Calendarios «Mi padre decía que la importancia de una persona se mide por la grandeza de sus enemigos. Si le diera la razón a mi padre, cosa que no hago desde la adolescencia, debería admitir, resignado y desengañado, que soy un ser insignificante, pues mis enemigos son más bien ridículos, por no decir grotescos. Bueno, tampoco hay que martirizarse por ello. No escribo, ni me dedico a la política, ni tengo grandes ambiciones que me obliguen a dejar cadáveres a mis espaldas. Así que debo conformarme con saberme odiado por el vecino del noveno, al que le eché en cara que sacara a pasear a su perro por el jardín de la comunidad sin molestarse en recoger los excrementos caninos. Sé que mi compañero Rafa también me tiene en su lista negra porque le reproché que fumara en los servicios de la oficina, como un quinceañero que necesita sentirse rebelde. Mi cuñado Agustín no me tiene precisamente en un pedestal, más que nada porque siempre que saca con su habitual mala educación el asunto de la política en las comidas familiares me pongo a canturrear y a hacerle carantoñas a mi sobrina de 10 años para que no tenga la menor duda de que sus opiniones me repatean. ¿Y Sonia? Ah, Sonia nunca me perdonó que no me decidiera a romper mi matrimonio por ella. Tiene gracia, porque mi mujer pidió el divorcio dos años después para irse con Rubén, al que había dejado para venirse conmigo. La noria, siempre girando, y si me separo un poco para verla con perspectiva, debo reconocer que mis enemigos dan pena, que mi existencia se ha quedado sin atracciones y que me he convertido en uno de esos seres que se paran, se sientan en una esquina del mundo y observan cómo pasan los días sin desear sorpresas, sin temer sobresaltos, sin añorar los calendarios del ayer». TINO PERTIERRA La Nueva España
|