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Valverde del Fresno - Caceres

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España > Caceres > Valverde del Fresno
24-11-12 20:48 #10802507
Por:Putigas

SIERRA DE GATA
LA MORA ZELINDA Y LOS CRISTIANOS MONFORTE

(Relato de Máscoras, Almenara y Albaranes)

Manuscrito de Carmen Guerra transcrito por Alfonso Naharro.

CAPÍTULO I

Si os empeñáis en ello os la contaré, por más que sea tristemente horrible esa historia, y sienta yo dolor al recordarla, pues sabéis cuanto me afectan las desgracias de mi Patria.

¡Oh! caro valle, mansión del placer y de una eterna primavera. ¿Cuánto sitio de fatídica memoria te rodea?. Allá cerca de las nubes, la esbelta torre de Almenara; en el hondo el ancho valle de la Mora, mansión de la infame Zelinda, y al pie de la Cruz de Piedra, la roja y persistente mancha, que señala el sitio en donde se cometió el más horrendo de los crímenes. Sentado en el berroqueño zócalo de la citada Cruz, he contemplado mil veces los pardos muros de Mascoras, hoy Santibáñez el Alto; el sitio donde cayó el feroz D. Sancho con su caballo, al dar el prodigioso salto de que aún hablan espantadas las gentes de aquellas cercanías, y los pomposos robles que ondean sobre el triste valle ó Nava del Lloro.

Si amados oyentes. Entre aquellas agrestes y pintorescas montañas madres de cien ríos, en aquellos amenos valles que convidan sólo a las manifestaciones plácidas y poéticas, se han derramado sangre y lágrimas, y el Infierno se ha estremecido de placer al reflejar en sus antros el centelleo del acero fratricida.

¿Insistís, sin embargo, en conocer esa historia? voy a complaceros, estarme atentas.

Aun resonaba el grito del búho rey y cantor de la noche anunciando que esta mediaba, cuando los guijarros del camino que desde Albaranes (primitiva ubicación de Gata) conducía al Valle de la Mora , crujieron heridos por el casco de una bestia pequeña y ligera. La densa oscuridad de la noche, impedía conocer al que tan a deshoras caminaba, más a la escasa luz de las estrellas se veía que el viajero iba sobre un jumento, y que cubría blanco y talar ropaje.

Al fin llegó al Valle de la Mora , pero ¡ay! que distinto está aquel sitio de como estuvo en aquellos días. .

En la vega aquella, poblada hoy de olivos, se extendía un ameno y hermoso jardín, regado por las aguas de la fuente, que se vertían claras y perleras en marmóreas tazas, formando luego un risueño arroyuelo que venía manso a besar los muros de un encantador palacio ó kiosco morisco, ligero y filigranado, obra de los genios de oriente, el cual se alzaba en medio de frondosos naranjos y floridos mirtos.

A ese palacio se dirigió nuestro misterioso viajero, por entre las calles perfumadas del jardín.

Sin duda le aguardaban, por que tan pronto llegó a sus puertas, éstas se abrieron, y un atlético esclavo nubiano, vestido con rico traje oriental, y llevando en la mano una aromática tea encendida, asió de las riendas al borriquillo ayudando a desmontar al jinete, no sin saludable antes con una profunda inclinación de cabeza, y de besar respetuosamente la orla de su vestidura. Enseguida, precediendo y alumbrando al recién venido, le hizo entrar en un primoroso patio interior, rodeado de altas y esbeltas columnas de mármol, con arcos de rico festoneo, y su murmurante fuentecilla en el centro. De allí arrancaba una ancha escalera que conducía al segundo piso del palacio.

La luz del nubiano reflejándose en los bruñidos azulejos que cubrían las paredes, permitió ver al viajero, que era un anciano de noble y venerable semblante, blanca y luenga barba, alta y majestuosa altura, y vestido con hábitos sacerdotales, es decir, ancho turbante, larga túnica y cumplido manto, todo blanco. El aspecto y continente de aquel sacerdote, era en verdad augusto y venerable.
Al subir la escalera preguntó al nubiano:

¿Dónde está tu señora?

- En su cuarto.

¿Me espera?

- Sí.

Y diciendo esto abrió una rica puerta tallada, indicando al sacerdote que pasara, y quedándose en el dintel para cerrarla luego.

El primoroso decorado y original mueblaje de aquella estancia era tan diferente de lo que hoy se usa, que me habéis de permitir, que os la describa, pues aun cuando hace algunos siglos que paso lo que voy refiriendo, lo veo como entonces estuvo, con mi doble vista de historiador y de poeta.

Figuraos un pequeña habitación redonda y muelle como un nido, de elevado y filigranado techo, y en cuyas paredes brillan los caprichosos dibujos de vivísimos colores, que solo han sabido imprimir los árabes. De lo alto de la redonda cúpula, pende una airosa lámpara de plata, cincelada por algún artista cordobés, llena de oloroso aceite, la cual alumbraba dulzemente la estancia. El suelo estaba cubierto de gruesa alfombra de Persia y alrededor de las paredes, anchos cojines de seda de Damasco. Un braserillo de plata puesto sobre una mesita de cedro, caprichosamente embutida en marfil, esparcía por la estancia los mas delicados perfumes de la arabia.

Indolentemente reclinada sobre un diván, se veía a una joven hermosa como las huríes soñadas por la ardiente fantasía de los orientales. Renuncio a pintárosla. Figuraos una mujer de formas correctísimas, de talle de hada, y de la mas incitativa belleza: un portento de voluptuosa hermosura.

Cubría su cuerpo una túnica de seda azul celeste, ceñida a su flexible talle por un ceñidor de vivos colores y abotonada por gruesos rubíes, que centelleaban a cada movimiento de hacía, bajo cuyo entreabierto vestido, se veía otro de seda blanca bordada de oro. Los diminutos pies blancos como la nieve, se calzaban con rojas babuchas tunecinas. De las abultadas trenzas de su negrísimo y abultado pelo, pendía un ligero velo con estrellas de plata, con la gracia y majestad que lleva una reina su manto. Desnudos los mórbidos brazos y porte del turgente seno, sobre el que corría en rica catarata un grueso collar de rubíes, de cuyas piedras se componían también los cintillos que aprisionaban sus muñeca y sus piernas por cima del tobillo, haciendo resaltar sus vivos destellos rojos, la suavidad y blancura de su delicado cutis.

