Sonseca - Toledo

La nariz, ésa protuberancia mocosa sin igual que nos va educando en los olores de las cosas, me llevó de nuevo a mis veinte añitos. Estaban donde la tostadora, la tartera y demás instrumentos culinarios que últimamente uso para distraer al aburrimiento.

Me llegó a bocanadas el aroma del restaurante de Saint Anne, pueblecito costero inglés. Su piso de arriba, permanecía cerrado excepto en época de fútbol ó en las fiestas locales. Conservaba un olor a crema pastelera, vinos de carne, y aquél eco húmedo de voces ausentes.

Será por aquello de que dejando el tabaco, los pelillos nasales le castigan a uno con esta exquisitez e infalibilidad olfativa. O tal vez porque vivo en la misma zona de quien creó ése ser que en sí no olía a nada pero poseía en cambio el don de reconocer los olores a kilometros de distancia. O puede que éste sea el preludio de años venideros, cuando la nostalgia nos rebusca del baúl memorias con olor a hormonas irresueltas.

Las mandarinas tienen olor de Navidad en familia. El rocio de la mañana huele a época de exámenes en primavera. El perfume de las flores y el cobijo del rumbo fijo siempre será mi madre. Los efluvios del amor son de serrín, son manchegos, y nó lo son. Y todos lo siguen siendo. Un placer de narices.

¿Cuáles son los suyos?

Como nota curiosa, existe un museo en Berlín donde se conservan en frasquitos los olores de miles de supuestos sospechos de la Alemania de antes de la caida del muro. Y es que, aunque los tiempos cambien, ciertos asuntos conservan el mismo aroma pestilente.