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01-10-13 22:42 #11603049
Por:No Registrado
Las Fiestas Del Pilar
En un capítulo de mi primer libro, ya expliqué con todo detalle el asombro que me causó Zaragoza la primera vez que la visité aquél lejano nueve de octubre del cincuenta y seis. Me pareció otro mundo. Algo que yo no había conocido hasta entonces.
Gasté ciento treinta pesetas (incluido el viaje en tren), se evaporaron un par de calcetines (literalmente), vi el cine Palafox…, y la famosa Basílica que como dije, no había visto nunca nada tan impresionante. Salí asombrado. Todo lo que había leído y todo lo que me habían contado, palideció ante la realidad.
Supongo que en aquél tiempo que se salía del pueblo con una “cesta de tapes” y un pañuelo fardero por todo equipaje, a todo el que la veía por primera vez le causaría la misma sensación. También en Bespén tenemos El Pilar a la entrada del pueblo, pero no es igual…
Más tarde, cuando en el cincuenta y ocho me trasladé a vivir a esta ciudad, ya no me ocurrió lo mismo. Con el día a día, fui asimilando su trajín y pujanza con la misma naturalidad que dos o tres años atrás me había ocurrido en Huesca. Y es que la mente de un adolescente lo abarca todo y se adapta a todo.
Hasta la década de los ochenta llegué a conocer la ciudad como un taxista, pero a partir de entonces (con la construcción de cuatro o seis barrios nuevos, y con mi, cada vez menor interés por las cosas) tiré la toalla, hasta el punto de que hoy, algunos de ellos ni siquiera los he pisado.
Por mi oficio que desde los catorce años me vi obligado a trabajar todos los días festivos, nunca me integré plenamente en las fiestas de ninguna parte, y por supuesto, tampoco en las Del Pilar. Todos tenemos que abrirnos camino con el equipaje que llevamos, y yo, sólo traía en mi maleta lo que había aprendido en dos años y medio en el Flor de Huesca. Y claro, con tan exiguo bagaje, poco podía exigirle ni a la vida, ni a nadie.
Pero me estoy desviando del comentario sobre las fiestas Del Pilar, cuyos actos más emblemáticos son de sobra conocidos en toda España.
Los jóvenes con su espíritu festero, que aquí como en todas partes son el alma y la razón de ser de cualquier fiesta que se precie, junto con que la ciudad esté ubicada en el centro de las más importantes del País, yendo imparablemente a más año tras año, sin duda que han contribuido a ello…, a pesar de la incierta meteorología de esos días de octubre.
Dicho todo eso, debo añadir que para mí no son tan entrañables como las lejanísimas de San Lorenzo que recuerdo con nostalgia casi infantil. No sé si porque el tamaño de Huesca permite participar de todos los actos (incluso al mismo tiempo), o porque las verdaderas fiestas populares no encajan en una gran ciudad, lo cierto es que no las siento con la misma emotividad. Aunque la razón más importante no creo que sea ni la una ni la otra. La razón más importante de que ya no las sienta igual (está clarísimo), es por el más de medio siglo transcurrido.
Llevo aquí cincuenta y seis años. Mi mujer y mis hijas son zaragozanas, y sólo tengo motivos de agradecimiento para esta ciudad, y para sus gentes. Por eso, desde aquí, quiero enviar un fuerte abrazo a todos los zaragozanos deseándoles unas venturosas fiestas Del Pilar. Felicidades, maños.
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28-10-13 09:20 #11655041 -> 11603049
Por:No Registrado
NOCHE DE ALMAS
Un par de días antes de Todos los Santos iban las gentes al cementerio (como hacen ahora), a limpiar las lápidas, los nichos y las sepulturas de sus deudos difuntos. Las flores (sobre todo los crisantemos que cultivaban en los huertos), no las llevaban hasta la víspera o el mismo día, y las dejaban en las tumbas y nichos en recipientes con agua, para que se mantuvieran lozanas el mayor tiempo posible.