Al ver entrar al anciano, la hermosa le tendió la mano sonriéndole cariñosamente, y le indicó un diván, en donde aquel se sentó. Luego una voz dulce como el gorjeo de un pájaro, le dijo:

- Fuisteis puntual a mi cita, y no se cómo agradeceros el mal rato que os he dado, haciéndoos venirme a ver a hora tan intempestiva. Gracias por todo Bem-Abó (2).

- Desde que murió vuestro padre, mi amigo Zelin, dejándoos encomendada a mi cuidado, he estado siempre dispuesto a serviros.

- Cierto Bem-Abó, y mas si se trata de aniquilar a nuestros enemigos, y de redimir al pueblo del Profeta, del que sois dignísimo sacerdote.

- No os comprendo.

- Lo supongo, anciano, es imposible que adivinéis mis proyectos. Oíd y me entenderéis.

Y después de breve pausa la mora continuó :

¿No os parece imposible que nuestro pueblo acepte sumiso el yugo que se le ha impuesto sin procurar sacudirle, y emanciparse de la tiranía en que vive? ¡Oh!. De otro modo estamos los creyentes si no alentáramos más que para la venganza y la rebelión. ¿Qué importa que el usurpador con fingida moderación nos deje nuestras propiedades, si nos exige por ellas un tributo injusto e irritante? ¿Qué es el que se nos permita el libre ejercicio de nuestra religión, si nuestras mejores mezquitas han sido manchadas con el culto del Nazareno? Verdaderamente, Bem-Abó, es preciso que el gran Almanzor sacuda el polvo de los combates que cubre su glorioso cuerpo, y venga a ponerse al frente de sus tropas degeneradas.

- ¡Eso no, Zelinda! replicó con viveza el anciano, yo he visto a los nuestros oponer sus pechos a las agudas lanzas de los cristianos, y cortar con sus cimitarras la vida de los mejores paladines del rey D. Alfonso IX de León, teniendo al fin que sucumbir al número, no al valor de sus contrarios. Bastante hemos resistido (3). "Hace tiempo que el Tajo era el límite de los dominios cristianos y de este río acá, sólo flameaba el estandarte del Profeta, en los muros de Mascoras, Albaranes y Almenara. El rey leonés quiso llevar sus fronteras hasta el Guadiana, juntando para esta empresa a todas sus huestes, pero no podía avanzar dejando a sus espaldas en nuestro poder, las plazas dichas. Mientras el rey llegaba, su ejército las puso asedio, pero resistimos con firmeza y heroísmo, hasta que faltos de víveres, de agua y sin esperanza de socorro y habiendo llegado el rey de los cristianos con numerosísimos refuerzos, el cual nos amenazó con asaltar las plazas y pasarnos a cuchillo, tuvimos que rendirnos, estipulando una capitulación honrosísima".

- He oído, repuso la mora con estudiada indiferencia, que entre todos los jefes cristianos, se distinguía lo mismo en los combates que en el consejo, un caballero que se llama... se llama... no recuerdo su nombre. ¿Lo sabéis vos?

Sin duda os referís a D. Juan de Monforte, actual alcaide de las fortalezas recién conquistadas por el rey leonés. Debéis conocerle, Zelinda, pues fue el vencedor en el torneo que los cristianos tuvieron en los llanos de Almenara. Estuvisteis en él, pues el rey Alfonso dio campo abierto lo mismo a los cristianos que a los moros.

- No me fijé en ese caballero.

¿No? Parece mentira, siendo el vencedor de todos los paladines que pisaron la arena y hasta de su feroz hermano D. Sancho, que al verse derribado por él, se enfureció tanto, que desnudó la espada y quiso acometerle.

- No conocía esa historia, replicó Zelinda con notable agitación, pero me alegro de saberla porque puede favorecer a nuestros planes. Y D. Juan, al verse acometido de su hermano ¿qué hizo?

Arrojar sus armas e irse a D. Sancho con los brazos abiertos, diciendo que prefería morir a defenderse.

- Dicen que D. Juan es de severísimas costumbres, y que está perdidamente enamorado de una noble leonesa, con la que va a unirse muy pronto.

Así se afirma, y por lo demás, D. Juan es tal que lo mismo los suyos que los nuestros admiran su valor, su hidalguía y piedad, y su moderación en la victoria, prendas que le hacen ser amado y distinguido por su rey, que le colma de honores y mercedes. ( Qué distinto es de su hermano D. Sancho a quien todos odian por su ferocidad, falsía y libertinaje!

-Os pregunto esto, porque a más de serme necesario ciertos detalles para formar acertadamente mi plan, preciso conocer el carácter del gobernador de Mascoras, Almenara y Albaranes, en cuyos territorios tengo mis ganados y riquezas, y vivo yo misma.

Vos y todo lo vuestro, será religiosamente respetado, no lo dudéis. D. Juan ha dictado órdenes severísimas contra los que atenten a la honra, la vida ó la hacienda de los vencidos, y vos misma, al abrigo de esas órdenes, vivís segura en este palacio, que dista una legua de la población. En cuanto al libre ejercicio de nuestro culto, yo puedo dar fé de que está perfectamente garantizado.

-Está bien, Bem-Abó, vengamos a lo que más nos interesa. ¿Creéis que con un supremo y rápido esfuerzo de los nuestros sería posible reconquistar estas hermosas comarcas? La guarnición de las plazas la constituyen sólo las gentes de Don Juan de Monforte; el rey D. Alfonso después de reunir su ejército en Coria, y de pasar el puente de Alcántara que habían cortado los nuestros (4), está sitiando a Cáceres, y muy distante de aquí. ¿Por qué no procurar sorprender a los cristianos y cautivarlos o pasarlos a cuchillo, haciéndonos dueños de estos fuertes? Esto detendría los pasos del rey, que no se atrevería a avanzar dejando a sus espaldas tan fuertes baluartes en poder de sus enemigos, y obligado a retroceder, daría tiempo a los nuestros para rehacerse y hostigarle en su retirada, y quizá lograríamos destronarle de estos desfiladeros.

-Creo casi imposible vuestro plan, Zelinda, aunque su realización sería salvadora. No conocéis a D. Juan, no sabéis a donde puede alcanzar su vigilancia y pericia, que no dejan esperanza a ninguna sorpresa. Cierto que no es numerosa su hueste, pero si disciplinada, valiente y bien mandada, al paso que los nuestros, libres en verdad, pero cuidadosamente vigilados, desarmados y dispersos, sólo conseguirían hacer un estéril sacrificio de sus vidas, y apretar más sus cadenas, al intentar una empresa imposible.

