Historias de la vida cotidiana. El horno de Senén El horno de Senén. Silencio absoluto, algún perro ladra en las casas de al lado, alguna puerta se abre, alguna voz que comenta el frío que hace cuando se encuentra con alguien que va de camino a comprar el pan del día. Son las nueve de una mañana de invierno. La puerta del horno se abre con una bocanada de calor dulce. En verano la puerta está siempre abierta, pero ahora, con este tiempo tan frío, se cierra para guardar el calor. No tienes nada más que empujar y se abre dando paso a una habitación llena de tableros, sacos de harina, escriños, máquina de amasar... La gente allí no tiene prisa por salir a la calle. El panadero se demora, empuja con una larga pala de madera la puerta de hierro que cierra el horno y después la coloca en unos ganchos junto a los tableros más altos, a la altura de su cabeza. Detrás de esa pequeña puerta de hierro, que a veces se pone al rojo vivo, arde la leña mientras se cuece el pan. Luego, cuando ya no queda sino el rescoldo se cuecen las galletas, las magdalenas, los bollos, los mantecados y los rolletes,. A veces, cuando se abre la boca del horno se ve ahí dentro arder la leña con llamas que alumbran hasta dejar ver como se van dorando los panes colocados en hilera en el centro. Él panadero sabe, por el color, si ya están cocidos o si tiene que esperar un poco más para sacarlos. La gente espera sin prisa. Cuando sacan el pan con esas palas de mango tan largo y delgado, parece que se van a caer. Con gran pericia el panadero vacía la pala con uno o dos panes cada vez, no más, los coloca en largas mesas vacías y desde allí cada uno, coge los suyos todavía calientes y los va colocando en el escriño para llevárselos a su casa. Cuando el horno está vacío el panadero comprueba si está suficientemente caliente para echar otra cochura o si por el contrario, tiene que echar más leña al fuego y esperar a que alcance el calor necesario para que se cueza el pan de la siguiente hornada. Los panes sin cocer esperan tapados con una tela blanca o de rayas que llaman el tendido. Cada mujer ha amasado los suyos con la harina y la levadura que se ha llevado del horno el día anterior. Luego ha traído la masa en un escriño cargado al ijar o sobre un trapo enrollado encima de la cabeza, lo ha partido en trozos y le ha dado forma. Lo más normal es que sean piezas redondas con cuatro cortes ene. Centro. Las más modernas hacen piezas más pequeñas alargadas pero les sale más caro porque se cobra por unidades o por latas - Te trae más cuenta llenar una lata- dice Senén a la que le da por hacer barras. Las latas valen igual se ponga en ellas a asar pimientos, cabezas de cordero, boniatos, galletas o magdalenas. Asar un cordero vale más pero nadie trae un cordero a no ser en los días del Cristo. Las vísperas de las fiestas, sobre todo en Navidad, por la tarde, de cada casa, vendrá alguna mujer a hacer dulces: rosquillos de aguardiente, mantecados, pastas de canela, magdalenas y galletas. Los bizcochos sólo se hacen cuando hay una boda o cuando alguien tiene un enfermo o una parturienta en la casa. Recuerdo una tarde de invierno en que me mandaron en mi casa a llevar una cabeza de cordero para asar en el horno. Entonces, las cocinas no tenían los hornos de ahora. Vivíamos en la calle de los Tintes todavía, por lo que debía ser muy pequeña. Sin embargo tengo en la memoria estos hechos como si hubieran ocurrido ayer. Al pasar por la plaza apoyé la lata en el bordillo de piedra para descansar. Tenía que llevarla sujeta con las manos delante para que no se me cayera. Al llegar a la calle de la Carmen Lidia ya no podía más y no encontraba ningún poyete lo suficientemente alto para poder apoyar la lata. Las manos me dolían del frío, los dedos estaban agarrotados y tenía miedo de que se me fuera a caer la carne al suelo. Las lágrimas se me saltaban y notaba escozor en la cara. Se me caían los mocos y no podía limpiarme. Había un cielo gris plomizo como el que amenaza nubarrones y no pasaba un alma por la calle. Mi madre me había dicho que me diera prisa para llegar antes de que empezara a llover pero ya no podía más. En la puerta de la hermna Felicidad, dejé la lata en el suelo para sonarme los mocos y calentarme las manos con las mangas del jersey. En ese momento apareció un perro y no tuve más remedio que coger la lata y apoyándomela en la cintura salir de prisa con el perro detrás, ladrando. Por fin llegué. El hermano Senén salió a abrirme a la puerta, espantó al perro y me cogió inmediatamente la lata que estaba a punto de caérseme. Con el calor las manos me dolían aún más. Un dolor tan intenso que no paraba de llorar. El hermano Senén puso una cubo debajo de un grifo, al lado del horno, y salió agua caliente (Entonces no había agua corriente en las casas). Me dijo que las metiera dentro para que se me pasara el dolor. Al principio me resistía, pero luego lo hice, y así fue: al poco dejaron de dolerme Fuera llovía y me quedé allí toda la tarde hasta que la cabeza se asó. Luego esperamos a que se enfriara un poco, pero no mucho para que me calentara durante el camino de vuelta. Me la tapó con un saco de papel y me acompañó un tramo para que no me siguiera ningún perro. Luego nos encontramos a una mujer que llevaba mi camino porque iba hacia la plaza y entonces él se volvió al horno. Ya era casi de noche. Mariano, el lucero, iba encendiendo, una a una, las luces de las calles. El viento empujaba las nubes de un lado a otro y el frío había empezado a hacer cristales en el agua de los charcos. Las nubes iban y venían, unas veces era muy oscuro y al rato parecía más claro, como si todavía le quedaran horas al día. Por mi calle se oían ladridos de perros y el ruido que hacía el ganado de Zancas que ya llegaba del campo. Al bajar la cuesta vi a la Encarnita de Senén y me sentí salvada. Ahora ya podía pedirle ayuda a alguien. Era mi vecina y me llevó la lata hasta la puerta. -Pero no lo digas a mi madre que me has llevado la lata. Yo sabía que Encarnita me iba a guardar el secreto porque yo también le guardaba los suyos. No le decía a nadie, más que a ella, que el lucero estaba escondido en la esquina, en frente de mi puerta, esperándola. Venía allí casi todos las tardes, después de dar las luces. Algunas veces silbaba para que ella bajara y otras veces me mandaba a mí a llamarla. Yo le hacía ese favor porque Encarnita era mi vecina y porque, según Mariano, él y yo éramos un poco parientes ¡cómo me llamaba Luz y él era el lucero! Luego se hicieron novios. Como ya sabéis, antes, los novios no entraban a las casas de las novias. Lo más que se acercaban era a la esquina de la calle para seguirlas discretamente cuando las vieran salir, o para ser vistos por ellas desde detrás de las ventanas. Por eso Mariano frecuentaba tanto mi calle, iba con su palo de lucero y se paraba en frente de mi puerta disimulando la espera. Yo lo veía ahí parado y bajaba a preguntarle qué hacía. Creía que era cosa de las luces, pero no, era el amor lo que le traía cada tarde a nuestra cuesta. Porque era nuestra la cuesta: de la Trini, de la Mari Carmen, mía y de las chicas de Senén. Aunque ellas, como eran mayores ya no jugaban. Estaban en otras cosas.
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