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Puerto Serrano - Cadiz

Poblacion:
España > Cadiz > Puerto Serrano
26-12-08 13:18 #1572620
Por:Jorge Morato

Recuerdos, literatura... Proust
Así, por mucho tiempo, cuando al despertarme por la noche me
acordaba de Combray, nunca vi más que esa especie de sector
luminoso, destacándose sobre un fondo de indistintas tinieblas, como
esos que el resplandor, de una bengala o de una proyección eléctrica
alumbran y seccionan en un edificio, cuyas restantes partes siguen
sumidas en la oscuridad: en la base, muy amplia; el saloncito, el
comedor, el arranque del oscuro paseo de árboles por donde llegaría el
señor Swann, inconsciente causante de mis tristezas; el vestíbulo por
donde yo me dirigía hacia el primer escalón de la escalera, tan duro de
subir, que ella sola formaba el tronco estrecho de aquella pirámide
irregular, y en la cima mi alcoba con el pasillito, con puerta vidriera,
para que entrara mamá; todo ello visto siempre a la misma hora, aislado
de lo que hubiera alrededor y destacándose exclusivamente en la
oscuridad, como para formar la decoración estrictamente necesaria
(igual que esas que se indican al comienzo de las comedias antiguas
para las representaciones de provincias) al drama de desnudarme;
como si Combray consistiera tan sólo en dos pisos unidos por una
estrecha escalera, y en una hora única: las siete de la tarde. A decir
verdad, yo hubiera podido contestar a quien me lo preguntara que en
Combray había otras cosas, y que Combray existía a otras horas. Pero
como lo que yo habría recordado de eso serían cosas venidas por la
memoria voluntaria, la memoria de la inteligencia, y los datos que ella
da respecto al pasado no conservan de él nada, nunca tuve ganas de
pensar en todo lo demás de Combray. En realidad, aquello estaba
muerto para mí.
¿Por siempre, muerto por siempre? Era posible.
En esto entra el azar por mucho, y un segundo azar, el de
nuestra muerte, no nos deja muchas veces que esperemos
pacientemente los favores del primero.
Considero muy razonable la creencia céltica de que las almas de
los seres perdidos están sufriendo cautiverio en el cuerpo de un ser
inferior, un animal, un vegetal o una cosa inanimada; perdidas para
nosotros hasta el día, que para muchos nunca llega, en que suceda que
pasamos al lado del árbol, o que entramos en posesión del objeto que
les sirve de cárcel. Entonces se estremecen, nos llaman, y en
cuanto las reconocemos se rompe el maleficio. Y liberadas por
nosotros, vencen a la muerte y tornan a vivir en nuestra compañía.
Así ocurre con nuestro pasado. Es trabajo perdido el querer
evocarlo, e inútiles todos los afanes de nuestra inteligencia. Ocúltase
fuera de su dominios y de su alcance, en un objeto material (en la
sensación que ese objeto material nos daría) que no sospechamos.
Y del azar depende que nos encontremos con ese objeto ante de
que nos llegue la muerte, o que no lo encontremos nunca.
Hacía ya muchos años que no existía para mí de Combray más
que el escenario y el drama del momento de acostarme, cuando un día
de invierno, al volver a casa, mi madre, viendo que yo tenía frío,
me propuso que tomara, en contra de mi costumbre, una taza de té.
Primero dije que no; pero luego, sin saber por qué, volví de mi acuerdo.
Mandó mi madre por uno de esos bollos, cortos y abultados, que llaman
magdalenas, que parece que tienen por molde una valva de concha de
peregrino. Y muy pronto, abrumado por el triste día que había pasado y
por la perspectiva de otro tan melancólico por venir, me llevé a los
labios unas cucharadas de té en el que había echado un trozo de
magdalena. Pero en el mismo instante en que aquel trago, con las miga
del bollo, tocó mi paladar, me estremecí, fija mi atención en algo
extraordinario que ocurría en mi interior. Un placer delicioso me
invadió, me aisló, sin noción de lo que lo causaba. Y él me convirtió las
vicisitudes de la vida en indiferentes, sus desastres en inofensivos y
su brevedad en ilusoria, todo del mismo modo que opera el amor,
llenándose de una esencia preciosa; pero, mejor dicho, esa esencia no
es que estuviera en mí, es que era yo mismo. Dejé de sentirme
mediocre, contingente y mortal. ¿De dónde podría venirme aquella
alegría tan fuerte? Me daba cuenta de que iba unida al sabor del
té y del bollo, pero le excedía en, mucho, y no debía de ser de la
misma naturaleza. ¿De dónde venía y qué significaba? ¿Cómo llegar a
aprehenderlo? Bebo un segundo trago, que no me dice más que el
primero; luego un tercero, que ya me dice un poco menos. Ya es hora
de pararse, parece que la virtud del brebaje va aminorándose. Ya se ve
claro que la verdad que yo busco no está en él, sino en mí. El brebaje la
despertó, pero no sabe cuál es y lo único que puede hacer es repetir
indefinidamente, pero cada vez con menos intensidad, ese testimonio
que no sé interpretar y que quiero volver a pedirle dentro de un
instante y encontrar intacto a mi disposición para llegar a una
aclaración decisiva. Dejo la taza y me vuelvo hacia mi alma. Ella es la
que tiene que dar con la verdad. ¿Pero cómo? Grave incertidumbre ésta,
cuando el alma se siente superada por sí misma, cuando ella, la que
busca, es juntamente el país oscuro por donde ha de buscar, sin que le
sirva para nada su bagaje. ¿Buscar? No sólo buscar, crear.
Se encuentra ante una cosa que todavía no existe y a la que ella
