la pimienta, el agua, y el laurel, y dejamos que se cocine a fuego muy lento durante una hora y media, removiendo de vez en cuando. La salsa reducirá y espesará, ya que más que una salsa, es un guiso con el podremos rellenar lasaña, canelones, berenjenas gratinadas, y por supuesto aderezar pastas para lo que es ideal.
José Miguel Palacio

Los primeros afiladores que venían de Galicia lo hacían con la tarazana a hombros. Era un utillaje simple y muy típico de ellos que consistía en una rueda pequeña de piedra rojiza colocada en un trípode y unida a otra de madera más grande (de más de un metro de diámetro), con una correa a modo de polea de transmisión, que la impulsaba con un pedal. También llevaban una caja con algunas otras herramientas auxiliares: lima, tenazas, martillo, alicates… ¡Cómo estarían las economías en España para venir desde Orense hasta Bespén!
La mayor parte eran oriundos de esa provincia gallega en la que en algunos pueblos (eran famosas las de San Juan del Río), fabricaban las propias ruedas de afilar. Vivían largas temporadas fuera de casa, y, es de suponer, pasando penurias.
Venían un par de veces al año, y cuando llegaban, dejaban la rueda apoyada en el frontón, para, a continuación, recorrer el pueblo silbando la típica musiquilla con su silbato de madera, y anunciar así su presencia.
Como casi siempre eran los mismos, la gente los conocía y los saludaba, y ellos contaban historias de tierras lejanas, más o menos creíbles como era normal entre arrieros y gentes ambulantes. Luego, y aunque los de los pueblos no les dieran mucha credibilidad, sí que les servían y las hacían suyas para amenizar sus veladas en invierno, cuando las noches eran larguísimas y no sabían de qué hablar para distraerse.
A veces, los chavales, mientras ellos afilaban, los rodeábamos molestándolos y haciéndoles bromas. Entonces, pasando la herramienta con fuerza sobre la piedra, hacían saltar “purnas” (chispas) sobre nosotros, y salíamos corriendo.
Después con bicicleta, y más tarde en moto (ambos adaptados a ese menester), pasaron de la rueda de madera a la de hierro, mucho más pesada.
Aunque parezca sorprendente (porque el afilador ambulante, como otros muchos oficios y quehaceres antiguos está a punto de desaparecer), no hace mucho que algunas mañanas de domingo, aun se podían oír en determinados barrios de Zaragoza, y según me han dicho, también de Madrid.
El trabajo tenía algo de artesano. No era sencillo sacar filo a algunas herramientas de mala calidad o muy deterioradas, y era fácil que la piedra las desgastara más de lo debido, estropeándolas quizá para siempre. Entonces se las tenían que ver con la dueña...
José Miguel Palacio