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Cariñena - Zaragoza

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20-09-09 00:18 #3291153
Por:No Registrado
el piano de cola
EL PIANO DE COLA
Aquella tarde había un ambiente de jolgorio entre los trabajadores de la empresa de mudanzas "La Rápida". Y que no se me amosquen los trabajadores de la empresa de mudanzas, ya creo haber dicho bien claro que había ambiente de jolgorio y no de juerga, pues aunque don Joan Corominas cree que entre el jolgorio y la juerga no hay más que un pelín de distancia, nosotros sabemos que no se puede estar de juerga mientras se desembala una vajilla de Limoges o una lámpara de la Granja, aunque tampoco tiene por qué estar mal una pizca de jolgorio es estas ocasiones. También es verdad que podía haber dicho que había ambiente de holgorio, que resulta más fino. Pero no quiero que me rechiflen o me conviertan en objeto de rechifla. En fin, que lo que allí había era simplemente un poquito de jolgorio, sin llegar a ser jarana. Y dejemos así la cosa.

Junto al gran camión, entre mantas y cestos de embalaje, se veían botellas grandes de cerveza y restos pringosos de latas de bonito.

-)Y no estaría mejor decir "litronas" en vez de botellas grandes de cerveza? Así todo el mundo lo entendería y se ahorraría usted algunas palabras, que tampoco están los tiempos para derroches.

-Usted dispense y no me lo tome a mal, pero no me gusta esa palabra ni otras de la misma familia. Me hace pensar que los trabajadores de La Rápida estarían chupando de las botellas o mamando de ellas (como le gustaría decir a usted, )no?) y poniéndolas perdidas de babas, que menos mal que son de color de caramelo y no se ve nada.



-Comprendo. Usted es escrupuloso y evita ciertas palabras por sus connotaciones. Por ejemplo, la palabra "litrona" le recuerda a los mozos de su pueblo chupando aguardiente de la misma copa. Aguardiente con barquitos de magdalenas y perrunillas flotando, )no es cierto?

-Tampoco es eso, usted. Pero no me haga entra por esos caminos, que mezclar el aguardiente con perrunillas con el uso de las palabras es confundir el culo con las témporas. En lo que sí estamos de acuerdo es en que no se deben derrochar las palabras. Esto me recuerda a don Facundo Cinchurreta, andadero de las Reverendas Madres Oblatas y autor de la Teoría marxista del reparto de las palabras, obra que nunca llegó a ver publicada. Él lo achacaba a la censura. Siendo mandadero o andadero -que de las dos formas puede decirse- de tan ilustre convento, no estaría bien publicarlas sin el nihil obstat del obispo, decía él. Pero el obispo se empeñaba en hacerle cambiar la palabra marxista por comunitaria y don Facundo que en esa palabra estaba encerrada toda la esencia de su teoría y que prefería ser una víctima de la censura antes que cambiar una coma o tilde de su obra. Mas yo me malicio que tal obra únicamente existió en la mente calenturienta del mandadero. Don Facundo proponía que con las palabras había que hacer lo mismo que con las tierras y con el dinero: repartirlos según las necesidades de cada uno. A cada persona se le asignaría cada semana o cada mes un número de palabras según su trabajo: una vez agotado el cupo habrían de permanecer en silencio hasta el próximo reparto. En los últimos tiempos había ilustrado su teoría con el ejemplo de los conejitos de las pilas alcalinas Duracel o con el de las muñecas habladoras. Decía que a los hombres, y mucho más a las mujeres, había que ponerles unas pilas y una vez que estas se agotasen no se podrían recambiar hasta que no se hubiese cumplido el plazo de duración. Llegó a confeccionar una tabla con el número de palabras diarias que podría gastar cada persona según su trabajo. Pero, a pesar de su afán y dedicación, no dejaban de surgirle contratiempos en la aplicación de su teoría. Pensaba, por poner un caso, que muchas personas no tendrían palabras suficientes para llenar su cupo. Así, por ejemplo, a Domingo, el dueño del bar "El refalón", le había asignado mil



palabras diarias, pero don Facundo se lamentaba de que Domingo no sabía usar más de

cincuenta y que si quería gastar el cupo tendría que estar repitiendo siempre las mismas palabras, como un loro. Don Facundo, el mandadero de las Madres Mínimas, pasó los últimos meses de su vida en otro mundo, que no era otro que el mundo de las palabras. Los días finales los pasó, aunque estaba consciente, en absoluto silencio. Posiblemente pensaba que las pilas se le habían agotado o que había gastado su cupo. Unos decían abiertamente que estaba loco, otros, más piadosos, decían que tenía algunos cables cruzados. Los más llanos en el hablar decían simplemente que estaba como una cabra. Yo no sé cómo llamarlo, porque posiblemente, como Domingo, tampoco tengo palabras para llenar el cupo que él me habría asignado, aunque me inclino a pensar que tenía más de orate que de cuerdo. De cualquier manera, no me dejará usted de reconocer que en muchas cosas lo que don Facundo decía era el evangelio y creo que por eso el obispo no le daba el nihil obstat para su Teoría marxista sobre el reparto de las palabras.

