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16-05-09 14:15 #2270447
Por:Luciano Montero

LA AGITADA MUERTE DEL CANARIO DE DOÑA ESTHER (I)
Querido/as amigo/as:
Voy a colgar en el foro un cuento, para aquellos aficionados a la lectura. El autor soy yo y, como las bases me obligan, tengo que dejar constancia que este cuento fue el ganador del III Certamen Literario "Vicente Serrano Naharro". No todo van a ser discusiones, que si intoxicación, que si limpieza de Sequeros o lo que sea. Asi es que espero que aquellos que les guste leer disfruten con él. Como siempre, saludos a los zarceños de buena voluntad.

Tengo que enviarlo en varias veces, porque no lo acepta entero. Lo siento. Espero que no desanime su lectura.

LA AGITADA MUERTE DEL CANARIO DE DOÑA ESTHER
I
Doña Esther Salvatierra es jubilada. Sus únicos vicios a la vista son dos: pasear sin límite y cuidar de Pascual, un canario que parece un huevo plumoso y delicado. Es tan amarillo que casi ciega cuando se mira mucho rato seguido.
La mujer pasea desde que tiene memoria, y aún la conserva intacta a sus setenta y dos años. Cuida del canario desde que se jubiló, porque es un regalo que le hicieron sus compañeras en la comida de despedida de su apacible vida laboral como jefa de bedeles de un tranquilo instituto. Se lo entregaron a los postres, metido en una jaula de salir del paso. Pero a la semana de tenerlo, ya le había tomado consideración y mucho cariño, por lo que decidió comprarle una jaula amplia y decorosa. Es una casita encaramada a una columna labrada de flores, con el pie en forma de tallo abierto.
Doña Esther es generosa de cuerpo, pero bajita. Tiene los pechos abundantes, al estilo tradicional; atributos que de más prietos debieron ser bastante admirados. Su pelo es rubio; le disimula el exceso de claridad con un suave tinte verdoso y haciéndose la permanente cada pocos días, como corresponde a su carácter coqueto. Usa gafas con montura de pasta, un cordoncito al cuello para no perderlas, y las ventanas de los cristales pequeñas y doradas. En cada oreja luce, por herencia de su madre, un zarcillo con media perla gris engastada en una pieza circular de oro resobado. Su cara está plagada de arrugas verticales, que parecen gotas de agua estirándose al resbalar por el cristal de una ventana. Junto a la comisura derecha de los labios experimentados, tiene una verruga sanguinolenta, de la que salen disparados, como flechas endebles, tres o cuatro pelillos canos que sólo se ven a contraluz. En conjunto es un rostro bondadoso el suyo, de sonrisa dulce y medida, ingeniosamente conectada con la mirada. Cuando lo observas, enseguida se percibe en él la ausencia de todo mal.
Con esfuerzos de hormiga consiguió juntar unos ahorros, y pocos meses antes de jubilarse compró un adosado pequeño y acogedor, con un porche a la entrada como el de una casa de muñecas, en una urbanización nueva. Quería procurarse un retiro apacible cerca de espacios tranquilos para pasear.
Todas las mañanas coloca la jaula con el canario, prisionero por vocación, en el rincón más apetecible del porche. Durante el día lo va mudando con el sol. Por la noche lo recoge dentro, y lo deja junto a la ventana del salón. Ha descubierto que es el lugar donde mejor duerme.
Doña Esther no se ha casado nunca. No tiene hermanos. Su madre falleció pocos días después que su padre, hace ya muchos años. No tiene ningún familiar directo, y al faltarle los alumnos del instituto adoptó con facilidad a Pascual como a un nieto.
Le compró también otra jaula, poco más grande que una grillera, como una pajarera de bolsillo. Cuando sale a su paseo diario, del que no se priva ni los días más desapacibles, aloja con mimo a Pascual dentro de ella, y lo lleva consigo. Cuando hiela o hace mucho frío, viste la pequeña canariera con un faldoncito de ganchillo apretado que ha tejido ella misma empleando las agujas más finas y toda la ternura acumulada en sus manos, en varios ratos de vagar, para que el pájaro viaje abrigado.
También lo lleva cuando va a hacer la compra al supermercado que instalaron en la urbanización. Y a la consulta del médico de cabecera, en sus visitas programadas para el control de la diabetes, único achaque que sufre.
La anciana tiene amigos antiguos, los que fueron sus compañeros de trabajo; y amigos recientes, sus pocos vecinos. Con los antiguos apenas se ve. Con los nuevos, casi todos los días, porque todavía son escasos. Especialmente se ve con Enrique y Elvira, un matrimonio de edad mediana con el que coincidió el día de la mudanza. Esa casualidad la interpretó doña Esther enseguida como un signo propicio para entablar amistad.
Enrique y Elvira todavía no tienen niños, a pesar de que ya llevan casados unos cuantos años. Doña Esther sospecha que es porque no pueden tener familia. Ella debe tener algún problema, piensa. Aunque eso no se lo ha dicho nunca a ellos. Pero una vez a la semana, por lo menos, les pregunta que para cuándo.