El uno de noviembre se celebraba misa por la mañana en la iglesia como cualquier otro día festivo, y por la tarde se rezaba un responso en el cementerio. Esto es lo que yo recuerdo, y si no me equivoco, es prácticamente lo mismo que se sigue haciendo ahora. Sin embargo personas que ya eran ancianas en mi niñez, contaban como cierta una historia, que, más o menos era la siguiente.
Al viejo cementerio pegado a la iglesia en el que cesaron los enterramientos cuando aproximadamente el año cuarenta y tres se inauguró el nuevo, llevaban calabazas redondas “(de rabiqué”), color amarillo anaranjado, huecas, a las que después de haberla vaciado, les practicaban unos agujeros en la corteza simulando ojos, nariz, y boca, a modo de calavera. Después encerraban una vela dentro y la dejaban al lado de las flores.
Al terminar los actos religiosos de la tarde-noche (entonces por lo que decían, se hacían todos dentro de la iglesia, y no me extraña puesto que está unida al cementerio), y como final, encendían las velas dentro de las calabazas, pretendiendo de esta forma, preservarlas del viento, para que se mantuvieran encendidas toda la noche. Debía haber tantas velas como personas enterradas, ya que si faltaba alguna, su alma vagaba por el firmamento todo el año trayendo desgracias a la familia que se había olvidado de ella.
Añadían, que al caer la noche “daban mucho miedo las calaveras”. Cuando hace un par de años intenté preguntarlo a dos o tres personas que razonablemente podían saber si era cierto todo esto, me contestaron, “que no se acordaban”.
También había candiles de aceite específicos para que lucieran sin apagarse: Eran pequeños recipientes metálicos y cerrados por los cuatro lados con un respiradero en la parte superior.
José Miguel Palacio
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02-12-13 18:32 #11716095 -> 11655041
Por:No Registrado
Maestro relojero
Tuve tres maestros. El primero, a los seis años. Se llamaba don Mariano Sampietro, y era de Sariñena. Se jubiló aquél mismo año, por lo que apenas lo recuerdo. Acaso, y como algo impreciso, que era mayor, de baja estatura, y que llevaba guardapolvo. Pero no le pongo cara.
Lo que me consta es que dejó muy buen recuerdo ya que años después aún hablaban de él con mucho afecto. Fue, según mis fuentes de información (yo aún no había nacido), el primero que hubo en Bespén después de la Guerra.
El segundo era de un pueblo cercano, estuvo poco tiempo, y era “relojero” en su tiempo “libre”.
Me explicaré: cuando llegábamos a las nueve, nos decía qué debíamos estudiar durante la mañana, y desaparecía hasta las doce y media. Y, claro, nosotros, solos, hacíamos lo que queríamos. (Aquí encajaría bien aquello de que “cuando el gato no está, los ratones hacen baile”).
Salíamos al recreo (a la plaza) a las once, estábamos una media hora (“a ojo”) jugando, y volvíamos a entrar. Cuando regresaba (media hora antes de salir a comer que lo hacíamos a la una), y tras poner orden y castigar a quien no sabía contestar a lo que nos había mandado estudiar, daba por terminada la clase de la mañana.
Una mañana, durante el recreo, fui a casa Palacio (mi segunda casa), y lo encontré enfundado en un guardapolvo gris reparando el reloj de pared de la familia. Lo tenía totalmente desmontado sobre la mesa del comedor. Él no me vio, y a mis tíos, ni les pregunté, ni me dijeron nada. Téngase en cuenta que yo tendría seis u ocho años, y como he repetido, los críos no contaban para nada.
Luego me enteré que en eso se ocupaba cuando se ausentaba de la escuela. Se supone que los viejos relojes con carillón que habría en el pueblo, estarían estropeados y él se prestaba a engrasarlos y arreglarlos haciéndose mutuo favor. No diré más.