¿Es esa vuestra opinión?

Exactamente.

¿No encontráis ningún medio?

Ninguno.

-Entonces yo lo hallaré.

¿Vos?

-Yo, sí ; Bem-Abó, estoy decidida, y lo que los guerreros no se atreven a intentar con sus cimitarras, lo acabaré yo.

¿Cómo?

-No lo sé, aun no he concebido mi plan pero lo formaré. Vos entre tanto anunciad a los creyentes que el día de la redención se acerca, animándolos y preparándolos, pues en vuestra calidad de sacerdote podéis hablar con todos sin infundir sospechas. Con lo que va en esta bolsa, añadió, alargándole una pesadísima, compraréis en secreto armas, caballos y cuanto sea necesario. Ya recibiréis aviso del día, hora y lugar del alzamiento. Y ahora marchad, Bem-Abó, que es tarde y necesito reposar.

El sacerdote se levantó, guardó el bolsón, y salió después de saludar a Zelinda.

C A P I T U L O I I

-Ricardo, vísteme una armadura ligera, y ármate del mismo modo, ensilla mi caballo tordo, y otro para ti, que vamos a salir en seguida-.

Esto decía D. Sancho de Monforte a su escudero, en una estancia del castillo de Almenara, la tarde siguiente a la noche de que antes hablé.

Una hora después los blanquecinos rayos de la luna filtrándose por entre los frescas hojas de los castaños, se reflejaban en la bruñidas armaduras de los jinetes, que al paso de sus corceles, bajaban el áspero y pendiente camino que desde Almenara va a Albaranes. Luego, sin entrar en la población, tomaron la vía que sigue el curso del río.

Iba D. Sancho delante, y agradables debían de ser sus pensamientos, porque sonreía satisfecho, y platicaba consigo mismo a media voz, en términos de que no pudiera oírle su acompañante.

Singular suerte la mía, exclamaba, pues cuando menos lo pensé, voy a conseguir lo que tanto he deseado. ¡Qué mujer, Dios mío, qué mujer! El tonto de mi hermano me había prohibido atentar a su honra, pretestando que es indigna tal acción, y que la mora es inviolable por la ley de las capitulaciones. Pero qué me importa a mí esa necia ley, ni las advertencias de mi pretencioso hermano. A fé que me tiene bien fastidiado con sus sermones, y con la rígida austeridad a que quiere someterme, y que tengo ganas de rebelarme contra él, y robarle quién soy, y poco faltó para que le hundiera mi puñal en su corazón, en el torneo de Almenara. ¡Necio! ¡Irme a derribar delante de esa mujer que me devoraba con sus ojos de fuego! Hubiera bebido su sangre gota a gota.

En cuanto a Zelinda, a pesar de mi hermano, pensaba robarla y hacerla mía. Pero mejor es así: ella me llama y es inútil la violencia: " Vuestros ojos me han declarado la pasión que os inspiro, a la cual no puedo ser indiferente. Venid a verme esta noche y conoceréis que es verdad lo que os manifiesta; Zelinda".

Y voy: aunque cielo y tierra se opusieran. Si mi hermano llega a saberlo, me desterrará enviándome al ejército del rey, pero yo me revelaré, no iré, y sabrá quien es D. Sancho. ( Oh! Me irritan esas ideas nobles y caballerosas de D. Juan que ahogan los deseos en el estúpido deber... ( Sangre y placeres! Esa es mi divisa.

Aquí llegaba de su monólogo D. Sancho, cuando llegó a la puerta del palacio de Zelinda, abriéndose aquella mientras desmontaba, y dejándose ver el interior de la encantadora morada, iluminada y adornada a la sazón, con un gusto y esplendidez indecibles.

El esclavo que ya conocemos precedió a D. Sancho, enseñándole el camino de la estancia de Zelinda, la cual estaba en ella, mas hermosa, adornada y apuesta, que la noche que la vimos por primera vez.

Al verla D.Sancho, retrocedió sorprendido como ante visión celestial, impresión que aumentó estudiadamente la mora, lanzándole en el rayo de su intensa mirada, efluvios de picante voluptuosidad que acabaron de trastornarle. Cerró los ojos desvanecido, se estremeció poderosamente, y después por un arranque súbito y casi galbánico, se arrojó a los pies de la mora, se apoderó de la mano que aquella le tendió, y frenético comenzó a cubrirla de besos.

Zelinda le dejó un momento, y después con su voz clara y armoniosa, le dijo:

Alzad, D. Sancho, que no es justo que un jefe dé vuestras prenda, esté a los pies de una pobre mora.

-Zelinda, no son mis rodillas solo las que se doblan ante vos, es mi corazón, es mi ser y toda mi alma la que pongo a vuestras plantas para que la holléis, o la elevéis al quinto cielo con vuestro aprecio-.

Ya sabéis cuales son mis sentimientos hacia vos, replicó la mora sonriendo encantadoramente, pero alzaos y escuchad, porque aún cuando os amo, necesito imponer algunas condiciones antes de manifestároslo más palpablemente. Don Sancho se levantó rápidamente, y poniendo la mano en la empuñadura de su espada, como aconstumbraba a hacerlo los caballeros cristianos para jurar, exclamó con tono grave y solemne:

-Delante del Dios común a moros y cristiano, que nos ve y oye, juro someterme a la condición que me impongáis, sea la que fuese.

Gracias, replicó la mora, os creo, y por tanto oidla. En primer lugar, yo no he de ser vuestra manceba, si no vuestra legítima mujer: mas como soy mahometana de corazón, el matrimonio ha de celebrarse por un sacerdote, y según los ritos de mi ley.

-Ningún inconveniente hay en lo que me pides, y os añadiré que se prestan más a mi temperamento las prácticas mahometanas, que las austeridades del cristianismo.

