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¿Quién o qué es Dios?


Esta pregunta es tan antigua como el ser humano. El hecho mismo de que éste se la plantee, es un signo de su origen divino, una consecuencia del destello divino en su alma, sin el cual no se le ocurriría siguiera la idea de buscar a Dios. Sobre esta búsqueda han narrado los mitos, religiones y filosofía de la humanidad desde un principio. Ellos son las escrituras sobre lo que sucede en el alma del ser humano. Allí ha tenido su origen la pregunta sobre Dios, y allí encuentra también la respuesta. Esto lo indicó Jesús de Nazaret de forma inequívoca, cuando dijo: “El Reino de Dios está dentro de vosotros”.

A Dios no se le puede demostrar: la condición para ello sería una conciencia que fuera más grande que Dios. A Dios tampoco se le puede describir: el resultado serían proyecciones en imágenes de nuestra consciencia humana. A Dios sólo se le puede experimentar, como una intuición de que “alguien tiene Sus manos sobre nosotros”, como descubrimiento fulminante de una ayuda en una gran necesidad, en la vivencia gozosa de la belleza de la naturaleza, en el silencio de la oración o también en la soledad y el abandono en los que de pronto nos hacemos concientes de la presencia de Dios. Entonces sentimos, según los casos, el acogimiento en El, Su amor, Su omnipotencia, Su belleza y Su claridad. Cuando el rayo de luz divino traspasa en nuestra alma por unos momentos la niebla de nuestra consciencia humana, se hace perceptible el profundo anhelo que hay latente en nosotros y que nos saca de todo lo terrenal: el anhelo de reconocer y llevar a cumplimiento el sentido último de nuestra existencia, el anhelo de paz, armonía y felicidad eterna, es decir el anhelo de Dios.

Que nos hagamos conscientes de este anhelo tan poco a menudo, tiene muchas clases de causas: nuestra mirada se dirige hacia el exterior y no hacia el interior; los teólogos han dibujado a un Dios que reina por encima de las nubes y tiene más bien los rasgos de un inquisidor que castiga, que la faz de un Padre amoroso; y finalmente, a Dios se Le ha prohibido hablar: la palabra profética, que aún aparecía en las comunidades cristianas de los principios, enmudeció bajo la presión de una Iglesia externalizada. En lugar de los profetas se presentaron los cardenales.

Sin embargo, el Espíritu de Dios a la larga no se deja proscribir. “Palabras proféticas” las ha habido una y otra vez de forma aislada también en los últimos 2000 años, pero actualmente la profecía de Dios se ha abierto paso como una corriente poderosa, y la humanidad es instruida desde el mundo espiritual sobre interrelaciones que Jesús de Nazaret indicó, pero cuya manifestación completa reservó para un tiempo posterior.


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