Supongo que esto (que no lo hacía todos los días, pero sí con frecuencia), no lo sabían, ni la gente en general, ni los padres de los críos, porque, que yo sepa, nadie comentaba nada al respecto.
Este señor, que explicaba, pero no enseñaba (que obviamente, no es lo mismo), ejerció poco en Bespén, y nada tiene que ver con don Nicolás Franco Bernad, el que vino a continuación, y del que guardo mis más bonitos recuerdos como plasmé en el libro, y que era de la localidad de Castejón del Puente, cerca de Barbastro.
Poco después de abandonar la escuela y el pueblo a los catorce años para trasladarme a Huesca, “el relojero”, volvió a Bespén, aunque esta segunda vez, no sé cuanto tiempo estuvo.
Entonces ya me había desentendido del pueblo, y aunque me enteraba por aquí o por allá de algunas cosas (por ejemplo, que en pocos años pasaron varios), cada vez les prestaba menos atención. Acababa de descubrir Huesca con toda su fascinación, y mi mente y mis afanes estaban en otras cosas nuevas y distintas…
José Miguel Palacio.
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02-01-14 14:22 #11778301 -> 11716095
Por:No Registrado
MÁs sobre la escuela
En primer lugar feliz año nuevo a todos los que se asoman al Foro si es que hay alguno, cosa que dudo, ya que últimamente no escribe nadie.
Para los chicos de antes (como para los de ahora), lo mejor del año eran las vacaciones. Sobre todo las de verano. También las había para Navidad y Semana Santa, pero estas, aparte de ser mucho más cortas, incluían numerosos días festivos cuyos actos religiosos, nos limitaban el ocio y las diversiones. A las misas, doctrina, rosarios, procesiones, y oficios, al menos en Bespén, no podía faltar nadie. Y mucho menos los monaguillos.
Y esa satisfacción veraniega era doble. Primero, porque no tendríamos que ir a la escuela en tres meses, y segundo, porque en todo ese tiempo no veríamos al maestro, que desde mitad de junio, a mitad de septiembre, desaparecía. Y eso, independientemente de quién fuera, ya que no iba nada contra él, sino contra lo que representaba, que para nosotros, además de la máxima autoridad, era una permanente pesadilla.
El alcalde, el juez, y la Guardia Civil, para los chicos no significaban nada. Obviamente, sabíamos de sobra quienes eran y qué representaban, pero eso no iba con nosotros.
Sin embargo, y dicho eso, me apresuraré a decir que esa “pejiguera” hacia los maestros, por supuesto que no la compartían los mayores, que hubieran preferido que no tuviéramos vacaciones en todo el año.
En primer lugar, porque los críos sin escuela dábamos mucho mal, y en segundo, porque en Bespén, todo el mundo valoraba la cultura y a los maestros, que aparte de formar parte de las fuerzas vivas del pueblo, algunas veces los requerían para que les cumplimentaran la tramitación de documentos demasiado técnicos o farragosos. Aplazamientos, papeles de la Cámara Agraria, cupos de simiente o abono para sembrar, solicitud de ayuda para las familias numerosas, kilométricos, cartillas de racionamiento, etc.
Abundando en esto, he de decir que en las tardes-noches de invierno (de noviembre a febrero y sin duda para obtener algún ingreso extra), impartían clases para adultos, y se llenaba la escuela de mozos de todas las edades.
Sé que los maestros venían destinados desde “arriba”, y no tenían posibilidad de elegir otra plaza, aunque sospecho que habría poca diferencia entre unos pueblos y otros. Eran funcionarios del Estado, se ganaban la vida enseñando a los chicos, y anhelar otros alicientes o motivaciones en aquél tiempo, era ciencia ficción. Eso, si no eran oriundos de algún pueblo con menos alicientes que Bespén, y venían encantados. Que todo podía ser.
