COMENTARIOS Siempre había pensado que las residencias de ancianos pueden llegar a ser un buen lugar para que una persona sin demasiada familia pueda acabar sus días. Pensaba esto, porque me da mucha pena ver en el mercado a mujeres arrastrando sus bolsas cuando que apenas pueden con su alma; porque la televisión nos trae noticias de personas que mueren solas en su casa... Sin embargo, desde este fin de semana, que he acompañado a mis padres a visitar a una hermana de mi abuela que vive en una residencia, no lo tengo tan claro. No se trata de una residencia cutre, de esas que alguien monta en un chalé viejo con el único fin de sacar dinero, y que sólo se dedica a dar una cama a los viejos y “echarlos de comer”a la hora establecida; que tiene el personal mínimo y no cualificado para mantenerlos a raya sin dar mucha guerra; que los atan a la cama o los maltratan; que el abandono de las instalaciones y la mugre son algo habitual. En definitiva, no parece un lugar tétrico, que espera salir en las noticias junto con los familiares de los ancianos, esos familiares que aseguran que no sospechaban nada, que su padre estaba contento y bien tratado, cuando lo cierto es que lo habían abandonado allí para maquillar su conciencia y que, en sus escasas visitas, no querían ver lo evidente. No. Esta residencia es un edificio moderno, luminoso, limpio, rodeado de amplios jardines cuidados, con una terracita en cada habitación. No hay horario de visitas para los familiares y, según mis padres y mis tíos, a cualquier hora el personal parece preocupado por atender a los ancianos, les llaman por su nombre, les dedican frases cariñosas, les brindan un beso a quienes pueden sentirse más abandonados o débiles... La hermana de mi abuela conserva una gran lucidez mental a sus 80 años y físicamente no está muy mal: puede salir a la calle con su bastón, no necesita ayuda para vestirse ni asearse, e incluso dice que ayuda a otras compañeras. Pero aun así, el ambiente es deprimente. Algunos hombres se entretenían jugando al dominó, algunas mujeres hacían punto o jugaban a las cartas. Pero otras muchas personas permanecían sentadas en el jardín, con la vista clavada en el vacío o mirando con envidia a quienes estaban acompañados por su familia. Nuestra tía, en un momento dado, nos dijo: “Vámonos un poco más allá, que no nos vea esa señora. Nadie viene a verla y le da mucha rabia que otros tengan visitas”. Vale, en estas residencias (asilos los llama mi padre) no están solos, pero la compañía es forzosa, no tienen apenas intimidad y están obligados a dar explicaciones de cualquier cosa. Están desarraigados de su barrio, donde conocen desde siempre a muchas personas con las que se cruzan por las calles. En su barrio pueden sentarse en un banco y ver a un niño jugar con la arena, pueden recordar sus amores en el beso de una pareja, pueden comparar el tiempo con el de su época (¡ahora ya no hace tanto frío!, ¡antes sí que pasábamos calor trabajando!), pueden hacer sus compras y calcular el precio en pesetas o en reales... En definitiva, pueden sentirse parte del mundo y tienen posibilidades de vida. Pero las residencias de ancianos no son una estación de paso en la vida, son la sala de espera de la muerte.
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