Españoles de segunda La mayoría de los casos no saldrá a la luz. Antes que las leyes inicuas ya se encarga el miedo de mantener en silencio a los pisoteados. Miedo a las represalias que pueden sufrir los niños, miedo a las consecuencias académicas, miedo a una torre de Babel burocrática diseñada para que resulte inaplicable siquiera los escasos derechos que la Ley concede a los castellanohablantes. Miedo, en fin, al apartheid social que el nacionalismo practica con quienes no se someten a su quimera de odio. En Galicia algunas madres dan ruedas de prensa de espaldas a las cámaras, temerosas como mujeres violadas, pidiendo a los medios el anonimato, como si perteneciesen a una de esas minorías sometidas en sociedades del Tercer Mundo. Y sólo así, medio escondidas, se atreven a contar el calvario por el que pasan sus hijos. Unos padres acudieron a quejarse al director, que lo primero que les dijo, al sentarse en el despacho, es que cómo eran tan maleducados como para dirigirse a él en español. Después llega la persecución en el aula: faltas de puntualidad que se apuntan aunque el niño sea el primero en entrar en clase. O más: desde el colegio les indican que el niño viene “sucio”. Probablemente porque consideran suciedad de la boca hablar en castellano. Algunas madres, como Marieta García, sí han tenido el valor de dar la cara en los medios y contar con detalles su caso. Vive en Brión, y hasta el pasado curso su hijo Esteban estudiaba en el colegio público Pedrouzos, el de la localidad. Pero tuvo Marieta la mala idea de comprar en español el libro de Conocimiento del Medio. En seguida el colegio detectó al disidente y comenzó la persecución que ha terminado con Esteban abandonando el centro –y a sus amigos– y teniendo que marcharse a estudiar a 17 kilómetros de distancia. En el intervalo, todo un listado de agravios, ofensas y discriminaciones. El bullying –acoso escolar– es el deporte rey del nacionalismo. Regresaba al niño a casa –tiene 9 años– con la retahíla de insultos del día, “castellano”, “fracasado”, y cuando Marieta pedía explicaciones, la profesora le comentaba que en realidad le daba pena el niño, que “a dónde iba a ir sin saber bien gallego”. Probablemente la peculiar docente considera que el universo es una aldea. La pena es que la cerril visión la pagan los niños: Esteban está hoy recibiendo ayuda psicológica. La decepción de miles de padres con el Gobierno de Feijóo lo resume Gloria Lago, de Galicia Bilingüe, que considera que no ha cambiado casi nada, y que lo poco que ha cambiado no se cumple. 4.500 profesores se negaron por escrito a dar ni una palabra de español en las aulas, y por supuesto la Xunta se niega a hacer las inspecciones que les reclaman los padres. El futuro no pinta mejor. Aunque Gloria Lago se alegra de la recién estrenada sinceridad de Feijóo: “Hay que agradecer al PP que al menos en estas elecciones ya no mienta: ahora su programa, en lo lingüístico, es absolutamente intercambiable con del Bloque Gallego”. De hecho, en las webs más radicales del galleguismo –con conexiones filoterroristas– se alegran del viraje popular, que asume por completo la inmersión lingüística. Por supuesto, el programa sólo está publicado en gallego. También para el gallego son absolutamente todas las subvenciones culturales de la Xunta, y el mismo día en que se anunciaba el último recorte para los funcionarios, el Gobierno de Santiago otorgaba cuatro millones y medio de euros para audiovisuales en la lengua de los pazos. Cataluña y Baleares La educación catalana fue pionera en la discriminación escolar y en la persecución de disidentes. El Informe PISA advierte de que los alumnos cuya lengua materna es la española sufren hasta el triple de fracaso escolar, algo que pone de manifiesto el éxito del proceso de inmersión: el que no se adapta simplemente sale del sistema. La obsesión llega hasta el patio de la escuela, y es conocidísimo –y nada excepcional– el caso de un niño de 5 años, en Sitges, al que colocaron la “pegatina roja” por hablar español en el recreo. De momento, al menos, la pegatina queda sólo en el boletín de calificaciones, y no obligan a llevarla en la solapa, quizá para que no sea tan similar al brazalete amarillo de los judíos en los años 30. El caso catalán tiene la peculiaridad de su absoluto desprecio a la Justicia. Ya lo advirtió Artur Mas: “Que no me toquen las narices con el catalán”. Y tras esa frase de estadista llegó la catarata de insumisión con la que colegios, universidades y el mismo Gobierno de la Generalitat reciben los sucesivos mandatos de los tribunales: simplemente, no los van a aplicar. Pero la imposición de esta lengua no se circunscribe a la comunidad autónoma catalana. En Baleares –donde gobierna el PP– puede que las leyes de inmersión sean algo más suaves –una especie de régimen de Vichy–, pero la realidad no es muy distinta. El pasado 24 de septiembre la Consejería de Educación de Baleares daba la razón a un colegio que se negaba a escolarizar a dos hermanos en su lengua materna, el español. El caso sería uno más en la larga lista de discriminación y abuso, pero las circunstancias agravantes, en esta ocasión, sí han logrado cierta repercusión mediática. Y es que la familia había solicitado al colegio la educación en castellano no haciendo ejercicio de un derecho fundamental, ni mucho menos por capricho. Los niños padecen un ligero retraso madurativo y los médicos habían recomendado que recibieran la enseñanza en la lengua materna. Pues ni por esas. El colegio se negó, tal y como cuenta Jorge Campos, presidente del Círculo Balear, que ayudó a la familia a reclamar directamente en la Consejería de Educación. El desenlace lo cuenta así el mismo Campos: “Cuál es la sorpresa que la contestación del Gobierno balear, concretamente de su consejero de Educación, Rafael Bosc, es que le da la razón al centro educativo. Incluso, con toda la desfachatez del mundo, le recomienda a la madre que aprenda catalán”. Sorprendente comprobar que esta respuesta viene del Gobierno de un partido que llegó al poder con la promesa de garantizar la libre elección de lengua en todas las etapas educativas. Tampoco desde el Gobierno central –en cuyo programa se incluía la perogrullesca promesa de que los españoles podrían educar a sus hijos en español– se ha hecho nada para transformar este panorama de violenta inmersión. Como muestra sirve la reunión de la Comisión de Defensa el pasado junio, en la que se votaba una proposición no de ley del Grupo Popular para que los hijos de los militares desplazados a comunidades con lenguas cooficiales puedan estudiar en castellano como lengua vehicular. Por supuesto, los nacionalistas convergentes tuvieron su habitual ataque de histeria ante aquella agresión a sus sentimientos y derechos. La mayoría absoluta popular se arrugó, y el texto quedó adecuado a las exigencias nacionalistas, que proponían su modelo de “atención individualizada y apoyo”, porque en su sistema simplemente no hay colegios con el castellano como lengua vehicular. Es decir, que argumentaron su postura haciendo gala del incumplimiento de la sentencia del TC. Y es que el debate político sobre la lengua es una gran ceremonia de la confusión donde se agitan decretos, leyes, reglamentos, instancias y, en fin, una montaña babélica de burocracia en la que se pierden las denuncias y con las que se pisotean los derechos. Si uno tiene la paciencia de bucear un poco en el gran tinglado nacionalista, llega a una conclusión incuestionable: existen regiones donde los padres no pueden escolarizar a sus hijos en español, donde los alumnos que tratan de hablar su lengua materna –o hacer con ella sus deberes– son estigmatizados cuando no directamente perseguidos, mientras políticos y profesores incumplen impunemente la ley y las sentencias judiciales |