En la Alta Extremadura
por las sierras de Plasencia
se pasea una serrana
muy calada en su montera.
Ha encontrado un pastorcillo
que jugaba a la rayuela
¡Pastorcillo, pastorcillo!
¿Pacen bien hoy tus ovejas?
Si es que pacen o no pacen
qué cuidado tiene ella
si engañado lo ha cogido
y agarrado se lo lleva,
pero no por un camino
ni tampoco por veredas
que lo lleva por un monte
más espeso que la selva.
Al llegar a un cerro alto
topáronse con la cueva
y al entrar vio el pastorcillo
mil huesos y calaveras:
¿Cuyos son aquestos huesos,
por end’estas calaveras
De varones que he matado
por estos valles y sierras,
como contigo he de hacer
cuando mi voluntad sea.
Entretanto la serrana
le mandó cerrar la puerta
y el pastor como era diestro
la dejó un poco entreabierta.
Se pusieron a cenar
y la serrana dijera:
¡Pastorcillo, pastorcillo!:
¿sabes tocar la vihuela?
¡Que no he de saber tocar
y un rabel que Vd. me diera!
Y en vez de quedar dormido
se quedó dormida ella,
y mirándola el pastor
se echó de la puerta afuera.
Ya despierta la serrana
daba brincos cual gacela
y le aullaba: ¡Pastorcillo!
Que la montera te dejas:
en mi pueblo hay mucho paño
para hacerme otra mas nueva.
¡Pastorcillo, pastorcillo!
Que tu cayada se queda.
En Monfragüe hay mucho árbol
para hacerme otro más buena.
¡Pastorcillo, pastorcillo!
Que te dejas una oveja.
Aunque veinte me dejara
a por ellas no volviera
que vos sois un bicharraco
cual cien víboras que unieran.
Una piedra en una honda
que pesaba libra y media
fue a buscar al pastorcillo
que una encina lo escondiera.
La serrana que era hija
de un pastor y de una yegua
sembró de miedo la tierra
porque un noble la ofendiera.