sola puede dar realidad, y entrarla en el campo de su visión.
Y otra vez me pregunto: ¿Cuál puede ser ese desconocido
estado que no trae consigo ninguna prueba lógica, sino la evidencia de
su felicidad, y de su realidad junto a la que se desvanecen todas las
restantes realidades? Intento hacerlo aparecer de nuevo. Vuelvo con el
pensamiento al instante en que tome la primera cucharada de té. Y me
encuentro con el mismo estado, sin ninguna claridad nueva. Pido a mi
alma un esfuerzo más; que me traiga otra vez la sensación fugitiva. Y
para que nada la estorbe en ese arranque con que va a probar
captarla, aparta de mí todo obstáculo, toda idea extraña, y protejo
mis oídos y mi atención contra los ruidos de la habitación vecina. Pero
como siento que se me cansa el alma sin lograr nada, ahora la fuerzo,
por el contrario, a esa distracción que antes le negaba, a pensar en otra
cosa, a reponerse antes de la tentativa suprema. Y luego, por
segunda vez, hago el vacío frente a ella, vuelvo a ponerla cara a
cara con el sabor reciente del primer trago de té, y siento estremecerse
en mí algo que se agita, que quiere elevarse; algo que acaba de perder
ancla a una gran profundidad, no sé qué, pero que va ascendiendo
lentamente; percibo la resistencia y oigo el rumor de las distancias que
va atravesando.
Indudablemente, lo que así palpita dentro de mi ser será la
imagen y el recuerdo visual que, enlazado al sabor aquel, intenta
seguirlo hasta llegar a mí. Pero lucha muy lejos, y muy confusamente;
apenas si distingo el reflejo neutro en que se confunde el
inaprensible torbellino de los colores que se agitan; pero no puedo
discernir la forma, y pedirle, como a único intérprete posible, que me
traduzca el testimonio de su contemporáneo, de su inseparable
compañero el sabor, y que me enseñe de qué circunstancia particular y
de qué época del pasado se trata.
¿Llegará hasta la superficie de mi conciencia clara ese
recuerdo, ese instante antiguo que la atracción de un instante idéntico
ha ido a solicitar tan lejos, a conmover y alzar en el fondo de mi ser?
No sé. Ya no siento nada, se ha parado, quizá desciende otra vez, quién
sabe si tornará a subir desde lo hondo de su noche. Hay que volver a
empezar una y diez veces, hay que inclinarse en su busca. Y a
cada vez esa cobardía que nos aparta de todo trabajo dificultoso y
de toda obra importante, me aconseja que deje eso y que me beba el té
pensando sencillamente en mis preocupaciones de hoy y en mis deseos
de mañana, que se dejan rumiar sin esfuerzo.
Y de pronto el recuerdo surge. Ese sabor es el que tenía el
pedazo de magdalena que mi tía Leoncia me ofrecía, después de
mojado en su infusión de té o de tilo, los domingos por la mañana en
Combray (porque los domingos yo no salía hasta la hora de misa),
cuando iba a darle los buenos días a su cuarto. Ver la magdalena no me
había recordado nada, antes de que la probara; quizá porque, como
había visto muchas, sin comerlas, en las pastelerías, su imagen se había
separado de aquellos días de Combray para enlazarse a otros más
recientes; ¡quizá porque de esos recuerdos por tanto tiempo
abandonados fuera de la memoria no sobrevive nada y todo se va
desagregando!; las formas externas también aquella tan grasamente
sensual de la concha, con sus dobleces severos y devotos., adormecidas
o anuladas, habían perdido la fuerza de expansión que las empujaba
hasta la conciencia. Pero cuando nada subsiste ya de un pasado antiguo,
cuando han muerto los seres y se han derrumbado las cosas, solos,
más frágiles, más vivos, más inmateriales, más, persistentes y más
fieles que nunca, el olor y el sabor perduran mucho más, y recuerdan, y
aguardan, y esperan, sobre las ruinas de todo, y soportan sin doblegarse
en su impalpable gotita el edificio enorme del recuerdo.
En cuanto reconocí el sabor del pedazo de magdalena mojado
en tilo que mi tía me daba (aunque todavía no había descubierto
y tardaría mucho en averiguar porqué ese recuerdo me daba tanta
dicha), la vieja casa gris con fachada a la calle, donde estaba su cuarto,
vino como una decoración de teatro a ajustarse al pabelloncito del
jardín que detrás de la fábrica principal se había construido para
mis padres, y en donde estaba ese truncado lienzo de casa que yo
únicamente recordaba hasta entonces; y con la casa vino el pueblo,
desde la hora matinal hasta la vespertina, y en todo tiempo, la plaza,
adonde me mandaban antes de almorzar, y las calles por donde iba
a hacer recados, y los caminos que seguíamos cuando había buen
tiempo. Y como ese entretenimiento de los japoneses que meten en un
cacharro de porcelana pedacitos de papel, al parecer, informes, que en
cuanto se mojan empiezan a estirarse, a tomar forma, a colorearse y a
distinguirse, convirtiéndose en flores, en casas, en personajes
consistentes y cognoscibles, así ahora todas las flores de nuestro
jardín y las del parque del señor Swann y las ninfeas del Vivonne y las
buenas gentes del pueblo y sus viviendas chiquitas y la iglesia y
Combray entero y sus alrededores, todo eso, pueblo y jardines, que va
tomando forma y consistencia, sale de mi taza de té.


Fragmento de "En busca del tiempo perdido", de Marcel Proust
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Más literatura: esta vez toca Marcel Proust Por: Jorge Morato 23-12-08 17:51
Jorge Morato
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