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Vilches - Jaen

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España > Jaen > Vilches
16-11-09 19:53 #3869473
Por:cronostrple

sil lo conoces siguelo
Soy Inés Suárez, vecina de la leal
ciudad de Santiago de la Nueva Extremadura,
en el Reino de Chile, en el año 1580 de Nuestro Señor.
De la fecha exacta de mi nacimiento no estoy segura, pero,
según mi madre, nací después de la hambruna y la tremenda
pestilencia que asoló a España cuando murió Felipe el
Hermoso. No creo que la muerte del rey provocara la peste,
como decía la gente al ver pasar el cortejo fúnebre, que dejó
flotando en el aire, durante días, un olor a almendras
amargas, pero nunca se sabe. La reina Juana, aún joven y
bella, recorrió Castilla durante más de dos años llevando de
un lado a otro el catafalco, que abría de vez en cuando para
besar los labios de su marido, con la esperanza de que
resucitara. A pesar de los ungüentos del embalsamador, el
Hermoso hedía. Cuando yo vine al mundo, ya la infortunada
reina, loca de atar, estaba recluida en el palacio de
Tordesillas con el cadáver de su consorte; eso significa que
tengo por lo menos setenta inviernos entre pecho y espalda y
que antes de la Navidad he de morir. Podría decir que una
gitana a orillas del río Jerte adivinó la fecha de mi muerte,
pero sería una de esas falsedades que suelen plasmarse en los
libros y que por estar impresas parecen ciertas. La gitana
sólo me auguró una larga vida, lo que siempre dicen por una
moneda. Es mi corazón atolondrado el que me anuncia la
proximidad del fin. Siempre supe que moriría anciana, en paz
y en mi cama, como todas las mujeres de mi familia; por eso
no vacilé en enfrentar muchos peligros, puesto que nadie se
despacha al otro mundo antes del momento señalado. «Tú te
estarás muriendo de viejita no más, señoray», me
tranquilizaba Catalina, en su afable castellano del Perú,
cuando el porfiado galope de caballos que sentía en el pecho
me lanzaba al suelo. Se me ha olvidado el nombre quechua de
Catalina y ya es tarde para preguntárselo —la enterré en el
patio de mi casa hace muchos años—, pero tengo plena
seguridad de la precisión y veracidad de sus profecías.
Catalina entró a mi servicio en la antigua ciudad del Cuzco,
joya de los incas, en la época de Francisco Pizarro, aquel
corajudo bastardo que, según dicen las lenguas sueltas,
cuidaba cerdos en España y terminó convertido en marqués
gobernador del Perú, agobiado por su ambición y por múltiples
traiciones. Así son las ironías de este mundo nuevo de las
Indias, donde no rigen las leyes de la tradición y todo es
revoltura: santos y pecadores, blancos, negros, pardos,
indios, mestizos, nobles y gañanes. Cualquiera puede hallarse
en cadenas, marcado con un hierro al rojo, y que al día
siguiente la fortuna, con un revés, lo eleve. He
vivido más de cuarenta años en el Nuevo Mundo y
todavía no me acostumbro al desorden, aunque yo misma
me he beneficiado de él; si me hubiese quedado en mi
pueblo natal, hoy sería una anciana pobre y ciega de
tanto hacer encaje a la luz de un candil. Allá sería
la Inés, costurera de la calle del Acueducto. Aquí
soy doña Inés Suárez, señora muy principal, viuda del
excelentísimo gobernador don Rodrigo de Quiroga,
conquistadora y fundadora del Reino de Chile.
Por lo menos setenta años tengo, como dije, y bien vividos,
pero mi alma y mi corazón, atrapados todavía en los
resquicios de la juventud, se preguntan qué diablos le
sucedió al cuerpo. Al mirarme en el espejo de plata, primer
regalo de Rodrigo cuando nos desposamos, no reconozco a esa
Puntos:
16-11-09 22:43 #3871886 -> 3869473
Por:cronostrple