Era obligatorio empezar a los seis años, los libros y el material escolar habían de costearlos los padres, y después de haber visto otras escuelas, creo que todas eran muy parecidas. Una sala rectangular de unos cincuenta metros con una sola puerta, paredes y techos muy altos, dos o tres grandes ventanales, suelo de tarima o baldosa, y los pupitres de uno o dos asientos. En Bespén todos de dos, con encimeras no abatibles, y dispuestos en tres filas como los bancos de una iglesia, en los que nos sentábamos cuarenta chavales más o menos.
Al fondo, una mesa y un sillón grandes para el maestro, estufa de leña (con el tubo-chimenea que atravesando uno de los ventanales salía al exterior) con una lata de agua para que no se resecara el ambiente, y un armario en el rincón de la derecha según se entraba, donde se guardaba la botella de tinta, las tizas, una docena de viejos libros que nunca leímos, y los materiales de limpieza.
También recuerdo que en los meses de más frío, los chicos llevábamos leña de nuestras casas para añadirla a la que aportaba el Ayuntamiento, y que en un cuartucho del patio donde se guardaba, también había un par de docenas de fusiles de madera que alguna vez nos enseñaban, y hasta nos permitían sacarlos a la plaza. Ignoro qué significaban, cuanto tiempo llevaban, y qué habrá sido de ellos, aunque en aquéllos años de tanto oscurantismo, cualquier cosa era posible. Imagino que estarían ahí para iniciar a los chicos en instrucción militar, aunque esto son suposiciones mías, ya que nunca nos enseñaron nada al respecto, y para nosotros (al menos para mí), eran algo así como simples juguetes de madera que alguna vez nos permitían tocar.
Sobre la mesa del maestro había un diccionario grueso de tapas azul oscuro al que a él, le veíamos consultar con frecuencia, aunque a los chicos (ignoro si porque no lo estropeáramos o porque era suyo), no nos lo permitía. Precisamente esa negativa nos despertaba un morbo irresistible, y cuando él se ausentaba, aunque solo fuera cinco minutos, corríamos a ojearlo, y para que no nos pillara, buscábamos apresuradamente palabras al azar, aunque la más socorrida y fácil de encontrar, era la última. “Zuzón: hierba cana”.
En la pared del fondo (encima del sillón del maestro), un cuadro de la Inmaculada de Murillo, y en las de los lados, las archiconocidas fotografías de Franco y José Antonio que no paraban de mirarnos. Yo creo que nos vigilaban, y hasta sabían de qué casa éramos. También había dos pizarras grandes con un paquete de tizas en cada una, y sendos mapas de España y de Europa colgados uno debajo de cada fotografía.
Lo que no recuerdo es que pintaran las paredes alguna vez. Juraría que en los ocho años que fui a la escuela no lo vi hacer nunca, aunque también es posible que lo hicieran durante las vacaciones de verano.
Como he dicho, en Bespén el suelo era de tarima y si se pisaba fuerte, sonaba como si crujiera. Sobre todo cuando lo pisaba el maestro que era el único que llevaba zapatos. A este respecto recuerdo que uno de los chicos (no digo su nombre, pero estoy segurísimo que él se acuerda), nos gastaba una y otra vez la misma broma.
Como cuando se ausentaba el maestro (pocas veces para las que hubiéramos querido nosotros), era seguro que nos poníamos a hablar, el chaval, aprovechando la algarabía (y que estábamos de espaldas a la puerta), salía sigilosamente…, y volvía a entrar pisando fuerte. Mientras todos nos quedábamos mudos, petrificados, él, se sentaba tranquilamente en su sitio partiéndose de risa. Eso de simular el ruido de los pasos del maestro, se te daba muy bien. ¿Te acuerdas?
A pesar de que el edificio disponía de una vivienda para el maestro en el piso de arriba, yo no conocí a ninguno que la utilizara. Al menos, los que ejercieron del cuarenta y ocho al cincuenta y seis, se hospedaron en casas particulares.