Me alegro, replicó Zelinda sonriendo, pero aún hay mas. El día que vuestras tropas entraron en Albaranes, yo estaba en el palacio que allí tengo, viéndolas pasar desde un mirador. Distraída con tan extraño espectáculo, no sentí que el aire había separado de mi faz el tupido velo con que las moras la cubrimos siempre en público. Un jefe cristiano debió verme y prendarse de mi, porque al poco vino a mi casa y me requirió de amores con palabras libres e indecorosas. Rechacé con entereza sus ofensivos alagos, afeando su conducta, pero él insistiendo en sus propósitos, y enardecido por la cólera de los deseos, se apoderó de mi, me arrastró hasta una habitación interior, y no sé que hubiera sucedido, si en aquel instante no se hubiera presentado providencialmente Bem-Abó.

-Ira de Dios, exclamó D. Sancho pálido de ira, y apretando los puños, que ese hombre cometió un vil sacrilegio que merece la muerte y que se la he de dar.

Pero hubo mas, continuó Zelinda tristemente.

-¿Mas? Acabad pronto, rugió D. Sancho.

El guerrero debió imponerse al venerable sacerdote cubierto de sus blancas vestiduras, y me soltó al fin, pero antes estampó un impúdico beso en mis labios.



-¡Horror! gritó D. Sancho rechinando los dientes de coraje. Zelinda, dadme el nombre de ese infame para despedazarlo en seguida.

¿No es verdad que mancilló mi ser aquel torpe beso, y que no puedo ser vuestra mientras no me purifique con la sangre del malvado?



- ¡Su nombre! ¡Su nombre por Dios, Zelinda!

No os lo puedo decir, porque no conozco al cristiano, pero Bem-Abó no os dirá nada porque no se fiará de vos, si yo no le autorizo para hablar. Tened un poco de paciencia. No soy partidaria de esos caracteres violentos y arrebatados, que comprometen con su precipitación las mejores empresas.

-Pero no veis, Zelinda, que dilatar vuestra venganza es dilatar mi dicha.

Tiempo os quedará para disfrutarla. Y ahora, idos a Almenara del cual sois alcaide, y aguardad allí un escrito que mañana os mandará Bem-Abó, en el cual os manifestará lo que tanto deseáis saber.

- Pero ...

Soy caprichosa y deseo ser obedecida.

- Obedezco y callo.

Y aquel feroz guerrero besó humildemente de rodilla la mano que le tendió la mora, y haciendo un supremo esfuerzo sobre sí mismo salió de la estancia. Poco después, galopaba camino de Almenara, seguido por su escudero.

CAPÍTULO 3º

Acaba de trasponer el sol los picos de Jálama, y comienza el crepúsculo. Oyese en los tupidos sotos que forman los castañares, el dulce silbar del mirlo semejante a los ayes que lanza un pecho que sufre y se queja, y la alondra se eleva trinando por el azul espacio, cual poeta que cantando se alza hasta el cielo. El águila que ha hecho su presa, cruz ligera cual despedida saeta, y va a llevar el alimento a sus polluelos, que duermen tranquilos en su nido, fabricado en las agrestes rocas de las Jañonas, ó en los altísimos robles de la Sierra.
Poco a poco la luz se amenguan y las sombras se ennegrecen, los tejados de las casas se engalanan con flotantes penachos de azulado humo, que es el alimento del hogar, lejano se oye el repique de las esquila del ganado que se recoge a su aprisco, y el ruiseñor comienza su admirable cántiga. Los ruidos del día se apagan, y comienzan las suaves y tenues melodías de la noche.

Sobre la plataforma de la Torre de Almenara, un guerrero se pasea apresurado, mirando con ansia al sendero que desde Albaranes sube al castillo. Nada ve, y su agitación y disgusto aumentan progresivamente.

Por fin, antes de cerrar la noche por completo, vio subir a un moro cubierto de blanco albornoz, y al divisarlo lanzó un grito de alegría y bajó corriendo a la poterna a recibirlo.

¿Te manda Bem-Abó? -le dijo-.

- Sí, ¿y vos sois Sancho de Monforte?

El mismo.

- Entonces tomad. Y el moro le alargó un pergamino.

Recibe estos dos marcos de plata por tu trabajo, dijo el caballero alargandole las monedas.

- Gracias, y que Alá os guarde.

Adiós, replicó D. Sancho despidiendo al mensajero, y subiendo precipitadamente la escalera del castillo que conducía al segundo piso, en el cual tenía el Alcaide su habitación, alumbrada ya por una lámpara de cobre.

A su luz leía el pergamino que le trajo el moro, y que decía así:

"El jefe que empañó con sus labios los purísimos de Zelinda, vendrá precisamente al mediar esta noche desde Mascoras a Almenara. Si D. Sancho desea obtener el delicioso premio ofrecido, pelee con él, y si le vence, lleve a Zelinda la prueba de su triunfo."

- Pronto la tendrás en tu poder, amada mía, exclamó D. Sancho, pues no hay brazo que pueda oponerse al mío, y más si le guía el deseo de obtenerte. Mas ¿quién será ese jefe, y por qué no le nombrará lisamente Bem-Abó? en mi hermano no hay que pensar, es demasiado virtuoso ó tonto para cometer tal acción. ¿Quién podrá ser?...

Y D. Sancho se puso a pasear por la estancia pensativo y cabizbajo, ajeno a cuanto le rodeaba, sin que en su rostro sombrío se mostrase la satisfacción de haber encontrado solución al problema que le preocupaba.

En cuanto la noche se apoderó de la tierra oscureciéndola casi totalmente,y envolviéndola en densos y plomizos nubarrones de formas fantásticas y medreras, que a poco comenzaron a lanzar de su seno relámpagos siniestros y truenos medrosos, cuyo atronador rugido repetían agrandando los senos de la selva, y los cañones de las profundas gargantas.

- ¡Diablo! exclamó D. Sancho saliendo de su profunda abstracción, al oír un trueno que hizo estremecer el castillo. ¡Que tempestad y que noche! grave es preciso que sea el motivo que le obligue a ese jefe a viajar en una noche como esta. ¿Si no vendrá?... Pero Bem-Abó lo afirma, y no suele equivocarse. ¡Por Mahoma, añadió asomándose a la ventana, que llueven rayos espesos con el granizo en el invierno! ¡Mejor! continuó, sonriéndose con satánico placer, ellos alumbrarán el combate y me permitirán ver el sitio en donde he de herir.

Dejemos a D. Sancho regocijarse en medio del universal temor, y recojámonos, pues hasta las fieras se esconden amedrentadas, en lo más profundo de su oscuro cubil.