RE: sil lo conoces siguelo
abuela coronada de pelos blancos que me mira de vuelta.
¿Quién es esa que se burla de la verdadera Inés? La examino
de cerca con la esperanza de encontrar en el fondo del espejo
a la niña con trenzas y rodillas encostradas que una vez fui,
a la joven que escapaba a los vergeles para hacer el amor a
escondidas, a la mujer madura y apasionada que dormía
abrazada a Rodrigo de Quiroga. Están allí, agazapadas, estoy
segura, pero no logro vislumbrarlas. Ya no monto mi yegua, ya
no llevo cota de malla ni espada, pero no es por falta de
ánimo, que eso siempre me ha sobrado, sino por traición del
cuerpo. Me faltan fuerzas, me duelen las coyunturas, tengo
los huesos helados y la vista borrosa. Sin las gafas de
escribano, que encargué al Perú, no podría escribir estas
páginas. Quise acompañar a Rodrigo
—a quien Dios tenga en su santo seno— en su última batalla
contra la indiada mapuche, pero él no me lo permitió. «Estás
muy vieja para eso, Inés», se rió. «Tanto como tú», respondí,
aunque no era cierto, porque él tenía varios años menos que
yo. Creíamos que no volveríamos a vernos, pero nos despedimos
sin lágrimas, seguros de que nos reuniríamos en la otra vida.
Supe hace tiempo que Rodrigo tenía los días contados, a pesar
de que él hizo lo posible por disimularlo. Nunca le oí
quejarse, aguantaba con los dientes apretados y sólo el sudor
frío en su frente delataba el dolor. Partió al sur afiebrado,
macilento, con una pústula supurante en una pierna que todos
mis remedios y oraciones no lograron curar; iba a cumplir su
deseo de morir como soldado en el bochinche del combate y no
echado como anciano entre las sábanas de su lecho. Yo deseaba
estar allí para sostenerle la cabeza en el instante final y
agradecerle el amor que me prodigó durante nuestras largas
vidas. «Mira, Inés —me dijo, señalando nuestros campos, que
se extienden hasta los faldeos de la cordillera—. Todo esto y
las almas de centenares de indios ha puesto Dios a nuestro
cuidado. Así como mi obligación es combatir a los salvajes en
la Araucanía, la tuya es proteger la hacienda y a nuestros
encomendados.»
La verdadera razón de partir solo era que no deseaba darme
el triste espectáculo de su enfermedad, prefería ser
recordado a caballo, al mando de sus bravos, combatiendo en
la región sagrada al sur del río Bío-Bío, donde se han
pertrechado las feroces huestes mapuche. Estaba en su derecho
de capitán, por eso acepté sus órdenes como la esposa sumisa
que nunca fui. Lo llevaron al campo de batalla en una hamaca,
y allí su yerno, Martín Ruiz de Gamboa, lo amarró al caballo,
como hicieron con el Cid Campeador, para aterrar con su sola
presencia al enemigo. Se lanzó al frente de sus hombres como
un enajenado, desafiando el peligro y con mi nombre en los
labios, pero no encontró la muerte solicitada. Me lo trajeron
de vuelta, muy enfermo, en un improvisado palanquín; la
ponzoña del tumor había invadido su cuerpo. Otro hombre
hubiese sucumbido mucho antes a los estragos de la enfermedad
y el cansancio de la guerra, pero Rodrigo era fuerte. «Te amé
desde el primer momento en que te vi y te amaré por toda la
eternidad, Inés», me dijo en su agonía, y agregó que deseaba
ser enterrado sin bulla y que ofrecieran treinta misas por el
descanso de su alma. Vi a la Muerte, un poco borrosa, tal
como veo las letras en este papel, pero inconfundible.
Entonces te llamé, Isabel, para que me ayudaras a vestirlo,
ya que Rodrigo era demasiado orgulloso para mostrar los
destrozos de la enfermedad ante las criadas. Sólo a ti, su
hija, y a mí, nos permitió colocarle la armadura completa y