El chalet del matrimonio es idéntico al de la jubilada. Los dos están en la misma acera, separados escasamente por cincuenta metros. Los tres que hay entre medias los compraron unos desconocidos como inversión, y no los han habitado todavía.
Con Enrique y Elvira se cruza doña Esther casi a diario. Tiene calculado el regreso de su paseo para que coincida cuando el matrimonio empieza el suyo. Ha convertido lo que empezó siendo un encuentro fortuito en una formalidad casi obligatoria. Pero como la pareja no es de pasear fijo, algunos días no se encuentran. Cuando esto sucede, la anciana los llama por el portero automático y les pregunta cualquier cosa, con el único propósito de verlos para cumplir el ritual y quedarse tranquila.
Cuando se casó con Elvira, Enrique aportó también un perro al matrimonio. Se lo había regalado su madre, viuda, en un cumpleaños. Es un perdiguero de Burgos, de pelo largo y manchado de café con leche.
Como Enrique nunca ha sido cazador, el animal no ha desarrollado con normalidad todos sus instintos naturales, y sus habilidades se limitan a jugar, comer y sestear tumbado en las resolanas. Se acuesta de barriga en el porche, con las patas delanteras abiertas y la cabeza al frente. Desde allí mira sin interés todo lo que pasa por la calle. Sólo cuando es doña Esther quien pasa, el perro menea ligeramente la oreja derecha, y fija los ojos bonachones –con cierto brillo– en la canariera portátil donde Pascual hace equilibrios de funambulista.
II
Elvira es algo fogosa. Los días en que las ganas se le salen llama a su marido a la oficina para que se dé una escapadita rápida a casa en la pausa del café. Una mañana de abril, mientras regaba un arriate de orquídeas y ombligos de Venus que su marido había plantado para alegrar la entrada, sintió un borboteo de palomitas en el estómago que le encendió rápidamente el cuerpo. Se apresuró al teléfono y llamó a Enrique.
–En diez minutos estoy ahí –le dijo el marido–. Hoy podré quedarme un ratito más; el jefe está de viaje –añadió insinuándose, para regalarle el oído.
Elvira terminó de regar las plantas. Recogió la regadera. Se lavó y esperó ansiosa dos minutos hasta que Enrique aparcó junto a la acera y entró en la casa precipitadamente, olvidando cerrar la verja de la calle. El perdiguero de Burgos, tumbado al sol, lo vio pasar con un desinteresado movimiento de ojos.
Tras algo menos de una hora de amor intenso y apresurado, Enrique salió de la casa peinándose disimuladamente con los dedos.
El perro se había desplazado persiguiendo el sol. Su cabezota caída sobre las baldosas del porche parecía el cazo abandonado de una excavadora. Se miraron. Bajo la barbilla peluda destacaba algo brillante que llamó la atención de Enrique, aunque no le dio importancia. Sin embargo, antes de llegar a la verja, abierta, sintió una punzada. Se le aceleró el pulso. El corazón le rebotó por todo el cuerpo. El perro había ladeado la cabeza al pasar junto a él, y Enrique descubrió, confirmando la alarma y abriendo la boca en una mueca exagerada, que lo que escondía el perdiguero debajo del hocico era un pájaro. Un pájaro amarillo brillante. ¡Un canario!
Se dobló con reflejos de agachadiza. Recogió del suelo el maltrecho huevo de plumas. Miró a uno y otro lado de la calle, asustado, suplicando que nadie estuviera viéndolo.
–¡Elvira; Elvira! –llamó, entrando de nuevo en la casa.
–Pero bueno; no me digas que otra vez tienes ganas –le contestó su mujer desde el piso de arriba, asomándose al pasamanos de madera de la escalera, todavía mimosa.
–Qué ganas ni ganas. Baja; baja y verás...
Elvira bajó expectante. Enrique estaba al pie de la escalera de mármol rosa. Quieto. El brazo derecho extendido delante del cuerpo. La mano abierta. Y sobre la palma, la evidencia amarilla de un crimen.
Los ojos de la mujer se abrieron hasta el límite. Por su mente comenzaron a desfilar vertiginosas secuencias de película mientras descendía los peldaños. Escenas vividas con doña Esther y su canario Pascual. La mujer y el pájaro al regreso de los paseos, en el porche de su casa, en el supermercado. Secuencias sensibles entonces; punzantes y dolorosas ahora. En sus oídos resonó el eco nítido de la voz de la anciana hablándole al pájaro, acariciándolo con las palabras; presentándoselo a ella y a su marido.
Enrique la puso en antecedentes. Un nerviosismo de culpable a punto de ser atrapado en la escena del crimen se apoderó de la pareja.
Elvira se negó en redondo a quedarse sola en casa con el diminuto cuerpo del delito. Enrique se vio obligado a telefonear al trabajo para pedir libre el resto de la mañana, por culpa de una repentina indisposición. Seguramente por algo que cené anoche, le dijo a su compañero.