Han pasado unas horas y es la de la arboladas, que aviene fresca, risueña y apacible como pocas.

El cielo limpio y azulado con ligeros toques rosados en el oriente, y violáceos reflejos en las alturas, diáfano y sereno, parece sonreír a las criaturas que cobija. Ha llovido aquella noche, y las flores cargadas de rocío, sacuden mecidas por la brisa los diamantes de sus hojas. La madre tierra humedecida convenientemente exhala de sí ese olor picante y agradable, que en tal razón, le es peculiar. Los pájaros saludan al día con su vario y armonioso lenguaje, ostentando las variadas plumas que visten, bala el ganado en el aprisco, vocea el leñador en la sierra, al tiempo que el muslín con ronca y sonora voz, llama a los mahometanos a la oración de la mañana.

¡Qué radiante sale el sol, dorando en seguida la alta torre de Almenara!... Pero... ¿Por qué en su almena más alta se despliega negro pendón en señal de luto y duelo?... Vamos a saberlo porque la puerta del castillo se abre, cae rechinando el puente levadizo, y sobre él pasan lúgubre y silenciosamente, primero a D. Lupo, primo y alférez de D. Juan de Monforte, llevando el estandarte de este plegado y cubierto de negro crespón, luego cuatro soldados conduciendo un ataúd, y en pos la guarnición de Almenara armada como para el combate, pero con penachos negros en los cascos, y vueltas las puntas de las lanzas hacia el suelo. Manda a la tropa D. Lupo, porque el Alcaide de la fortaleza, está enfermo en el lecho.

Así ordenados, tristes y silenciosos emprenden la bajada del cerro, y siguen el camino que desde Almenara conduce a Mascoras, y allí frente a una Cruz de piedra que después colocaron los cristiano, y que aún se conserva, hicieron alto.

¿No lo habéis visto? Ya lo sabréis separando sin duda, y no habréis sabido explicaros el por qué, en el sitio mencionado, frente a la cruz dicha, que según antigua usanza señala el sitio en donde un hombre ha dejado de existir de un modo violento, hay un pedazo de tierra de fatídico color rojo, como si se acabara de empapar de la sangre que le ha dado este siniestro tinte, y desprovisto de aquel estuviese maldito. Mil veces os habréis preguntado qué crimen espantoso ha escarbado aquella tierra, esterizándola y manchándola de inextinguible color sanguíneo.

En aquel mismo sitio, entonces cubierto de florido brezo y de amarilla carquesa, se veía tendido el cadáver de un hombre sangriento y mutilado. No es posible conocerlo, porque el asesino ó los asesinos le han cortado la cabeza, y se la han llevado. Y de que ha sido asesinado no hay duda, pues su espada continúa en el cinto, de donde no ha debido ser sacada.

Apartemos la vista de tan horrible espectáculo y dejemos a los de Almenara que recojan sollozando aquel sangriento despojo, y emprendan con él, el camino del castillo.

En la tarde de aquel día, Zelinda se paseaba en los jardines de su quinta conversando con Bem-Abó. Estaba siempre bellísima, pero triste y pálida, y sus mejillas un tanto marchitas, y empañadas por las lágrimas que las habían surcado. Oigamos su conversación, que ella quizá os aclarará los sucesos de la noche anterior.

Sois audaz; Zelinda, le decía el anciano, y me causáis admiración, pues nunca os creí tal. Sabía que erais fervoroso creyente, pero no que por la fé os atrevieseis a tanto.

- Deseo vivamente emancipar a mi oprimido pueblo.

Laudable es ese propósito, pero ¿solo él os impulsa?

- Sólo él.

¿Sólo, sólo? insistió el anciano clavando en zelinda una mirada escrutadora, a cuyo choque la joven tuvo que bajar la vista.

- No os puedo ocultar nada, Bem-Abó, pues sois profundo conocedor del corazón humano. Vais a saber mi secreto, que es demasiado pesado y horrible para llevarle yo sola, y con nadie mejor que con vos, el amigo de mi difunto padre, y mi consejero y tutor, puedo compartirlo. Oidme y compadecedme y ved a que extremo me ha conducido una violenta pasión contrariada.

Calló la joven y sollozó un momento, y después continuó así:

- Bien sabéis que he sido siempre insensible al amor y a los galanteos de mis numerosos adoradores, y que embebida en amarme y admirarme a mi misma, no he tenido tiempo ni gusto para querer a nadie más. Sin embargo, dentro de mi orgulloso corazón, sentía hervir un mar de pasión y ternura, que sabía que un día había de desbordarse, arrollando mi firmeza y desdén. ¡Ay ! ¡ El día llegó, y bien desgraciado por cierto para mí!

¿Habéis amado, Zelinda? preguntó el anciano con extrañeza.

- Con toda mi alma.

No sabía...

¿Y él?

- Oíd hasta el fin. Cuando se entregaron al rey leonés Albaranes y Mascoras, moros y cristianos se hacían lenguas alabando el valor, dulzura y gentileza del adalid D. Juan de Monforte, ya tantas y tales cosas me contaron de él, que despertaron en mi un asentimiento parecido a curiosidad, y deseo conocerle. Vos mismo con vuestros acalorados elogios, avivasteis mis deseos.

Los cristianos para dar tiempo a que se le juntaran las tropas que de León esperaban, decidieron celebrar un torneo en los llanos que están en la falda de Almenara, dando campo en él a moros y a cristianos. Uno de los mantenedores era D. Juan.
Acudí allá en mal hora y ¡Bem-Abó! no sé que pasó en mí al ver la gallardía y bravura, la gracia y destreza de D. Juan. Derribaba a sus contrarios con la lanza, y les daba la mano sonriendo, para levantarlos de la arena. Le amé, amigo mío, amé al héroe y al caballero como una loca, como una insensata, y sufrí el más atroz de los tormentos, al convencerme de que era el único lidiador que no fijó su atención en mí, a pesar de estarlo yo devorándolo con los ojos.

Decidida a jugar el todo por el todo, pues su desdén avivaba mi pasión, le escribí rogándole que me aceptase por esposa después de hacerme cristiana, por amante, por esclava, por lo que él quisiese hacer de mí, y ... ¿sabéis lo que me contestó? Que me agradecía infinito mi oferta, pero que pensaba casarse muy en breve con una dama principal de León, a la cual amaba en extremo; que su ley le prohibía tener queridas, y que no podía reducir a esclavitud a una dama tan principal como yo.

