Barcial de la Loma - Valladolid

LIBERACION (Relato)

La noche se despide sin prisa y la mañana abre los espacios a la débil luz. Desde su cama de penitente ocasional J. Carlos observa el cristal de la ventana salpicado por gotas de agua. El viento y la lluvia han vagado cogidos de la mano durante las últimas ocho horas. Se encuentra postrado en cama por mor de una febril gripe que le deja en estado de cuasilevitación. Le aflora a la memoria otra gripe que penó en la enfermería del seminario, a la vez que va recordando los monótonos años de su niñez pasados en el convento.
Se presentó en el seminario con once años, empujado por una incipiente y no definida vocación para el sacerdocio. Mas tarde comprendió que no era edad para dejar cerrado un proyecto de vida.
Los días pasaban despacio y pesaban sobremanera, en aquel ambiente de presunta santidad y palpable ordenamiento. Solamente las cortas excursiones por el campo y los partidos de fútbol de los sábados y domingos mantenían su espíritu al ralentí. También sus conversaciones con Gaspar, el sastre del convento, que aun siendo lego le inspiraba más caridad cristiana que el resto de hermanos. Fray Gaspar vestía a diario un hábito recosido y llevaba unas gafas culo-vaso sobre su generosa nariz. Su cadente acento gallego contrastaba con el castellano seco de J. Carlos. Tenía setenta años de los cuales treinta los había pasado sentado en aquella vieja “singer” de coser. Su encorvada figura en nada condicionaba su movilidad y su limpia sonrisa y socarrona filosofía, hacían sentirse bien a quien estuviera a su lado. A pesar de la diferencia de edad, habían confraternizado extraordinariamente. A veces Fray Gaspar usaba la generosa manga de su hábito para “extraperlear” algún postre del refectorio y obsequiar a quien le visitaba en la sastrería.
Alguien depositó en él, el único poso de humanidad y libertad que existía en aquel lugar.
La incipiente vocación de J. Carlos se fue agostando por falta de convicción y diligente tutoría. El espacio que envolvía su vida se hallaba impregnado de infelicidad, desasosiego y añoranza. No entendía nada del protocolizado plan formativo del convento, basado en la represión, los rezos y el aleccionamiento del prefecto con sus encorsetadas filípicas. No entendía que la única hoja de ruta de la formación para el sacerdocio fuera aquel itinerario establecido. Echaba de menos una formación más abierta, más contrastada con el exterior, basada en el verdadero mensaje de Jesús: la caridad en el sentido más amplio del término.
Siempre tuvo claro que la formación emanada de la obediencia ciega, crea mentes irreflexivas y vagas, incapaces de tomar decisiones por si mismas, inhabilita a la persona para la conversación inteligente y abona el camino al pensamiento radical.
Aquella sociedad conventual que le tocó vivir a J. Carlos estaba en plena crisis, y el ”aggiornamiento” del Concilio Vaticano II se instalaba más en las formas que en el fondo de los postulados de la Iglesia. Multitud de sacerdotes retornaron a la vida seglar tras sufrir serias contradicciones en su vocación en apariencia ya consolidada.
Una noche del mes de Junio de grillos y olor a hierba mojada, habló con el Rector. Subió las anchas escaleras con nerviosismo y se plantó en su despacho. Le comunicó su decisión de abandonar el convento, pues no tenía claro lo de su vocación. El Rector ni se inmutó. Simplemente le dijo que en septiembre no volviera, y así lo hizo.
Juan C. quemó una etapa de claroscuros que condicionó toda su vida, y aún le asalta la duda de si con otros “mantras” en su orientación religiosa, hubiera fructificado aquella débil y joven vocación.

Saludos. Eco.


Hay un pasado que se fue para siempre pero hay un futuro que todavía es nuestro (ROBERTSON, F. William)