Barcial de la Loma - Valladolid

Yo particularmente pasaba miedo. Pasé miedo. No me he tenido por un niño miedoso, pero aquel lugar no reunía ninguna de las condiciones para no pasar el miedo suficiente que te dejase esa marca, no muy profunda que hacía que por temor al castigo o al bofetón, volvieses día tras día.
La iglesia de Barcial, todos la conocemos, es grande. Demasiado grande.
Las condiciones de iluminación en la época de mi niñez y anteriores eran muy deficientes. Deficientes en la iluminación ceñida a esos candelabros con bombillas de luz ocre por su escasa potencia y apuntalada esta la iluminación, por la luz de los cirios y velas de las palmatorias negras que lucían en distintos puntos de la iglesia.
Tanto las pobres luces de las bombillas de los candelabros, como las tintineantes luces de las velas y cirios, producían un juego de sombras también tintineantes y hasta monstruosas cuando las polillas se acercaban a la luz y eran reflejadas sus sombras a la pared; y zonas oscuras donde no llegaba la luz dentro de la Iglesia, que eran terrenos reservados para el miedo y el misterio.
Incluso donde la luz llegaba, era una luz ocre, pobre, que hacía de los rostros de las personas y de los “santos y vírgenes” un mapa de sombras.
Dios podía estar dentro de cada sombra. Y pasar cerca de ellas era todo un riesgo.
¿Por qué tener miedo a Dios?
Era lo que nos decían los curas. Lo que predicaban. Predicaban a un Dios justiciero que te haría pagar todas las culpas. A un Dios que todo lo veía y que te juzgaría. Un Dios al que no le gustaba nada el mal. Y mal por aquella época y anteriores era casi todo.
Los curas en el pulpito gritaban y se desgañitaban, intentando sujetar a sus fieles a base de amenazas y castigos. Era un Dios justiciero y que no pasaba una por alto.
Y de ese Dios se encargaban sus representantes en la tierra de hacer buena propaganda. Incluso de imitarle, repartiendo mandobles a la mínima que hicieses y condenando al fuego perpetuo si era la persona mayor y el mandoble no le podía soltar.
Estos recuerdos me vienen al ser Semana Santa y al estar todos los días la Iglesia abierta y por añadidura a esas tardes de invierno, donde la noche caía enseguida y tras el rosario venía la catequesis.
Esa catequesis donde había que aprenderse el catecismo del Padre Astete de memoria, como si en ello nos fuese la vida.
Aunque ver al cura, D. Gregorio en mi caso, mimbre en mano, era razón suficiente para aprendérselo, incluso en una segunda lengua, si él lo pedía.
Crecimos en “el temor de Dios” y en el Temor a Dios. Sin olvidarnos del temor a sus representantes o vicarios.
Por eso las sombras daban miedo, los vacíos daban miedo y las soledades en ciertos lugares daban miedo. Daba miedo la presencia del Cura. Pues a la larga e inmisericorde terminabas haciendo algo no bien visto.
No podías faltar a ningún acto religioso. Creo ahora con el paso del tiempo que la duración de los sermones era tanta, debido a que debía de memorizar quienes faltaban al acto. Y hasta no conseguir memorizar quienes estaban ausentes no terminaba. Después llegaba la represalia. Sin preguntas. Sin pedir explicaciones. Solamente tu ausencia, motivada por el motivo que fuese, ya era merecedora de castigo.
Yo pasé miedo.
Después en el colegio me dijeron que Dios era amor. Pero tampoco lo explicaban bien.

Raúl
Torba