Comprendí que su resolución era irrevocable, y mi rabia y desesperación no tuvieron límites, decidiendo vengarme, pero de un modo terrible e inusitado, y juré que D. Juan no iría a los brazos de mi rival, y he cumplido ese propósito. Monforte no se unirá ya con su prometida.

- ¿Cómo? exclamó el anciano estremeciéndose.

Porque ha sido muerto esta noche, repuso Zelinda con amarga firmeza.

- ¡Zelinda!, ¿estáis segura de lo que decís?

En una caja tallada que hay en mi alcoba guardo su cabeza. Allí me acompañará siempre aunque a pesar suyo.

- ¡Dios mío! ¿Y quien ha sido capaz de atentar a la vida de tan cumplido caballero?

Su hermano D. Sancho.

- ¡Horror! exclamó el sacerdote juntando las manos y alzándolas al cielo como para demandarle venganza pero quién o qué le ha impulsado a cometer tan horrendo crimen.

Yo le impulsé.

- ¡Vos!... ¿vos?, ¡Zelinda me horrorizáis!

Yo, si, que tengo sangre árabe en mis venas, y que no satisfago mis ofensas sino con la de mi ofensor. Comprendí que el libertino D. Sancho me amaba, al modo que él puede amar, es decir, con una pasión candente y sensual. Le enloquecí citándolo aquí, y prometiéndole ser suya si me vengaba de una ofensa que me había inferido un caballero cristiano. Hasta os he hecho intervenir en el asunto, y para darle más visos de verosimilitud, hice que un esclavo mío, fingiéndose vuestro, llevase a D. Sancho un escrito de vuestra parte diciéndole, que el caballero a quien había de matar vendría de Mascoras a Almenara anoche al mediar esta; mientras D. Juan recibía otro pliego en el que se le avisaba de que su hermano D. Sancho estaba ciegamente enamorado de una mora; que aquella noche entregaría en pago de sus favores a Albaranes y Almenara a los sarracenos, y que si quería evitarlo, llegase a las doce a dicho castillo. Noble y confiado nada sospechó, y conociendo demasiado a su hermano, lo creyó todo más no queriendo hacer a nadie testigo de las bajezas de D. Sancho, se vino solo de Mascoras a Almenara, encontrando en el camino la muerte.

- ¡ Espantoso drama! ¡Sois una fiera Zelinda!

Decís bien, anciano, he sido sagaz como la serpiente, y como ella he dado la muerte en la sombra; pero . ¡Ay! El veneno de mi odio, no ha intoxicado el alma y estoy loca de pena.

- ¿No estáis satisfecha?

Mi orgullo sí, mi corazón no.

- ¿Qué pretendéis ahora?

Que mis dolores y lágrimas sean provechosos a los míos. Pronto estas fortalezas, llave de estos pasos y desfiladeros volverán a ser nuestras, y el victorioso rey D. Alfonso tendrá que retroceder abandonando sus conquistas. Reunid a los nuestros que ya estarán prevenidos y pertrechados, y anunciadles que el día de la redención se acerca, que estén preparados para la lucha.

Bem-Abó espantado de lo que acababa de oír, y subyugado por la feroz entereza de la mora, bajó la cabeza y salió del jardín a cumplir las órdenes que le daban.

C A P I T U L O I V

Algunos días después, todo es gala y fiesta en Mascoras. Los alazanes lujosamente enjaetados corren de un lado al otro, las plumas ondean el viento, se oyen gritos y risas estrepitosas, moros y cristianos se mezclan y bromean y las damas sarracenas vistosamente tocadas, son puestas sobre ligeras hacaneas, por los mejores caballeros leoneses.

¿Qué sucede? Oigamos a Nuño el viejo escudero del difunto D. Juan de Monforte, el cual alejado de la fiesta y el bullicio, departe en una estancia del Castillo con Rodrigo, otro escudero de su amo.

- ¿Qué es esto Nuño? ¿Qué fiesta se prepara? ¿Qué va a suceder aquí?

¡Ay Rodrigo! ¡Cosas muy graves por cierto! Aunque no nos dan cuenta de nada, y hasta se celan de nosotros los nuevos jefes, he oído que D. Sancho va a contraer vergonzosa unión con una mora, y me temo, me temo al ver lo alborotados e insolentes que andan los vencidos, que ellos van a ser los amos.

- ¿Es posible?

Mentira parece que tanta y tan noble sangre vertida por poseer estos ásperos e importantes lugares, se haya derramado infructuosamente. Desde la noche en que nuestro amo fue villanamente asesinado, sabe Dios cómo y por quien, su hermano D. Sancho tomó el mando de las tropas y plazas que aquel tenía, y en vez de ocuparse en buscar y castigar al asesino y en consolidar estas conquistas, se dedica sólo a afirmar su poder, ganando a los jefes con dádivas y mercedes, y a la tropa consintiéndole una licencia vergonzosa, y un trato demasiado íntimo para con los infieles.

- ¿Y no habrá un medio de evitar la mina que nos amenaza?

Creo, Rodrigo, que Dios nos ha elegido para esta santa obra.

- ¿A nosotros?

A nosotros, si; óyeme con atención y no dudes de mis palabras.

Anoche dormía profundamente, cuando me despertó la dulce voz de nuestro amo que me llamaba con insistencia. Desperté despavorido, y el miedo heló la sangre en mis venas: abrí los ojos y le vi, pero ¡en qué horrible estado por cierto! Qué distinto de aquel D. Juan que flameando de limpio acero, con la centelleante espada en una mano y el estandarte de la Cruz en la otra, acosaba a los moros ante los muros de Mascoras, y subía a ellos impávido, plantando allí el pendón sacrosanto, sobre un montón de cadáveres de infieles! Mustio ahora, pálido y sangriento mostraba en el pecho la ancha herida por donde se escapó aquel alma magnánima y en el cuello la feroz cortadura que separó de los hombros aquella hermosa y noble cabeza. El llanto empañó mis ojos, y la pena oprimió mi pecho, pero él mirándome con sus dulces y tranquilos ojos, me dijo dulcemente: "No tiembles, Nuño, y oye lo que de parte de Dios, de quien gozo desde mi muerte, tengo que anunciarte. Estos muros, santificados con la sangre cristiana que les regó, van a ser entregados al infiel por un perverso. Pero el Señor que no abandona a los suyos, no lo consentirá. Pocos sois los buenos, pero el poder supremo está con vosotros, y triunfaréis. Cuando el peligro arrecie, reúne a los fieles, vístete mis armas y pelea confiado, porque mi espíritu estará contigo. Dijo, y desapareció cual meteoro que pasa.

