Añado un artículo más para la reflexión que cada día veo más necesaria. Es muy largo pero muy aconsejable leerlo hasta el final pues no tiene desperdicio ni una sóla coma. Espero que a cierta gente de la que por aquí forea les guste.
La India globalizada: ¿quién gana y quién pierde?
Por: EL PAÍS | 13 de abril de 2012
La India globalizada: ¿quién gana y quién pierde? es una serie de tres entregas que trata de explicar el reverso cultural y social del rápido desarrollo económico de uno de los llamados países emergentes.
por CHANTAL MAILLARD
La India ha ejercido desde siempre, en los occidentales, una extraña fascinación. Pero ha de ser cosa de las lejanías porque, por otras razones y con otros matices, idéntica fascinación ha ejercido sobre los indios la forma de vida de los países occidentales. Aquellos que suponíamos detentadores de los secretos de los mundos del espíritu se han despojado de sus vestiduras, han imitado nuestras costumbres y han olvidado la suyas. Mientras nosotros nos dirigíamos allí en busca de la paz interior que nuestro bienestar material no nos concedía, ellos envidiaban nuestros “avances”. Dioses para quienes los habían perdido, a cambio de cocinas y coches de lujo: un trueque en toda regla. Hasta que un buen día nos dimos cuenta, unos y otros, de que tanto los nuevos dioses que entraban en Occidente como los artefactos que las clases privilegiadas adquirían en India tenían fecha de caducidad.
¿Qué había pasado? ¿Qué está pasando? ¿Qué gana la India con la globalización y qué está perdiendo? ¿Qué tipo de beneficios son aquellos que la globalización trae a algunos y cuál es el precio de tales beneficios? O la pregunta correcta sería, más bien, ¿quiénes ganan, en India, y quiénes pierden? ¿Qué India es la que se beneficia del contacto con Occidente y qué otra India se ha visto empobrecida y está siendo silenciada, eliminada o neutralizada? Porque si bien está bastante claro que quienes tenían dinero ahora tienen más, en India y en cualquier lugar del mundo, hay otra realidad bastante menos conocida: la de las poblaciones rurales, los pueblos silenciados que a lo largo de décadas han sido “desplazados”, o sea, expropiados, evacuados, empujados hacia los cinturones de miseria de las grandes ciudades y reducidos a la mendicidad o empujados al suicidio.
Pueblos silenciados y violencia global
Hoy, después de muchos años pasados en el estudio de las diversas escuelas de pensamiento de la India, empiezo a pensar que las sociedades ágrafas tendrían mucho que enseñarnos si tuviésemos la paciencia de escucharlas. Pueblos cuya economía de subsistencia respeta los ciclos naturales, pueblos que se saben formando parte del ecosistema y que, por tanto, no lo degradan ni lo rompen.
Pero fueron silenciadas porque se le ha atribuido a la letra escrita más valor y más poder que a la voz. La voz cambia, pensaron; la oralidad no es de fiar; la letra escrita es más “verdadera”. Y, ciertamente, lo escrito permanece idéntico a sí mismo, lo escrito no varía, tiene esa ventaja o esa desgracia, según se vea, pues, si se lee y se repite sin comprender, viene a formar lo que conocemos como “ideología”, un discurso de ideas que poco o nada tiene que ver con la transmisión de una sabiduría.
Pero las sociedades de la letra escrita consideran a quienes no la tienen pueblos “atrasados”. Cuando éstos levantan la voz, nadie se entera porque a nadie le interesa. Me refiero a los poblados rurales de la India pero, también son los de África y los de las selvas amazónicas, los de las selvas de Birmania, y tantos otros de los que no tenemos noticia, como no la tuvimos de aquellos tres mil quinientos poblados birmanos quemados y arrasados en los últimos quince años hasta que una joven, directamente implicada, lo denunciara públicamente en lengua inglesa. Los ágrafos no son noticia hasta que alguien les concede voz en la lengua oficial del mundo global.
Pero hay más: esas poblaciones no tienen voz porque no interesa que existan y si, en contra de los intereses capitalistas, hacen muestra de existir, se les neutraliza rápidamente de una manera o de otra: o se les convierte en operarios, o se les desplaza, o se les mata. Es fácil despojar de sus tierras a una población esgrimiendo papeles. Sin títulos de propiedad, su hábitat de repente pertenece al Estado, que se lo vende a los dueños de las grandes empresas, mineras u otras. ¿De qué nos extrañamos? No hay que ir a la India para ver este procedimiento. Aquí mismo, en España, se hizo, en la década de los noventa, con las tierras que habían cultivado durante generaciones los colonos de Isla Canela (Huelva) y que, con la excusa de que no tenían un título de propiedad que no se les quiso otorgar, fueron expropiadas y recalificadas para construir en ellas hoteles y campos de golf.
