SABER TODO SOBRE LOS HUEVOS QUE COMPRAMOS. La cruel industria de las gallinas ponedoras La dieta mediterránea, utilizada como ejemplo a seguir en lo que a cuestiones de nutrición se refiere, se ha convertido en una especie de fórmula alimenticia mágica que según sus defensores, garantiza la prevención de numerosas enfermedades a todo aquel que la siga. No voy a entrar aquí en lo idóneo que sea para la salud la ingesta de carne roja una vez al mes, la de pollo cada semana o la de aceite y verduras diariamente. No soy ningún entendido en la materia y tampoco pretendo analizar en este texto la conveniencia de ajustarse a los tipos de alimentos y a las frecuencias que se indican, sino que es mi intención exponer el por muchos todavía desconocido proceso de obtención de uno de los productos incluidos en esta famosa dieta: el huevo. Y lo hago porque estamos continuamente escuchando las excelencias culinarias de este y de otros comestibles así como lo saludables que son para el hombre; sin embargo, en esa gratificante exposición de motivos alentándonos a su consumo, siempre se olvidan, creo que voluntariamente, de incluir ciertos datos cuyo conocimiento, probablemente haría que en muchos casos las personas ya no sintiesen tan profundo placer a la hora de comerlos e incluso, que unos cuantos tomasen la sabia decisión de eliminarlos de su mesa, al menos aquellos que antes de llegar a la estantería o a la vitrina del supermercado, encierren una historia de sufrimiento tan terrible para el animal que los produjo, como la que entrañan buena parte de los huevos que se ponen a la venta. Antes de entrar en los detalles que explican la espantosa realidad en la que permanecen la mayor parte de las gallinas ponedoras, es importante saber que las condiciones en la que éstas se encuentran durante el tiempo que son válidas para la puesta - de hecho toda su vida, puesto que después son sacrificadas - se pueden conocer gracias a los números que de forma obligatoria vienen impresos en los huevos. Si el primer dígito de este código es un 0 significa que son de producción ecológica, el alojamiento de las gallinas responde a sus necesidades biológicas y etológicas, se atiende a su bienestar, no se pueden emplear antibióticos ni aceleradores del crecimiento y está prohibido cortarles el pico. El número 1 nos indica que procede de una gallina campera, esto es, que vive en corrales con acceso aire libre. Si es un 2 el animal subsiste en un recinto cerrado pero puede moverse por el suelo del mismo, aunque se permite la existencia de una angustiosa densidad de hasta 12 aves por m2 y por fin, en el caso de empezar por un 3, quiere decir que la gallina se encuentra de forma permanente encerrada en una jaula, de la que sólo saldrá muerta o para que la maten. En estas jaulas comparten el espacio cinco gallinas y la superficie proporcional de la que dispone dentro cada una de ellas es inferior a la de un folio. Desde 2003 está prohibida la instalación de nuevos instrumentos de tortura de este tipo, sin embargo se autoriza su utilización hasta 2012 y aún así, las exigidas a partir de ese momento con ser un poco mayores, siguen ofreciendo al animal un espacio de dimensiones inferiores a la del citado ejemplo. Las jaulas se amontonan normalmente en hileras muy largas y en cinco alturas. El suelo de las mismas no es una superficie continua, sino que esta formado por reja, lo que provoca además de que los excrementos de unas caigan sobre otras, un crecimiento desmesurado de sus uñas, malformaciones y dolor en las patas, así como la imposibilidad de satisfacer su instinto natural de picotear en el suelo y de bañarse en la tierra. En estos recintos minúsculos las aves no pueden estirar jamás sus alas, y el confinamiento en un espacio tan reducido y compartido con otras cuatro gallinas imposibilitándoles el ejercicio, sumado a la inmensa demanda de calcio que implica la puesta de tantos huevos, provoca que la osteoporosis sea una de sus afecciones más frecuentes y la causante de un importante tanto por ciento de muertes prematuras dentro de la jaula. Igualmente muestran padecimientos hepáticos por la excesiva producción de grasa y de proteínas necesarias para la yema del huevo. Otra de las patologías que suelen presentar es la formación de tumores malignos en el oviducto. No