Ahora bien, Ricardo, el momento supremo ha llegado, y ya mi vieja sangre arde en mis venas, y , y mi espíritu decaído se enciende y anima.

Van a salir de esta plaza, pero te juro que no volverán a entrar en ella, para plantar en sus muros el aborrecido estandarte de Mahoma. Cita a los leales, y que se armen y preparen.

Ricardo salió presuroso a cumplir esta orden, más al llegar a la puerta del castillo tuvo que detenerse para dejar pasar una numerosa y lucidísima cabalgata que salía de Mascoras, por la puerta que mira al sur.

Iba a su cabeza D. Sancho, vestido de rojo brocatel, con bonetillo de lo mismo en la cabeza, sombreado de blanca pluma; prendida con rico broche de diamantes. Montaba un negro potro andaluz, que tocaba con sus cascos al andar las estrileras de plata dorada de la montura, y que dócil al freno, enareaba graciosamente el cuello, sacudiendo sus lustrosas crines. D. Sancho y los que le rodeaban iban de gala y paz, no llevando más armas que sus estoques sujetos a la cintura por costosos tahalíes, ricamente bordados. Los principales mahometanos de las cercanías, que habían acudido a la fiesta, iban igualmente ataviados, y sin armas.

En vistosos tropel y con risas, algarada y bromas bajaron la cuesta de Mascoras, y comenzaron a caminar al poniente, hasta la nava o llanura que desde aquel aciago día hasta hoy, se conoce con el nombre de Nava-Lloro, ó Llanura del llanto.

Por el camino que desde Albaranes conduce a dicha nava, apareció al poco otra no menos numerosa y lucida cabalgata.

Venía a su cabeza, montando gentilmente una blanca hacanea, Zelinda, vestida con la gracia que ella sola poseía, y resplandeciente de hermosura, y de la costosa pedrería que llevaba. Iba a su lado Bem-Abó, sobre una mula negra, cubierto de sus blancas vestiduras que le daban el majestuosos aspecto de un sacerdote druida, y con pos, esclavos negros y blancos, y moros y moras vistosamente engalanados, y algunos leoneses confundidos con los mahometanos.

Luego que se avistaron las dos comitivas. D. Sancho se adelantó haciendo cabriolar su caballo, y llegando a donde estaba Zelinda, le obligó a doblar la rodilla, mientras él, descubriéndose respetuosamente le dijo:

-Dichoso día es para mí este, Señora en el que condolida mis penas, habéis consentido por fin en hacerme feliz, sellando con vuestra mano la unión de dos pueblos antes rivales.

No mi gusto, D. Sancho, bien lo sabéis, sino otras poderosas razones, me han obligado a dilatar este momento, mas puesto que ya ha llegado, alegrémonos todos, y solacémonos en este ameno sitio unidos en fraternal lazo moros y leoneses, ya que desde hoy no van a constituir mas que un sólo pueblo. A la tarde en la mezquita de Mascoras, Bem-Abó afirmará esta eterna unión.

Y dicho esto, saltó ligera y graciosa de su hacanea, apoyada en la mano de D. Sancho, que palideció de emoción al tocar los torneados dedos de la mora, la cual después de corresponder discretamente al respetuoso saludo que la hicieron los jefes leoneses, se mezcló con D. Sancho, en una sombra zambra que bailaban musulmanes y cristianos al son de la dulzaina, el tamboril y los añafiles, que tocaban hábiles tañedores moros.

Poco a poco la fiesta se fue animando, pues incitaban a los concurrentes abundantes tragos de espumoso vino de Robledillo, a cuyo licor no le hacían tampoco asco los mahometanos, olvidando en gracia del fausto suceso, la expresa prohibición del profeta, reponiéndose de la fatiga con suculentos y exquisitos manjares, traídos con profusión de Mascoras. La alegría rayaba en frenesí, viéndose ya muchas parejas, que fatigadas del baile, se iban a descansar entre los sombríos sotos que forman las espesos robles en aquel ameno sitio.

De pronto, como si los hubiera brotado la tierra, cien jinetes perfectamente armados y montados, con las viseras de los cascos caladas, y cuya nacionalidad no se podía conocer por las armas que eran sencillas y negras, ni por el estandarte, de que carecían, rodearon el campo, y comenzaron a alancear a los inertes cristianos.. Gritos de rabia y dolor salían de todas partes, pues los leoneses sorprendidos, dispersos y desarmados caían a docenas.

D. Sancho sorprendido como todos, se repuso pronto, y adelantándose a los jinetes que vio más cerca, les gritó:

- ¿Quienes sois, y por qué nos alanceáis?

Pero en vez de obtener contestación dos ó tres se dirigieron a él con las lanzas bajas, necesitando todo su valor y destreza para librarse de ellas.

- ¡Ah villanos traidores! Exclamó D. Sancho rechazando con su estoque a los que le acometían. ¡Aquí mis valientes! y abriéndose paso entre todos, llegó a su caballo, saltó sobre él, y seguido de los pocos que habían escapado de la matanza, se fue a donde estaba Zelinda, y sin que nadie pudiera estorbárselo, la asió por la cintura, la puso sobre su potro, y salió a escape de aquel campo de la matanza y el lloro en dirección a Mascoras, sin que los que le perseguían le pudieran dar alcance.

Ya llegaba a mediados de la sierra sobre la que se asienta la ciudad, y se creía en salvo, en vista de lo cual lanzó gozoso el grito de:

- ¡Mascoras por D. Sancho!

Como si este grito hubiera sido un conjuro, al perderse en el aire, de detrás de un peñasco que estaba al pie del camino, brotó otro no menos poderoso y arrogante de:

¡Mascoras por D. Alfonso IX de León! apareciéndose súbitamente al mismo tiempo, rápido y brillante como un relámpago, un guerrero cubierto de rica y resplandeciente armadura, oculto el rostro con las barras de la celada, y blandiendo en la diestra la espada desnuda, y en la siniestra el pendón de los Monforte. Otros guerreros armados igualmente de punta en blanco surgieron de entre las peñas cercanas, rodearon al del estandarte.