Que don Facundo no cargue a mi cuenta las palabras derrochadas en contar su Teoría, pero ha sido usted -y no se me incomode- el que con el uso y abuso de las palabras, me ha hecho olvidarme, durante unos instantes, de los trabajadores de "La Rápida" que, aquella tarde, habían subido hasta la cuarta planta de lujosos pisos, cuadros valiosos, cristalería fina, muebles de maderas nobles. eso había dicho, al menos, Bonifacio, el encargado, porque ellos, la verdad, aunque acostumbrados a transportar los más variados y caros objetos no alcanzaban a valorarlos más allá que por su peso y su tamaño. decía Bonifacio que s estaba preparando una buena jarana para celebrar no sabía muy bien qué cosa, pero que le parecía que era algo relacionado con vestir de largo a la niña del dueño, aunque no creía él que a la niña del dueño le agradase mucho eso de vestirse de largo. Y que



no lo decía con malas intenciones, porque tampoco era que él conociese mucho a la niña del dueño.

A veces no se sabía si Bonifacio era simple o le gustaba hacerse el gracioso, aunque más bien lo primero, porque no era posible que en aquellos dos dedos de frente cupiesen muchas ideas. Tampoco hay que tomarse muy en serio lo que he dicho sobre el Boni, porque, a ver, quién me dice a mí que se deba juzgar a las personas por la primera apariencia. Bien es verdad que el Bonifacio solía decir aquello de "aquí te pillo, aquí te mato", aunque no creo que esto venga ahora a cuento.

No sé si he dicho que habían terminado ya su trabajo. Si lo he dicho, cosa que no recuerdo, me desdigo ahora. He dicho que estaban bebiendo cerveza y comiendo bonito en aceite. Esto sí que lo recuerdo bien porque a Bonifacio le corrían dos chorreones de aceite por la barbilla mal afeitada y aquella pringue de bonito churreteándole los belfos era una porquería. Aunque tampoco tenía por qué ser bonito, ya que así desde lejos yo podía haberme equivocado. Lo mismo podían ser sardinas o anchoas, que aunque no pertenezcan a la misma familia -es un decir- tampoco es para estar aquí ahora perdiendo el tiempo con esas menudencias.

Sé que no habían terminado el trabajo porque en la acera aguardaba un imponente piano negro de cola cubierto con mantas. Mismamente como un caballo de raza después de una carrera. Igual a otro le hubiese parecido uno de esos féretros que llegan del campo de batalla cubiertos con una bandera, no lo niego. Era como un caballo negro brillando por el sudor. Yo lo vi a unos cuarenta pies de distancia y por eso lo digo. No quiero discutir con

nadie si los empleados de "La Rápida" habían terminado ya su trabajo y por eso estaban bebiendo grandes cervezas echándoselas al gollete. Si no, que me digan a mí qué hacía aquel piano en medio de la calle, sujeto con fuertes maromas. Tampoco voy a discutir por un



piano. Lo mismo lo habían dejado allí abandonado, ya que ni Bonifacio que era el encargado le echaba la más mínima cuenta, atareado como estaba en pescar con dos palillos los últimos restos de bonito. Ya digo que no pongo yo la mano en el fuego porque fuese bonito, entre otras cosas porque no se debe poner la mano en el fuego por quítame allá esa paja.

En estas estaban cuando un desconocido, enjuto y correoso, se fue acercando al grupo, que reía y bromeaba.

-)Hay trabajo? -preguntó sin fijar la mirada en ninguno de los presentes.

-Hay trabajo. Mil duros -replicó Bonifacio, trazando una línea recta, con un dedo pringoso, desde el piano hasta una gran polea asomada a un balcón de la cuarta planta.

El desconocido midió la distancia con la vista. Yo diría que se puso aún más serio, si esto hubiese sido posible. Se acercó lentamente hasta el piano, lo rodeó e intentó sopesarlo entre los gritos y chanzas de los trabajadores: "ánimo, valiente, arriba con ella". Forcejeó entre las mantas y levantó la tapa. No es el momento para retórica, que si no, podría decir que el piano, con sus teclas negras y blancas, era como una ballena moribunda varada en el asfalto. Posó un dedo sarmentoso sobre una tecla, dejó caer de golpe la tapa y la nota se perdió en las entrañas del piano.

-(Eh, tú, quieto, Beethoven! -gritó Bonifacio, que hay más dinero ahí que el que tú puedas ver junto en toda tu vida.

El grupo le reía la gracia a Bonifacio. Se doblaban, agarrándose la barriga con las dos manos. Y las barrigas temblaban debajo de las blusillas como si se les fueran a salir las

tripas por entre los dedos.

