EL PASEO DE LOS DOMINGOS DE INVIERNO El paseo soleado de un invernal dominguito por la tarde comenzaba en el mirador de los Peñascos. Bajaba la carretera y bajaba la tarde entre reductos de batanes y verdes pinos junto a las escarpadas piedras. Y emulando a Machado en su retiro soriano de Campos de Castilla, el paseo por el camino de la granja en la proximidad del puente, junto a la ribera del Guadalete, siempre me llenó de melancolía y recordé la belleza del verso: "Estos chopos del río, que acompañan con el sonido de sus hojas secas el son del agua cuando el viento sopla" Y en esa bajada empinada, me encontraba con el río y su murmullo. Y después, asomado a la reja de la cuevecíta de Lourdes, de la roca inmensa, surgía la bella diosa y a pesar de estar tan lejos siempre acaricié su piel de jazmines, azucenas y rosas. Y de aquí a la ermita. Abriendo el camino por las huertas de la Obra me ensimismaba viendo el producto de aquellas huertas y los chopos lejanos y las albercas de verdines y agua clara. En lo siete pinos, como días de la semana, miraba al pueblo y el pueblo me miraba; desplegado en su resplandor y ajetreo y contaba los días para un nuevo encuentro. En la ermita el paseo era descanso cuando entraba en el patio de geranios junto al pozo, y allí me sentaba y me dejaba abrazar por las palmeras de brazos largos al son de la brisa y el viento. Siempre leía un rato y disfrutaba una esperada visita a los Ángeles como si lo hiciese al mismo cielo, y me encontraba con un altar de flores blancas y una pequeña imagen de resplandor eterno. Y mis ojos brillaban con los ojos de aquella madre; y me regalaba siempre una sonrisa que me llevaba impregnada en mi sonrisa, y la paz inmensa de sentirme protagonista de una tarde dulce como alma enamorada. |