Puebla del Príncipe - Ciudad Real

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Cualquier enciclopedia se refiere al «hombre» como un término genérico que engloba al colectivo de los mamíferos racionales, es decir, a los individuos pertenecientes al género humano; un tipo de animal vertebrado cuyas principales características son su desarrollo cultural y su capacidad intelectual. Pero resulta un tanto injusto que como nombre genérico se haya tomado el que designa al macho; seguramente será porque en aquel entonces el estudio estaba casi reservado a los machos, mientras las hembras se ocupaban de tareas menos intelectuales aunque no por ello menos importantes para la subsistencia de la especie. Y a la vista de esta distinción, cuando Pitágoras decía aquello de «el hombre es la medida de todas las cosas», queda la duda si ya en aquella época, y en el fondo, no habría cierta marginación femenina y que se tomara al hombre como referencia del ancho de sus brazos, el alto de su estatura y el largo de otra «cosa» que algunos todavía se empeñan en utilizar como vara de medir.

Al hombre, desde muy pequeño, se le educa con los mismos parámetros que al rey de la selva; se le ríen las gracias, se le consienten cosas que nunca se admitirían en la mujer y se estimula el desarrollo de su capacidad de lucha, de mando y de aguante; sin olvidar, por supuesto, el estímulo de sus dotes de gran cazador.

Después de esta primera etapa, cuando ya entra en la pubertad, lo hace con el convencimiento de ser el centro del universo, y aunque no sea agraciado físicamente no importa, porque se le habrá enseñado a descubir por sí mismo algún que otro encanto oculto que le hará brillar ante los demás. Y entre la educación recibida en su niñez y el refuerzo aportado por una sociedad que aun sigue pensando como Pitágoras, se convierte en un ser inaguantable. Su vida gira entorno a lo que se llama diversión y, en esta época, se empieza a manifestar la gran obsesión que le acompañará el resto de sus días: el sexo. Todas sus energías irán encaminadas la conquista de la hembra y se pasará el día hablando de imaginarios triunfos con la misma convicción que si fueran ciertos, hasta el punto de acabar creyéndoselo, cuando en realidad casi todo se reduce a lo que se podría llamar un consuelo masturbatorio. Y, en caso de conseguir alguna «presa», el hecho quedará marcado en lo más profundo de su mente, como una muesca en las cachas del revolver de cualquier pistolero de tres al cuarto que esconde su debilidad tras un semblante más rígido por la frustación que por la dureza.

Cuando llega a la plena juventud, a eso de los veinte años, a la obsesicón por el sexo se suma la del dinero. Porque se da cuenta de que el mantenimiento de su diversión pasa por encontrar un trabajo que le permita ganar lo suficiente para mantener el rodaje de esa película imaginaria que nunca encuentra el final. En esto que, un día cualquiera y de modo casual, conoce una chica ---generalmente la chica lo conoce a él--- y entablan una relación que le llena de orgullo y refuerza sus convicciones: es una persona de éxito. A veces, esta clase de triunfo le provoca una borrachera mental que lo lleva a un estado de delirio creyéndose aquello de que todo el monte es orégano, y se lanza a la conquista masiva e indiscriminada. De cualquier modo, tarde o temprano acaba imperando el realismo y su relación de pareja se consolida. Pero en su mente subyace el sentimiento primitivo de la conquista y algunos, al entrar en un estado de monotonía y viendo que se acerca el otoño de sus vidas, pierden el control y se lanzan al arroyo tratando de agarrar la primera rama que encuentran.

Los años van pasando hasta que llega el complejo otoñal con la consabida caída de la hoja, y un poco más tarde el invierno, con una vida reducida a las fantasias de la mente, esos deseos inalcanzables que años atrás fueron el motor de su existencia y ahora son menos importantes que orinar sin molestias o de que su vientre se mueva regularmente. Ya no se presume de conquistas que nadie cree sino del movimiento de unas entrañas podridas por el paso del tiempo que nada perdona; es lo que queda la vida de aquellos que fueron los reyes de la selva.