Al verle D. Sancho y fijarse en su talla, sus armas y apostura, súbito espanto se apoderó de él, se puso pálido y tembló de pies a cabeza, murmurando con voz sorda y temblorosa:

- ¡Mi hermano!... Y volviendo rápidamente al caballo, sin reparar en que los que les perseguían casi le tocaban con las puntas de sus lanzas, hundió los acicates en los ijares del noble bruto, que recogiéndose sobre el cuarto trasero, dio el prodigioso salto que aún se conoce con el nombre del "Salto del moro", estampando las herraduras en una peña al caer, cuyas señales aun se conservan hoy.

Don Sancho y la mora rodaron por el suelo al derrumbarse el caballo de la peña, siendo el primer cuidado del jinete al levantarse, el de socorrer a Zelinda; más ¡Ay! esta había sentido tal conmoción cerebral al caer, que estaba muerta.

El dolor y la rabia que se apoderaron de D. Sancho al ver difunta a su amada, son indecibles. La contempló un segundo mudo y sombrío, dio luego un rugido de león furioso, besó con pasión la boca de aquel hermoso cadáver, y poniéndolo con cuidado en el suelo, rodeó una mirada feroz buscando a quien aniquilar, y viendo que una partida de sus perseguidores se acercaba, desnudó el estoque, y se lanzó como un loco contra ellos. El combate fue corto. D. Sancho derribó a dos ó tres, pero cayó al fin atravesado a lanzadas.

En tanto los guerreros leoneses que habían detenido a D. Sancho, acababan de destrozar a los que le perseguían, y cabalgando ya, descendían al llano, amparando y recogiendo a los pocos cristianos que habían escapado de la matanza.

El caballero que llevaba el estandarte, cansado de destrozar moros de los que Zelinda había armado, para que la libertaran de su prometido al que aborrecía, y para que rescatasen las plazas que estaban en su poder, volvía con los suyos para Mascoras, cuando llegó al sitio en donde estaban D. Sancho y su amada. Rodeábanlos algunas mujeres moras, y Bem-Abó arrodillado ante ellos, lloraba amargamente. Al ver llegar a los cristianos, se levantó, y dirigiéndose al que los mandaba, le dijo entre sollozos:

- Jefe, cualquiera que seas, pues no te conozco: tu ley y la mía nos manda respetar a los muertos y darles paz: y perteneciendo estos a mi religión, pues quizá sabrás que D. Sancho había hecho retractación de su fé, te ruego que me permitas llevármelos, para enterrarlos según mi rito, en el jardín del Valle de la Mora.

Bem-Abó, replicó el guerrero alzándose la visera del casco y descubriendo la seca faz del escudero de D. Juan, aunque la traición que Zelinda nos hizo, valiéndose de ese desgraciado, ha costado la vida a muchos cristianos, Dios la habrá juzgado ya, y su cuerpo no merece pena; y en cuanto a D. Sancho, no olvidaré que fue hermano de mi querido amo. Justo es dar paz a los muertos, como has dicho, y yo añadiré, que por razones que callo, el cadáver de D. Sancho está mejor entre infieles, que en la tierra bendita de que gozan los cristianos. Por tanto podéis llevároslo.

Y diciendo esto, emprendió seguido de los suyos la subida de Mascoras, mientras Bem-Abó, ayudado de algunos esclavos, formaban unas andas con ramas, y poniendo en ellas los dos cadáveres, emprendió con esta comitiva el camino del Valle de la Mora (5), conocido aún con este nombre".

Hoy, la señal que dicen quedó del caballo al saltar con la malvada mora el feroz Don Sancho, está tapada por el asfalto de la carretera del Pantano, por donde se cruza el camino viejo que va a los Pajares al dejar el Arroyo Campanillo- (nota del transcriptor).

NOTAS DE LA AUTORA

1) Así llamaron los moros a Gata, según consta en una célula real dada en Sevilla por Don Alfonso X el 29 de diciembre de 1291, por la cual este rey cedía a Don Pedro Domínguez, obispo de Coria, y a sus sucesores, los diezmos de un terreno cerca del pueblo que los moros llamaron Albaranes y que el Rey quería que se llamase "Hispania". Existe junto a dicho pueblo un sitio nombrado "España" en el cual se ven restos que indican que allí hubo población, y los diezmos de aquellos contornos los percibía el obispo dicho, cuando los hacemos del término de la Villa los cobraba la mesa maestral de Alcántara.

El nombre del pueblo, opina mi erudito padre (Marcelino Guerra Hontiveros) que procede de "Agatha" o Agueda en castellano, quizá de alguna ermita dedicada a dicha Santa que allí hubiera. Así el cabo de Gata, se llamó en lo antiguo "Promontorium Santae Agathae".

(2) Hay en Gata cerca del lugar donde estuvo Albaranes un sitio que se llama Benalbo. No será corrupción del nombre propio morisco Bem-Abó?. No podría tener en aquel punto su morada algún personaje distinto de este nombre?.

(3) Así refiere la crónica de la Orden de Alcántara la conquista de Máscoras y luego Sant Yáñez, y hoy por corrupción de Santibáñez (el Alto), y la de un castillo cercano anejo a dicha plaza nombrado Almenara.

(4) Fue la primera vez que se cortó este puente.

(5) El valle de la Mora está por el parador de San Juan, (tachado el resto de la nota, parece que pone "que es donde hay ramas de mi palacio hace...") Máscoras se llamó al castillo de aquí o sea Santibáñez el Alto.

Nota del transcriptor.- El valle de La Mora está frente a la Trucha , más allá del puente La Huerta y en la narración lo dice "a una legua de Albaranes y rio abajo". Hoy todavía se conoce como tal el lugar (antes de llegar a Los Naranjos que es el regato siguiente hacia poniente).

YA TENDIS PA UN RATIÑU - DE ESTAS LEYENDAS TEMUS MUTAS-Y DUS JUDIUS TAMBEN TEMUS HISTORIAS Y ROMANCIS NU NOSU LUGAL .SOIDI
Puntos:
25-11-12 08:48 #10803215 -> 10802507
Por:txoni rojo

Re: sierra de gata
imposibli aburrilsi putigas,muy interesanti y entretiu,pero teñu que dejalo pa atru ratiñu jejejej,si non no fallu otra coixa,ya desde pora miñan

un saludu
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