Lo que si utilizó uno, era el pequeño corral que tenía el edificio detrás del frontón (ahora ya no existe ya que lo derribaron para ensanchar el final de la calle con un par de árboles y una fuente simulada), en el que tenía gallinas.
Los horarios eran de mañana y tarde (los quince días anteriores a las vacaciones de verano -la primera quincena de junio- sólo por la mañana), y siempre con los mismos bártulos en las carteras: enciclopedia, lápices, gomas, regla, cuadernos, plumier, compás, pinturas, “tajalápices...”
El maestro imponía un plan de estudios alternando diariamente las asignaturas, y las mañanas las dedicábamos a estudiarlas.
Lunes, geografía. Martes, aritmética. Miércoles, geometría. Jueves, gramática. Viernes, historia de España, y los sábados, historia sagrada, escribir el Evangelio del domingo, y como no había ninguna empresa de limpieza, barrer la escuela, y limpiar los cristales. Y por las tardes, dictado (“de todo había en aquélla fonda: berros, percebes, ancas de rana…”), problemas de aritmética y geometría, dibujo, y cantos y poesías religiosas y patrióticas, que casi siempre estaban inspiradas en una célebre frase de José Antonio: “El que muere por la patria vive siempre”
“Por la Patria morir fue su destino
Querer a España su pasión primera
Servir a los ejércitos su vocación y sino
No quisieron servir a otra bandera
No quisieron andar otro camino
No supieron morir de otra manera”.

También llevábamos ejercicios para hacerlos en casa. Lo que ahora llaman "deberes”. De todas las asignaturas, la Historia de España antigua (Los Reyes Godos, El Cid, Don Pelayo…), creo sinceramente que fue una pérdida de tiempo.
Todo lo que no viniera en los libros (de seis a siete años, cartilla, de siete a nueve, grado elemental; de nueve a once, grado medio; y de once a catorce, grado superior), lo teníamos que imaginar, puesto que no teníamos ningún otro medio de aprender. A este respecto, recuerdo las discusiones que teníamos, sobre “quién mandaba más”: un juez, un conde, un abogado, un ministro, un marqués, un general… Solo teníamos una cosa clara: más que Franco, nadie…
Muy a última hora, también tomamos la leche en polvo y el queso amarillo que nos mandaron los americanos a los chicos españoles como “sobrealimentación”. Al menos, así la llamaban. En la estufa templábamos agua en una cazuela y echábamos unos tormos revolviendo con un cucharón. Luego, y antes de salir al recreo, la bebíamos en un vaso que llevábamos cada uno de casa.
Entonces no existían los bolígrafos, y sólo se escribía con “manguillo y plumilla”, o con lapicero. El maestro compraba un paquete de polvo azul (Fixlang creo recordar que se llamaba) con el que hacía la tinta mezclándolo con agua.
Cuando se nos agotaba la tinta del tintero (de cristal), teníamos que ir al armario donde guardaba la botella para que nos lo llenara él, con lo que al volver para introducirlo en su correspondiente orificio, habíamos de tener sumo cuidado de no moverlo bruscamente. Si no tenías buen pulso, derramabas la tinta por el suelo (repito, de tarima), la mesa, los cuadernos, los libros…, o los pantalones.
Nunca pude entender por qué no lo hacía al contrario. Por qué no nos permitía llevar la botella a los pupitres para llenarlos sin moverlos de su sitio.
Ninguno de los maestros con los que fui nos enseñó a escribir con cuadernos de caligrafía. Supongo que ese método de “dibujar” letras (bastante extendido en otras partes), tendría sus ventajas, pero si persistían años y años, todos los alumnos escribirían igual.
Hago este comentario porque conozco a cuatro señoras (una de ellas es mi mujer), que aprendieron con ese método. Son hermanas, fueron al mismo colegio…, y las cuatro escriben exactamente igual.