Esto no empezó ahora, ni siquiera en el siglo pasado. Esas tribus de tez oscura que fueron los primeros pobladores del subcontinente son los mismos que fueron sometidos por los arios hace dos mil años, los que padecieron la conquista de los mogoles y, más tarde, la colonización del imperio británico. Para la tala de sus selvas por las industrias madereras y la construcción de ferrocarriles para el transporte, se reclutaron hombres que no podían volver a sus poblados. Fueron las primeras rupturas del hábitat. Hoy en día es el propio gobierno indio el que, mano a mano con los empresarios (indios y extranjeros), boicotea todos los esfuerzos que las poblaciones afectadas y las organizaciones ecologistas hacen para salvar las zonas rurales y costeras de la depredación capitalista.
Un ejemplo: la cría industrial de langostinos que devasta el ecosistema costero. Estas industrias, en su mayor parte canadienses y estadounidenses, además de resultar del todo insostenibles por el daño y el coste que acarrean al país, acaban con el agua potable y la pesca que es el medio de subsistencia de los poblados en aquellas zonas. El hecho fue denunciado ante el Tribunal Supremo de la India que, en 1996, ordenó la retirada de la acuicultura de las costas de Bengala, Orissa, Andhra Pradesh, Tamil Nadu, Kerala, Goa, Maharashtra y Gujarat, y su sustitución por las actividades extractivas tradicionales. El gobierno, aliado con las empresas implicadas, logró impedir que la decisión entrase en vigor y los criaderos de langostinos siguen funcionando (Vandana Shiva: Cosecha robada, Paidós, 2011).
¿Qué hacer cuando el propio gobierno, que debería proteger los intereses de su pueblo, se alía con el enemigo?
En agosto de 2011, Hanna Hazare, de setenta y cuatro años, siguiendo el modelo de Gandhi, se puso en huelga de hambre. Su objetivo era que el Parlamento indio aprobase una Agencia Anticorrupción Autónoma que pudiese poner fin a la corrupción gubernamental. Hazare es originario de Ralegan Siddhi, en el distrito de Ahmednagar (Maharashtra), un lugar que convirtió en un prototipo de poblado autosostenible. La huelga del pasado verano no obtuvo resultados. El 27 del mes de diciembre inició otra huelga de hambre que se vio interrumpida a los dos días, teniendo que ser hospitalizado. Hazare es muy mayor y, sin líder, parece ser que los centenares de personas que le siguen no son nadie. Nos convertimos en una fuerza cuando se nos une y, al parecer, nos hace falta para ello que se nos proporcione un punto de unión o, más bien, una voz. Respondemos a una voz. Y me pregunto: ¿qué voz habrá que, en Occidente, pueda unificar a todos los que nos preguntamos qué hacer con esa voz que, dicen, tenemos cada uno, al menos para los comicios, pero que, vistos los resultados, no parece que sepamos emplear debidamente?
Porque, indudablemente, las responsabilidades ya no son atribuibles a una nación o a otra. Perdemos el tiempo si lo hacemos así. O no todos somos la nación aunque formemos parte de ella. Cierto es que el mundo occidental ha prendido la mecha, y cierto que quienes vivimos en él nos hemos beneficiado del bienestar material que se nos proporcionaba sin preguntarnos mucho de dónde provenía. Pero cierto es, también, que hoy en día la responsabilidad es compartida entre los individuos que detentan el capital, sean de la nación que sea, China, Arabia Saudí, Kuwait, India, Corea, Estados unidos u otros. Y a nadie le pasa ya desapercibido que quienes gobiernan las naciones no son políticos sino títeres en manos de empresarios. También es sabido que el gobierno indio es uno de los más corruptos. Pero ¿cuál no lo es en un mundo en el que la sagrada democracia se ha convertido en un eufemismo de las políticas económicas neoliberales?
La India, dicen, es la mayora democracia del mundo. ¿Democracia

300 millones de privilegiados, de los que se nutren las clases políticas y empresariales que viven “a la occidental” sobre 921 millones de marginales. Nos felicitamos de su desarrollo, que nos conviene a todos. ¿A todos? En la década 2000-2010 se contabizaron 216.500 suicidos de agricultores varones (de las mujeres no se hace recuento) debido a préstamos y microcréditos que no pueden pagar. Los desplazados son incontables. (Alberto Cruz: La violencia política en la India, La Caída, 2011).
Otro ejemplo: en agosto de 2010, después de muchas presiones en ayuda a la resistencia de los tribales (//www.survival.es/peliculas/lamina), el gobierno indio prohibió a la industria Vedanta (una multinacional india cuyo nombre, irónicamente, significa “conocimiento interior” y cuyo propietario vive en Londres en la mansión que ocupó el Shah de Irán) la explotación minera del Niyamgiri (Orissa). Aquello fue toda una victoria. La montaña sagrada de los dongria kondh se salvó de momento, pero no así el pueblo de Damanjodi, más abajo, donde los residuos tóxicos de la bauxita que se extrae para producir el aluminio han convertido en poco tiempo un hábitat frondoso en un inmenso desierto de polvo rojo.