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17-11-09 21:39 #3882374 -> 3871886
Por:cronostrple

RE: sil lo conoces siguelo
us botas remachadas, luego lo sentamos en su sillón
favorito, con su yelmo y su espada sobre las rodillas, para
que recibiera los sacramentos de la Iglesia y partiera con
entera dignidad, tal como había vivido. La Muerte, que no se
había movido de su lado y aguardaba discretamente a que
termináramos de prepararlo, lo envolvió en sus brazos
maternales y luego me hizo una seña, para que me acercara a
recibir el último aliento de mi marido. Me incliné sobre él y
lo besé en la boca, un beso de amante. Murió en esta casa, en
mis brazos, una tarde caliente de verano.
No pude cumplir las instrucciones de Rodrigo de ser
despedido sin bulla porque era el hombre más querido y
respetado de Chile. La ciudad de Santiago se volcó entera a
llorarlo, y de otras ciudades del reino llegaron incontables
manifestaciones de pesar. Años antes la población había
salido a las calles a celebrar con flores y salvas de arcabuz
su nombramiento como gobernador. Le dimos sepultura, con las
merecidas honras, en la iglesia de Nuestra Señora de las
Mercedes, que él y yo hicimos erigir para gloria de la
Santísima Virgen, y donde muy pronto descansarán también mis
huesos. He legado suficiente dinero a los mercedarios para
que dediquen una misa semanal durante trescientos años por el
descanso del alma del noble hidalgo don Rodrigo de Quiroga,
valiente soldado de España, adelantado, conquistador y dos
veces gobernador del Reino de Chile, caballero de la Orden de
Santiago, mi marido. Estos meses sin él han sido eternos.
No debo anticiparme; si narro los hechos de mi vida sin
rigor y concierto me perderé por el camino; una crónica ha de
seguir el orden natural de los acontecimientos, aunque la
memoria sea un revoltijo sin lógica. Escribo de noche, sobre
la mesa de trabajo de Rodrigo, arropada en su manta de
alpaca. Me cuida el cuarto Baltasar, bisnieto del perro que
vino conmigo a Chile y me acompañó durante catorce años. Ese
primer Baltasar murió en 1553, el mismo año en que mataron a
Valdivia, pero me dejó a sus descendientes, todos enormes, de
patas torpes y pelo duro. Esta casa es fría a pesar de las
alfombras, cortinas, tapicerías y braseros que los criados
mantienen llenos de carbones encendidos. A menudo te quejas,
Isabel, de que aquí no se puede respirar de calor; debe de
ser que el frío no está en el aire sino dentro de mí. Puedo
anotar mis recuerdos y pensamientos con tinta y papel gracias
al clérigo González de Marmolejo, quien se dio tiempo, entre
su trabajo de evangelizar salvajes y consolar cristianos,
para enseñarme a leer. Entonces era capellán, pero llegó a
ser el primer obispo de Chile y también el hombre más rico de
este reino, como contaré más adelante. Murió sin llevarse
nada a la tumba, pero dejó el rastro de sus buenas acciones,
que le valieron el amor de la gente. Al final, sólo se tiene
lo que se ha dado, como decía Rodrigo, el más generoso de los
hombres.
Empecemos por el principio, por mis primeros recuerdos. Nací en
Plasencia, en el norte de Extremadura, ciudad fronteriza, guerrera
y religiosa. La casa de mi abuelo, donde me crié, quedaba a un
tiro de piedra de la catedral, llamada La Vieja por cariño, ya que
sólo data del siglo XIV. Crecí a la sombra de su extraña torre
cubierta de escamas talladas. No he vuelto a ver la ancha muralla
que protege la ciudad, la explanada de la plaza Mayor, sus
callejuelas sombrías, los palacetes de piedra y las galerías de
arcos, tampoco el pequeño solar de mi abuelo, donde todavía viven
los nietos de mi hermana mayor. Mi abuelo, artesano ebanista de
profesión, pertenecía a la cofradía de la Vera Cruz, honor muy por
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