Isidro

Alguna enciclopedia define la mujer como un ser racional del sexo femenino; así, sin más. Y como sinónimos añade: hembra, muchacha, joven, moza, adolescente, señora, dama, esposa, compañera, consorte, madre; todo en un mismo saco. Sin embargo, se olvida de añadir aquello de sacrificada, sensible, valiente e incluso víctima, porque desgraciadamente a veces lo es. La definición queda escueta frente a la de la palabra «hombre», hasta el punto de tener que acudir a esta palabra para aumentar la información, como si la palabra «mujer» fuera un apéndice de la otra.

Esta marginación no es la única. En la Biblia ya se habla de la mujer como algo secundario: «Dios creó la mujer a partir de una costilla de Adán...» Pero como soy creyente, quiero pensar en que nuestro Dios está totalmente alejado de cualquier tipo de discriminación absurda y que el orden de creación no obedece ningún significado marginal.

Sea como fuere, la mujer ha sido la gran marginada de nuestra sociedad. Desde pequeña, incluso antes de nacer, ha sufrido el desprecio por ser mujer, como si esa condición fuera una cualidad maldita carente de más valor que el reproductivo y el placentero. Aunque parezca mentira, todavía quedan familias donde se ve con mejores ojos el nacimiento de un varón que el de una hembra; y no hay que desplazarse a los países del tercer mundo, porque esos casos ocurren en nuestro entorno cotidiano.

La niñez de las mujeres está rodeada de sensiblerías e inhibiciones incipientes que se hacen más profundas a medida que avanza el tiempo. Su mentalidad se va modelando para que quede encaminada a la formación de una familia, la sumisión al hombre y el trabajo hogareño; independientemente de que pueda realizar otras tareas. Se le prepara como si fuera una especie de todoterreno para el servicio de los demás.

Sin embargo, la naturaleza, que es sabia, la ha compensado; y además de la inteligencia, como el resto de los seres humanos, le ha dado una capacidad de superación mucho más elevada que la del varón. Así, mientras el hombre entra en la pubertad con la misma velocidad que cuando se tira por un acantilado, la mujer ya ha visto madurar su cuerpo experimentado la primera regla que acepta como parte de su condición femenina. A esa edad, su madurez evoluciona más rápidamente que la del hombre, y, mientras éste se dedica a intentar picar de flor en flor, ella programa su vida de modo racional, pero, eso sí, sin olvidar los sentimientos. Tontea, pero sabe dónde está el límite, un límite impuesto por una sociedad que todavía sigue distinguiendo entre los privilegios del hombre y los deberes de la mujer.

Al pasar los años muchas de ellas forman una familia ---aunque ahora ya no existe esa obligación social---. La experiencia a veces sale mal por culpa de algún que otro piiiiii escondido bajo la piel de cordero. Sobre ella recae el peso del cuidado y educación de los hijos y el trabajo incomprendido y tan poco recompensado de la casa; porque el hombre llega cansado de tanto trabajar, o por lo menos eso es lo que siempre dice. Como ahora los tiempos ya van cambiando ---aunque sea más lentamente de lo deseado--- y sobre todo con la independencia que da el ganarse el pan con un trabajo fuera del hogar, si la vida conyugal se transforma en intolerable son capaces de coger la puerta y marcharse dejando colgado al imbhecil de turno. Ya no tienen por qué soportar vejaciones ni sumisiones absurdas. Su vida sale adelante perfectamente gracias a su esfuerzo y mentalidad luchadora.

Y al final, cuando la preocupación del hombre por la caída del cabello va dejando paso a su interna inquietud por el funcionamiento defectuoso de su querido «aparato», esa especie de cerebro que guarda con tanto cuidado dentro de su pantalón, cuando lo único que le aumenta de tamaño es la maldita próstata y el intestino empieza a acusar la vagancia de tantos años de placenteras sobremesas, ella, en silencio, lo va viendo pasar camino del cementerio; sufriendo, como siempre.


Isidro