Reflecion/ de un amigo Quienes usaban capiteles como ceniceros son ahora quienes ponen el grito en el cielo en las subastas de nuestro patrimonio EL patrimonio cultural de Córdoba, sea tangible o intangible suele, depararnos cada cierto tiempo curiosas historias que reflejan que esta ciudad vive su glorioso pasado de forma verdaderamente peculiar. Recuerden, a título de ejemplo, las famosas vigas de la techumbre de la Mezquita-Catedral, abandonadas durante largo tiempo poco menos que como materiales de derribo, a las que no se prestó interés alguno hasta que, consideradas piezas de alto valor artístico, salieron a subasta en Londres. Cundió entonces la alarma, la administración buscó responsabilidades, cuando casi todas son de ella porque es la que tiene la sartén cogida por el mango, por si encontraba una cabeza de turco en la que descargar sus incapacidades. Algo parecido ha ocurrido hace pocos días con otras piezas que, durante décadas, sin que nadie les hiciera puñetero caso, estuvieron sirviendo de maceteros en el patio de una casa hasta que un día, sin que se sepa muy bien como —según dicen—, aparecieron en un catálogo de subastas de SothebyŽs. En este caso se trataba de dos capiteles de abolengo omeya. Los capiteles, como durante siglos lo fueron las piedras de Medina Azahara, fueron considerados material de derribo que sirvieron para nuevas construcciones. Junto a los capiteles, basas, fustes, dovelas y atauriques, a muchos de los cuales les cumplió desempeñar el papel de ceniceros, sujetapapeles o simplemente lastres para evitar que dañinos roedores levantasen las tapas de los sumideros y salieran de las alcantarillas. Las limitadas voces que se han alzado siempre contra la dedicación de tales piezas a tan modestos menesteres, sólo encontraban el silencio como respuesta hasta que, ese desdeñoso silencio se transformaba en griterío, más propio de jaula de grillos, cuando llegaba la noticia de que el cenicero, el macetero o el lastre del sumidero podía alcanzar cifras elevadas en una subasta. En la Córdoba de nuestros amores, la que atesora el pasado califal, únicamente entonces se encienden las alarmas y se toca a rebato y se busca al desalmado que trata de lucrarse de modo tan impío. Es como si, repentinamente, el cenicero, el macetero o el reposapiés cobraran valor y se convirtieran en pieza donde se refleja la grandeza de otro tiempo que permite conocer aspectos sustanciales de nuestro pasado. Pasado el turbión, tranquilizados los ánimos, presentadas las denuncias… las aguas de la cultura vuelven al cauce de la cotidianeidad, la que mi apreciado Luis Miranda, días atrás, denominaba certeramente como cultura del salmorejo —con todos los respetos que me consta guarda a tan delicioso manjar, otrora un «quita hambres» de los jornaleros cordobeses y hoy elevado a delicia gastronómica por la cocina moderna—, plato que ha recorrido el camino inverso de los capiteles, vigas o atauriques, pasando de ser modesto alivio del hambre de los menos favorecidos por la fortuna a exquisitez culinaria. Espléndido ejemplo de lo que he comentado en alguna ocasión, a propósito del descrédito social de maestros y profesores frente al reconocimiento que han alcanzado los cocineros. Lógico, si pensamos que nuestro sistema educativo se sustenta en la Logse y la exaltación de las hispanas cocinas ha llevado a que un oriental pague la bonita suma de más de 28.000 euros por compartir mesa con Ferrán Adriá. |