olvidemos que estas criaturas son forzadas a poner muchos más huevos de lo que sería la cantidad natural para ellas, hasta el extremo de que lo normal es que pusieran durante la estación de crianza media docena, sin embargo las que permanecen encerradas toda su vida en jaulas superan los 300 por año. Una de las prácticas más terribles de las llevadas a cabo con estas gallinas es el corte de sus picos. Su reclusión, la falta de espacio, la proximidad continua con otros ejemplares, la incomodidad de su celda, las técnicas empleadas para forzar la puesta como por ejemplo el mantenerlas con luz artificial 24 horas del día y 365 días al año, sumado a otra serie de condicionantes escalofriantes, hacen que su conducta se altere y que entre otras reacciones, presenten la de agredirse unas a otras a picotazos así como frecuentes muestras de canibalismo. Para evitar esto – por no perder beneficios, que jamás pensando en el bienestar del animal – es costumbre utilizando unas máquinas o unas tenazas al rojo cortarles el pico. Muchas veces la prisa y la falta de cuidado en la operación hace que también les arranquen zona sensible, lo que les provoca heridas, infecciones y un profundo dolor, pero a pesar de ello no se les procura ningún tipo de alivio y después de la mutilación, sea cual sea su estado, la gallina es introducida en la jaula para que ponga huevos. El desprecio por el padecimiento del animal es absoluto. Conviene hacer también referencia a los pollos de esta especie seleccionada genéticamente con la única intención de que pongan la mayor cantidad de huevos posibles. Como lógicamente en el macho la puesta no se produce y no crecen con la suficiente rapidez o no alcanzan el peso adecuado para ser vendidos como carne, su destino es la muerte pero hasta en esto la crueldad alcanza cotas inimaginables. Por cuestiones económicas o por no perder tiempo, el caso es que muchas veces son arrojados con vida a contenedores donde mueren aplastados y asfixiados; en otras ocasiones la solución es triturarlos o molerlos vivos, con lo que se existen testimonios de cómo al cabo de un rato, hay animales con parte de su cuerpo destrozado pero con el cráneo intacto y todavía conscientes. No es difícil imaginar hasta que punto puede llegar su sufrimiento y su agonía. Las gallinas ponedoras que viven en jaulas, debido a lo atroz de sus condiciones, no suelen aguantar más allá de un año, por lo que pasado su tiempo útil las sacan de esa miserable prisión por primera y última vez en su vida para ser sacrificadas. Su estado físico en ese momento es tan penoso que no son válidas para ser vendidas por piezas enteras, por lo que habitualmente se emplean en la elaboración de los conocidos “cubitos” para caldo. Eso es, a grandes trazos, lo que hay detrás de la mayoría de los huevos que Usted coge de la estantería del supermercado, a menudo dentro de envases en los que aparecen imágenes de gallinas en libertad picoteando granos alegremente. Pero es una farsa, es sólo una forma de ocultar la realidad al consumidor, demasiado terrible como para que la conozca. Por eso, la próxima vez que vaya a comprar huevos, recuerde que sobre todo ese “3” al principio del código numérico, encierra un sufrimiento infinito y una industria terrorífica que lo único que tiene en cuenta es el recorte de gastos, la obtención de los mayores beneficios posibles y en la que la gallina no se considera un ser vivo doliente, sino una simple máquina de poner huevos. No pretendo amargarle su tortilla de patatas, sólo le pido que reflexione y tal vez, llegue a la conclusión de que prefiere hacerla con huevos cuyo primer dígito sea un “0” o un “1”. Si los ciudadanos dejan de comprar aquellos que comienzan por “3”, tal vez los productores lleguen a la conclusión de que ya no les resulta rentable cortarle el pico a millones de gallinas y tenerlas encerradas en jaulas diminutas hasta que deciden matarlas. Si no se erradican tan repugnantes y cruentas prácticas por misericordia hacia el animal, por sensibilidad o por rechazo ante el dolor feroz que les provoca tal tratamiento, que sea al menos por interés económico. La oferta está supeditada a la demanda, queda por lo tanto en nuestras manos, las de los consumidores, acabar con esa explotación salvaje y sádica de las gallinas. Julio Ortega Fraile |