El matrimonio se encierra con llave dentro de la casa. Se disponen, aturdidos y angustiados, a estudiar con calma el asunto y cómo darle solución. A pesar de estar encerrados, Elvira no considera que estén a salvo del todo. Corre de habitación en habitación bajando las persianas. La casa se llena de penumbra. Enciende una tenue lamparita de lectura colocada en un ángulo del salón. Sin embargo, inmediatamente le entra el temor de que la luz, aunque débil, se filtre por algún resquicio de la persiana bajada y pueda verse desde la calle. Apaga la lámpara. Coge a Enrique por un brazo y lo arrastra hasta introducirlo en el pequeño cuarto de baño de la planta baja. Sale, y regresa enseguida con una vela insertada en una palmatoria de bronce. Cierra la puerta de madera del aseo. Coloca la palmatoria sobre el lavabo, y enciende la mecha con una cerilla.
En el reducido espacio rectangular del baño, con las caras cubiertas de angustia a la luz sombreada de la vela, se ven uno al otro como ánimas pendientes de destino. El olor del fósforo tiene sabor de azufre. Las sombras de sus contornos bailotean resbalando por la pared de azulejos blancos y por detrás de la lámina del espejo.
Discuten, discuten y discuten, ahogando las voces. En lo único que están de acuerdo, de entrada, es en que no pueden decirle a doña Esther que su perro ha matado a Pascual. Le dará un infarto de repente al recibir la noticia; o se le disparará el azúcar y entrará en coma diabético. Y, si no, se marchitará de pena en unas horas. De cualquier manera que suceda, están seguros de que el disgusto la matará. Y ellos serán los culpables.
El tañido del timbre de la puerta de entrada se clava, con el estruendo de un mazado en una pared hueca, en medio de la conversación del matrimonio. La campana del llamador los sorprende como si se hubieran metido por descuido en medio de un concierto de catedrales. Se miran asustados, incapaces de reaccionar.
–Sal; sal –le pide Enrique a Elvira en voz baja–. Puede ser algo importante...
–¿Y por qué no vas tú? –lo reta ella, a la defensiva.
–¡Joder! –gruñe Enrique–. Seguro que es alguna vecina... Me asomaré por la mirilla.
–Pero no hagas ruido –le ordena ella–. ¡Y no pegues el ojo!, que se nota desde fuera.
El hombre se aproxima de puntillas a la puerta, como si el suelo le quemara las plantas de los pies. Lleva la respiración aplazada. A una cuarta de la mirilla guiña el ojo izquierdo y aguza el derecho para identificar al intruso. “¡Dios! ¡Es ella!”, grita para dentro, aguantando el dolor del puñado de esquirlas de cristal que se le clavan en el estómago.
Retrocede, levitando para evitar roces. Sin girarse, por temor a que la puerta se abra y lo sorprenda de espaldas, vuelve al cuarto de aseo. Por un instante, al cerrar la puerta, imagina que aquel es uno de los encuentros acelerados que tienen por las mañanas en cualquier parte de la casa. Pero su propia cara reflejada en el espejo, a la luz turbia de la vela, le recuerda el crimen.
–¡Es ella! ¡Es ella! –susurra, gesticulando como una marioneta desencajada–. ¡Seguro que lo sabe!
–¡Mira que eres inútil! –le recrimina su mujer–. Has dejado abierta la verja de la calle.
¿Qué pueden hacer? De momento sólo se atreven a esperar en silencio hasta que la anciana se vaya. Pero, ¿y si ya lo sabe? Es lo más probable. ¿Qué hacía allí, si no, a aquellas horas? Al salir de su casa habrá visto la jaula vacía. ¡Y eso si no ha visto al perro!
Mientras esperan, las campanas de la puerta doblan varias veces más.
Los minutos que la anciana tarda en convencerse de que la casa está vacía, son eternos para la pareja. Cuando por fin oyen cerrarse educadamente la verja, vuelven a respirar. Enrique está rogando en silencio que no haya quedado ninguna plumita amarilla sobre las baldosas cerámicas del porche.
Con la urgencia de tomar una decisión –aunque no les importaría quedarse encerrados perpetuamente en el aseo–, se ponen a decidir una estrategia.
La vigilarán, deciden. Cuando comprueben que la anciana está en la planta de arriba de su casa, Enrique se colará en el porche. Abrirá la jaula –¡ojalá esté allí!–, y meterá dentro el cuerpo de Pascual. Tardará menos de un minuto. Si doña Esther no ha reparado todavía en la desaparición del pájaro –saben que es casi imposible, pero se niegan a pensar lo contrario–, cuando lo encuentre en la jaula creerá que el pobre animalito ha muerto por su cuenta.
El plan es débil; muy débil. Lo saben, pero no encuentran otra alternativa mejor. Si pueden llevarlo a cabo conseguirán, al menos, que la anciana no sepa que han sido ellos y su perro los causantes de la tragedia. Luego ya pensarán algo. ¡Hasta pueden regalarle otro canario!
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