Actualmente, “tener buena letra” no tiene la menor importancia (hay quién escribe con mayúsculas porque no sabe de otra manera), sin embargo, entonces lo valoraban casi tanto como la ortografía, y los tres o cuatro alumnos que tenían esa gracia, casualmente, también eran los que presentaban los ejercicios más pulcros. Sin borrones ni tachaduras. Justo como querían los maestros, que, por cierto, ellos, sí que escribían maravillosamente.
Los maestros se enfadaban cuando no nos “salían” bien los problemas o las “cuentas” (que maravilla “la prueba del nueve”), cuando no nos sabíamos la lección, cuando no prestábamos atención a sus explicaciones, o cuando (a pesar de que delante de ellos teníamos cuidado) se nos “escapaba alguna palabra de pueblo”, que entonces nos regañaban.
-Tenéis que hablar “bien”, nos decían. En castellano, que es nuestro idioma, y con el que podréis ir a todas partes. Si habláis “mal”, se os reirán.
Insolencias o groserías no se decían entonces, y los castigos más normales eran copiar las faltas de ortografía o las lecciones muchas veces, estudiar de rodillas, de pie cara a la pared, dejarnos sin recreo, darnos un golpe en la mano abierta con la regla, y poco más.
El castigo que más temíamos, era que nos dejaran encerrados en la escuela durante la hora de comer. Esto, solo lo hacían por graves y reiteradas desobediencias, y muy escasas veces. En esos casos se enteraban en casa, y al volver por la tarde sin haber comido, te podían dar, de postre, alguna bofetada.
José Miguel Palacio.
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14-02-14 09:20 #11867189 -> 11778301
Por:jose Miguel Palacio

Febrero y el carnaval
Quizá por estar estrechamente unido al Carnaval que estaba oficialmente prohibido por el régimen franquista (aunque también es cierto que en determinados lugares y pequeños pueblos la Guardia Civil hacía la vista gorda), o quizá también por el deseo de que acabara pronto el invierno, parece que el mes de Febrero no caía muy bien. Y eso, siendo corto, y teniendo cuatro fiestas muy señaladas.
La primera, el día dos (La Presentación del Señor), popularmente conocida como “La Candelera”. La segunda, el tres, San Blas, la tercera, el cinco, Santa Águeda, y la cuarta, el polémico Carnaval. Este en día cambiante.
La primera y la segunda eran netamente religiosas, la tercera, exclusivamente para las mujeres, mitad religiosa y mitad profana, y la cuarta (que es totalmente lúdica, y cada vez con más arraigo en todo el mundo), sube y baja en el calendario, dependiendo de la Cuaresma, y la tradición la estaciona inmediatamente antes del miércoles de ceniza.
En España, como digo, durante el franquismo estuvo prohibido, la Guardia Civil podía detener a cualquiera que se disfrazara, y por tanto, lo poco que se hacía era simplemente consentido.
Lo más que recuerdo del de Bespén, es ver a algunos disfrazados con un simple saco de arpillera a modo de túnica hasta los pies, y atado con una cuerda a la cintura, además de ocultar la cara con alguna otra tela de colores, y poco más. Los llamábamos “mascaritos” y sólo por la forma de correr se adivinaba quienes eran…
Ignoro si antes de la Guerra hubo en el pueblo tradición de esta festividad, pero me inclino a creer que no. El temperamento grave y el sentido del ridículo de los bespeneros, no creo que encajara con las guasas y bromas pesadas.
Recuerdo a este respecto que el maestro nos enseñó unas rimas de algún poeta (sin duda afín al régimen), que ridiculizaba tanto al Carnaval, como al mes de febrero, y que más o menos decía:
No me gusta febrero, lo primero,
Por ser un mes raquítico y menguado,
Y además, por ser frívolo, alocado,
Informal, inconstante, y trapacero.
Momo, ese rey estúpido y grosero
que fomenta la orgía en su reinado,
hizo su corte en él, y está fundado.
Y no hay vergüenza mayor para febrero.
¿Cómo ejercer como los otros meses?
¡Con más espacio y menos idioteces!
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