Bespén - Huesca

Como ya he dicho en otra parte, el viejo cementerio de Bespén está en desuso desde que en los primeros años cuarenta construyeron el nuevo al sur del pueblo, en el término de Alpián, a medio kilómetro del casco urbano. Precisamente de ahí viene un expresión que entonces usaban mucho: “Si te pica un alacrán, ya no comerás más pan, y te llevarán t`Alpián”.
Como sabe todo el mundo, en el terreno que ocupa el viejo está integrada la iglesia y la torre, de tal forma, que todo ello forma un mismo conjunto o parcela. Ésta (la torre), es cuadrangular y en su cara oeste y pegado a ella, en el suelo, ha estado desde un par de meses antes de la guerra, el nicho donde reposan les restos de un cura que ejerció su ministerio como párroco en Bespén, hasta que falleció, como digo, en la primavera de 1936.
Apenas haría diez o doce años de su muerte, cuando en una esquina de la techumbre del nicho (de cemento pero sin tejas), empezó a abrirse una grieta apenas perceptible.
Abro un paréntesis para decir que en Bespén, los nichos nunca estuvieron bajo teja (tampoco en el cementerio nuevo), hasta los años ochenta más o menos, que construyeron cincuenta o sesenta nuevos, subsanando ese problema. Hasta entonces, cada vez que se enterraba a alguien, se construía el nicho el mismo día del entierro y sin más tejado que su propio techo de ladrillo rebozado de cemento.
Pero volvamos al viejo nicho de don Enrique. Era tan irresistible el morbo de los chavales, que, tímidamente primero, y descaradamente después, fueron (fuimos) hurgando en la grieta con cañas y palos astillados, hasta conseguir agrandarla para poder mirar “dentro”.
Al principio (hace entre sesenta y cinco o setenta años), se empezó a ver la madera negruzca del ataúd, pero como la lluvia y el paso del tiempo se supone que también “ayudaron”, poco a poco, la grieta se “convirtió” en agujero.
No pasó mucho tiempo (cuatro o seis meses), que el imparable deterioro se encargó de pudrir también la madera del ataúd, y entonces ya se veían perfectamente los ornamentos sagrados con los que había sido enterrado. Sobre todo, una rica casulla de raso verde claro y una larguísima estola negra, que no tardaron en estar al alcance de cualquiera que las quisiera “tocar”.
Alguien había “tirado” de ambas telas hasta dejarlas completamente a la vista en el mismo agujero, que entonces, por haberse desprendido un ladrillo entero, ya era un boquete que tapábamos y destapábamos con el mismo ladrillo, y que sin duda constituía una profanación.
No sé por qué, nadie se ocupó de tapar la abertura, pero lo cierto es que, al menos hasta quince años después, nadie lo hizo. Hoy, ignoro como está exactamente el nicho, aunque creo que alguien me dijo que ya hace muchos años que lo restauraron.
José Miguel Palacio.