No obstante, la página web de la Vedanta Aluminium Limited sigue ofreciéndonos un sueño de prosperidad y la felicidad que se supone deriva del progreso (aún hay lugares que no están de vuelta, lógicamente) y de las riquezas. Y la página nos muestra a unos niños de tez oscura exultantes, sobre cuya imagen destellan las inscripciones “Fostering a better life”, “Sharing happiness” mientras, en otra foto, una serie de trabajadores con máscaras protectoras nos brinda un “Bridging progress” y un “Fullfilling dreams”. En la revista Yagna, de la empresa, bajo el título “Celebrating Cultural Diversities”, posa toda una tribu sonriente.
La realidad es otra. Y me pregunto, ahora, ¿cuánto tiempo tardaremos los turistas y periodistas del mundo en alterar la vida de los dongria kondh y éstos en vendernos los residuos de su cultura? Ésta es la cuestión. O una de ellas.
La sociedad de mercado tiene en sus manos una herramienta de neutralización (la palabra que utilizaba el marxismo inicial era “alienación”) muy poderosa: el ansia.
“Se lo digo francamente, Señora”, le decía el comisario de policía a Arundhati Roy, “este problema no podemos resolverlo los policías y los militares. El problema, con estos tribales, es que no comprenden la avidez. Y mientras no se vuelvan golosos, no habrá para nosotros ninguna esperanza. Le he dicho a mi jefe, quitad la fuerza y, en su lugar, poned una TV en cada casa. Todo se arreglará automáticamente”.
La infatigable Arundhati Roy. Novelista y periodista, ella es una de las personas que más se han movido para la causa de los pueblos sin voz. En uno de sus últimos artículos, relata su larga marcha por la jungla al encuentro de los denominados maoístas o naxalitas de los que dice el gobierno está “infestada” la jungla. ¿Quiénes son estos maoístas? Fácil: los propios indígenas que se resisten a verse despojados de sus tierras a cambio de que les sea concedido el derecho de voto. A instancias del las grandes corporaciones preocupadas por la expansión del movimiento naxalita, el gobierno lanzó contra ellos la “Operación Caza Verde”, una acción policial a la vez que paramilitar que, entre otras cosas, desplazaron en 2010 a más de 50.000 campesinos a campos “provisionales”; el ministro del Interior que puso en marcha la operación había sido director no ejecutivo de la empresa Vedanta.
“En Karnataka, por cada tonelada de mineral de hierro extraído por una compañía privada, el gobierno recibe un royalty de 27 rupias y la compañía minera se hace con 5.000. En los sectores de la bauxita y el aluminio, las cifras son mucho peores. Hablamos de robo a la luz del día, hablamos de miles de dólares. Lo suficiente como para comprar elecciones, gobiernos, jueces, periódicos, cadenas de televisión, ONGs y agencias de ayuda humanitaria”. No sé por qué será que esto me suena tan familiar... Y concluye Arundhati: “Al revés. Al derecho. Sea como sea, el Enemigo, siempre es el Pueblo”. ¿No ha sido siempre así, aquí, allí, desde los albores de la historia del mundo? Sólo que, no seamos ingenuos, situado en el lugar del poderoso, el pueblo actuará como poderoso. Porque, en realidad, la de Pueblo y Poder es una falsa dicotomía, como todas las que se hagan con conceptos abstractos; lo que existe no son las abstracciones sino las personas, individuos con su hambre, con su ansia, su miedo y la capacidad, en algunas ocasiones, lugares y tradiciones, de saber que el bienestar no es algo que se consiga entre construcciones de aluminio y aires acondicionados sino con el conocimiento del lugar que nos corresponde en el ecosistema.
Ver Arundhati Roy: Broken Republic (Hamish Hamilton, Penguin Books India, 2011), o en Outlook India: “Walking with the Comrades”:
//www.outlookindia.com/article.aspx?264738
y “Mr. Chidabaram’s War”:
//www.outlookindia.com/article.aspx?262519
También Alberto Cruz: “India, ante la euforia nuclear y la insurrección naxalita”:
//www.nodo50.org/ceprid/spip.php?article267
Vuelvo la mirada hacia los pueblos ágrafos, hacia su milenaria sabiduría, y considero con terror nuestra economía de producción. Pienso en la cantidad de objetos, útiles e inútiles que, en cada segundo, se están manufacturando en industrias que no paran ni de día ni de noche. Considero lo que cada aumento productivo le resta a la Tierra. Y tiemblo.
Nosotros, los que creemos en la letra escrita y, en razón de ello, nos creemos diferentes e independientes del resto de este mundo, nosotros que no dudaríamos en llamar “plaga” al crecimiento desmedido de una especie en detrimento de otra, no parece que seamos capaces de atribuirnos la palabra, a pesar de la evidente destrucción que nuestro crecimiento y nuestra voluntad de perdurar eternamente le depara al resto de este mundo.
¿Volver a una economía de subsistencia? No parece que sea posible. ¿Decrecer? Como mínimo, debería intentarse. Al menos, menguar en soberbia, en individualismo, en creencias, y crecer en respeto y comprensión; cosas que a cada uno nos competen.