Ya he dicho que Bonifacio era simple. Y que no se me interprete mal, pues sólo he querido decir que era falto de luces y de malicia. Ya sé que alguno me va a llevar la contraria -y con toda razón- cuando termine esta historia: que Bonifacio podría ser falto de



luces, pero no de malicia, que no sé utilizar bien los sinónimos y que lo mismo que he dicho que Bonifacio era simple, podía haber dicho que era bobo, pazguato, paparote, tonto, mentecato o necio, que esto en cualquier diccionario de sinónimos y antónimos, aunque sea de mala muerte, te lo aclaran. Incluso es posible que alguno piense que Bonifacio más que simple era un malage o un esaborío. Y quizá tenga toda la razón del mundo. yo no me voy a partir la cara con nadie por Bonifacio, pero me gusta mantener mis ideas, por lo que seguiré diciendo que era simple, y así todos nos entendemos. O si no que cada uno piense lo que quiera de el Boni. Bueno, también podía haber dicho que era parvo, que es una palabra muy bonita, pero me temo que no me permitirían decirla, y además -que no se me enfade Bonifacio- es mucha palabra para él y con decir que era simple va apañado. Algunos dicen que es peor la falta de luces que la malicia, y que cambiarían gustosos a un tonto por un malo. (Allá ellos! Yo no estoy ahora para ese tipo de disquisiciones filosóficas y mucho menos para trueques o intercambios. Yo sólo quería dejar constancia de cómo le reían las gracias al simple de Bonifacio, y no porque fuese simple, sino porque era el que mandaba. Y es que los que están arriba siempre hacen mucha gracia, no sé si por ser simples, como Bonifacio, o porque están donde están. Algún malicioso piensa que los que mandan casi siempre son simples. Yo, esto no lo comparto, porque unas veces se ofendería a los que están arriba y otras, a los simples.

Los trabajadores de "La Rápida" seguían riéndose, más por compromiso con el

encargado que porque tuviesen ganas. Una vez que terminaron de reír la gracia, el desconocido tiró de la cuerda de la polea y las venas del cuello se le tensaron como si fueran de acero. "A esta es", le gritaban entre risas, formando corro a su alrededor. El piano ni se estremeció. Se acercó hasta el gran camión de las mudanzas, ató el cabo de la cuerda a un hierro resistente, apoyó con fuerza la rodilla en un neumático, se enrollo la cuerda en



una mano, dio una gran brazada y el piano quedó izado en el aire. Durante largo tiempo estuvo en esta posición, sin poder avanzar. Respiró profundamente y dio otra brazada, y otra, y otra... Gemía broncamente a cada tirón y el sudor, que empapaba su cuerpo, le cegaba los ojos. Nadie sabría decir el tiempo que llevaba, pero tenía las manos desolladas y la sangre le chorreaba por los codos. Cuando el piano estuvo a la altura de la polea, hizo un último esfuerzo y, con un movimiento rápido, ató la soga al hierro del camión. se secó las manos en los faldones de la camisa, encendió un cigarrillo y se dejó caer pesadamente contra los duros neumáticos. Las risas habían cesado. Reclinó la cabeza hacia atrás y aspiró profundamente el humo del tabaco.

Terminó el cigarrillo. Nadie se había movido. Se incorporó y extendió la mano hacia Bonifacio.

-Venga, págame -le dijo con una voz casi imperceptible, pero segura.

-Muy pronto quieres tú cobrar, muchacho. Aún no has terminado. Primero tienes que subir a descargarlo, después te pago -le respondió Bonifacio, mirando aquella mole que se balanceaba en el aire. Y una carcajada agria se extendió por el corro.

El desconocido terminó de incorporarse. Metió despacio la mano en el bolsillo del pantalón como buscando un pájaro o una serpiente. Sacó una navaja, la llevó a la altura de los ojos y comenzó a abrirla pausadamente. Se oyó un muelle -las respiraciones se iban

entrecortando-, después otro, y otro. Las últimas luces de la tarde espejearon en la hoja de la navaja. Se había hecho un silencio espeso que podía cortarse. Asió la maroma con una mano, le acercó el filo de la navaja y , concentrando las últimas fuerzas que le quedaban, la cortó de un tajo limpio y seco, como si fuese un cabello. Y el negro piano de cola cruzó el espacio de la tarde como un meteoro. Como un cuervo abatido vino a estrellarse contra el alquitrán de la calle en un amasijo de hierros, alambres, martillos, teclas y maderas. Fue

un estrépito de sonidos destemplados. Después otra vez el silencio.



El desconocido mantuvo suspendida la brillante navaja en el aire por unos instantes. Bonifacio encogió el cuerpo y se llevó instintivamente las manos a la barriga, como queriendo protegerse de un peligro súbito e imprevisto. Pero el desconocido cerró lentamente la navaja, volvió la espalda y se fue alejando sin prisa. Sólo cuando su larga sombra se perdió a lo lejos, se escuchó la respiración contenida de los hombres y un murmullo sordo de palabras amargas se perdió en el aire.



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