Benahadux - Almeria

Se llama Miguel. Al principio del verano, me lo encontré varias veces cerca de las playas con su furgoneta vieja en cuya parte de atrás exhibía su mercancía. Debe tener cuarenta y tantos tacos y es un hombre amable y discreto. Un día, mientras me pelaba unos chumbos, me contó la historia de su frustración.

Resulta que él, de toda la vida, había sido pescador. Le crecieron los dientes yendo a pescar sardinas y jureles con su padre. Hasta que un día vino la reconversión pesquera. Alguien dijo que el pescar con barca pequeña ya no era productivo y que había que buscar otro oficio. Él, como era un tipo de buena fe, creyó en lo que decían los políticos de moqueta y se hizo albañil. Ha trabajado en la construcción durante más de diez años. Hasta que hace tres meses le dijeron que debido a la crisis tenían que hacer un expediente de regulación de empleo. Le comunicaron lo consabido, que han llegado los malos tiempos, que la gente ya no compra casas y que los albañiles tenían que pagar el pato. Eso sí, le dijeron que no se preocupara que cuando pasara la crisis, lo iban a llamar de nuevo.

Pero Miguel tiene aún dos hijos pequeños y una esposa que trabaja en sus no remuneradas labores. Necesitaba el dinero como sea. De ahí que desde hacía un mes se levantaba a las seis de la mañana para ir a coger higos chumbos al campo. Se sabía y se sabe todos los lites y los lugares donde están los mejores ejemplares de la zona. Luego se iba con su furgoneta a las playas y los vendía a tres por un euro. Al principio, los municipales le pedían a Miguel la licencia ambulante y todas esas zarandajas que los ayuntamientos se inventan para fastidiar a los pobres diablos que se ganan la vida de forma inofensiva, pero él les dijo un día que o le dejaban vender chumbos o llevaba al alcalde a su mujer y a sus hijos para que les diera de comer.

Como Miguel es también un buen hombre, pronto lo dejaron el paz. Cuando alguien se quejaba de lo caros que estaban los chumbos, Miguel les decía que ese era un trabajo duro, ya que además de los madrugones, había que cogerlos de sitios enriscados, limpiarlos bien y tener cuidado de no llenarse de espinas. «Quien quiera chumbos, que los pague o que vaya a por ellos», me dijo Miguel mientras me pelaba un hermoso ejemplar de Cantalobos.

De eso hace casi una semana. No lo he vuelto a ver. Él sabía que aquel trabajo de vender chumbos era algo provisional y estaba convencido de que lo iban a llamar de nuevo para trabajar en la construcción. Sabía que la cosa estaba chunga pero él era un profesional y no lo podían dejar tirado de esa manera. Por eso, ahora cuando voy por las playas y rastreo mis ojos por los lugares por los que solía verlo, me invade la doble sensación de querer ver a un amigo y el deseo de no encontrarlo, porque esa sería la señal de que a Miguel lo han llamado para trabajar. Los daños colaterales de la desaparición de Miguel es que desde hace una semana no entran buenos chumbos en mi casa.